En la sección Decíamos ayer recuperamos un texto de Arturo Pérez-Reverte, publicado el 2 de octubre de 1994, titulado «Ahí nos las den todas».
Contaba mi abuelo que una vez, durante cierta airada discusión parlamentaria, un diputado recibió una bofetada de manos de un miembro de la oposición. Volvióse entonces hacia sus correligionarios y, alzando el gesto y la voz, clamó: «Señores: la República acaba de recibir una bofetada». A lo que el sentido común de la cámara repuso, unánime: «Pues ahí nos las den todas».
El mero hecho de que el que el arriba firmante haya escogido Andalucía Oriental para ilustrar el asunto, y no, a ver, no sé, el Bajo Llobregat, por ejemplo, es ya de por sí buena prueba de a qué me refiero al hablar de susceptibilidades y de marear la perdiz. En estos tiempos de integrismos coyunturales y de tanto morro, uno tiene que tentarse mucho la ropa al hablar de según qué cosas, si no quiere que lo acusen de practicar el centralismo fascista o la agresión autonómica en dos folios y medio. Vivimos en un país donde todo quisque anda a la que salta, en busca de ofensas reales o ficticias, de bofetadas que rentabilizar en su beneficio. Donde cualquier cacique local, cualquier alcalde pedáneo de quince vecinos, cualquier mañoso cualificado, es capaz de autoerigirse en símbolo y en bandera de lo que sea, mientras ejerce de aprendiz de brujo con una alegría, una irresponsabilidad y una soberbia inauditas, agitando viejos demonios. Consciente de que quien no llora, no mama.
Lo cierto es que me aburren hasta arriba. Me aburre no poder mentarle la madre a un fulano concreto cuando dice una gilipollez, porque resulta que al criticarlo ofendo a su patria, su RH y su lengua vernácula. Me aburre mucho tanto sacar conejos de la chistera, convertir cuestiones personales o partidarias en tragedias locales, municipales, comarcales, autonómicas y nacionales. Me aburren los hipócritas que se escudan tras las banderas y la demagogia barata y garbancera, olvidando lo que cualquiera en este país recuerda con atroz claridad: nuestra facilidad para el motín, el paredón, la envidia, el escopetazo a la vuelta de la esquina y la secular inclinación al degüello que tiene esta tierra donde tan acostumbrados estamos a vivir bajo la sombra de Caín. Donde las guerras civiles no son coyunturas históricas, sino simples estados de ánimo.
Por eso me parecen detestables tan vulgares alardes de mala memoria y mala fe. O, peor aún, el desprecio ante las consecuencias a largo plazo de lo que uno destapa en política. Pues hay que ser muy estúpido o muy canalla para ignorar que aquí basta un trasvase de un río a otro, una reconversión inoportuna, una cuestión de bosques comunales o un viejo pleito municipal para que la gente se eche a la calle dispuesta a sacarle al vecino los higadillos. Sin embargo, nunca escasean padres de la patria, ni presidentes autonómicos, ni alcaldes, ni pasteleros, ni oportunistas a la que salta, dispuestos a calentar los ánimos y sacar partido del asunto. A aprovecharse de los trenes baratos y después, cuando viene la factura, elevar a general y colectiva la categoría particular de la bofetada.
Hay países, conjuntos de naciones y lenguas, que se formaron por acuerdos pacíficos y educadas solicitudes de adhesión, pero son los menos. A casi todos nos hicieron con la guerra y con la sangre, y quien lo niegue es un cantamañanas y un perfecto imbécil. En cuanto a España, aquí nadie puede alardear ya de más oprimido que otros: a todos nos arrasaron alguna vez el pueblo o la ciudad, un recaudador de impuestos nos quitó la cosecha, un moro, un cristiano, un soldado del rey nos degolló al abuelo, un guardia civil nos dio culatazos y un vecino guerrillero, republicano, monárquico, carlista, liberal, falangista o lo que sea, nos fusiló a otro. Pero todo eso, en 1994, ya no es malo ni es bueno. Sólo es Historia. Hacer con ella encaje de bolillos, tocar a rebato, desenterrar fantasmas para que vayan a las urnas en nombre de uno, no es un inocuo ejercicio de habilidad política. Es una peligrosa manipulación, y es una golfería.
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