Moscas, publicada en la editorial Pepitas de Calabaza en 2018, es una novela dura que habla de corrupción, periodismo, cloacas, violencia, política… Vamos, muy española. Parece que las noticias actuales la mantienen a flote y no dejan que esos temas queden anticuados. Su autor, Agustín Pery, sabe de lo que habla. Nacido en Cádiz en 1971, estudió Ciencias de la Información y durante 23 años trabajó en el periódico El Mundo, donde ocupó diferentes puestos. En 2007 fue nombrado director de El Mundo / El Día de Baleares y hasta 2013 destapó junto a su equipo varios de los escándalos de corrupción política más relevantes en la historia de Mallorca. Actualmente, Agustín Pery es el director adjunto de ABC.
—Perfecto, a tus órdenes. Sin destripar demasiado, puedo decirte que tenía ganas de averiguar un poco más sobre la vida de Altolaguirre, que es el protagonista de la primera historia. Como soy de flashazos, un día, caminando con mi mujer, saqué un papel, me apunté una idea, y de aquel nudo he ido desenredando una historia en marcha atrás. Yo quería contar la vida de un policía nacional, un euskaldún, con una novia euskaldún en los años 90, los duros años de plomo, y lo trágico que puede llegar a ser tratar de trabajar y sobrevivir en ese momento y ese lugar, donde los policías no solo eran los enemigos, sino que eran los txakurras; los perros.
—¿Podemos conocer el título de esa flamante novela?
—Claro, se titula Txalaparta, que es un instrumento musical típico vasco-navarro compuesto de dos o tres tablones de madera puestos en horizontal y golpeados con unas baquetas en horizontal también, que siempre se tocan de dos en dos. Es, como puedes imaginar, un instrumento muy telúrico, muy primitivo, con un sonido muy seco. Yo lo traslado a la imagen de lo que es Altolaguirre, el poli protagonista, para su mujer: ella es el tablón, la txalaparta, donde él golpea constantemente.
—¿Quién edita esta vez?
—Edita, supongo (y espero), Pepitas de Calabaza. Ya cometieron el error de editar mi primera novela, Moscas, y por lo visto están deseando ser reincidentes (risas).
—¿Cómo nace en un periodista como tú (con la velocidad de la redacción en las venas) las ganas, el tiempo y la paciencia para sentarse a escribir?
—Las ganas me fueron inducidas, porque después de veintidós felices años en el diario El Mundo, acababa de dejar el periodismo por un tiempo. Tras el grave diagnóstico de una enfermedad, que en una primera fase me había paralizado el lado izquierdo del cuerpo (el derecho era imposible por una cuestión de ideología) (¡risas!), tuve que quedarme en casa, donde me sentía como un auténtico extraño, sin poder hacer nada. Yo ahora podría decirte que mi mujer me sugirió que me pusiera a escribir, pero no es verdad: ella me dio una orden tajante. Y entonces, como hago casi siempre, obedecí, claro. De aquellos meses de angustia, espera y tiempo de escritura, nació la novela Moscas.
—Dejas la dirección de El Mundo en Mallorca y cambias de ciudad y casi de vida. ¿Escribir como refugio o como venganza?
—Escribir como terapia. Esta novela me llenó las horas peores, cuando le daba vueltas a la cabeza y pensaba que iba a morir. La escritura me vino muy bien para la salud, y de hecho aquí estoy, pero también fue terapéutica en un sentido profesional: yo volví asqueado de aquel tiempo en el que estuve dirigiendo el diario El Mundo en Baleares, trabajando junto a un magnífico equipo, en unos años duros de denuncias de corrupción y destape de casos repugnantes. Todo aquello me había hecho ser desconfiado, sospechar de todos, hasta de mis amigos, y yo nunca había sido así. Por eso, al sentarme a escribir usé la novela para vomitar toda la mierda que yo mismo tenía encima acumulada durante aquellos siete años de desconfianzas, sospechas, traiciones e investigación.
—Ajustaste algunas cuentas.
—No exactamente. Creo que Moscas encierra una enseñanza aprendida en aquellos años, y es que la corrupción es la metástasis del alma y corrompe a todos los que están a su alrededor. Lo salpica todo, pues los corruptos lo son por acción y omisión. Mallorca es un lugar demasiado pequeño, donde hay un dicho elocuente: “No critiques a nadie en el desayuno, porque te lo puedes encontrar en el almuerzo”. Veías que incluso a aquellos más cercanos a los que apreciabas y aún aprecias les había salpicado todo aquello, y aun así lo justificaban.
—¿Te has arrepentido en algún momento?
—Creo que hicimos un gran trabajo tratando de iluminar las zonas oscuras de esa isla, un gran trabajo y un gran servicio a la democracia, y creo también que no se recompensó a quien lo merecía: todos esos periodistas que se partieron la cara por sacar adelante informaciones delicadas sabiendo que mucha culpa de los EREs que afectaron después al periódico fue una venganza contra esa verdad: nos retiraron la publicidad con la que el periódico se sustentaba, nos asfixiaron, nos multaron, nos intentaron cerrar la rotativa, y aquellos periodistas, jóvenes o veteranos, siguieron adelante; investigaron y publicaron hasta el final porque ese era su trabajo, y ahí está en letra impresa, en las hemerotecas, aquel enorme esfuerzo.
—En Moscas no dejas títere con cabeza: hasta el supuesto héroe termina salpicado de corrupción.
—Totalmente, chapotea en la mierda, como todos. Insisto, yo no pretendo enseñar nada a nadie ni dar lecciones, pero si la novela puede servir para algo aparte de para pasar un ratito entretenido es precisamente para que el lector se dé cuenta de que no debe preguntarse por qué se publica algo, sino plantearse si aquello que se publica es verdad o no lo es.
—¿Crees que la literatura es capaz de despertar conciencias?
—Hombre, a mí toda la literatura me hace pensar, me lleva, por el camino del disfrute, a la reflexión.
—¿Qué estás leyendo ahora (entiendo que en los ratos en los que la redacción de ABC y la novela te lo permiten)?
—Pues acabo de terminar tres novelas diferentes y magníficas de tres buenos amigos que son tres inmensos “cabronazos” (a los que escriben bien los llamo “cabronazos” sencillamente porque los envidio): Pedro Simón, Antonio Lucas y Manuel Jabois. Ahora estoy leyendo el libro de un periodista que no es amigo, pero es otro inmenso “cabronazo”, John Lee Anderson y su crónica de la caída de Bagdad, que me genera una envidia tan grande que le deseo lo peor. O sea que sí; en mi caso no es que la literatura despierte conciencias, sino que despierta mi mala conciencia. (risas)
—¿Se puede hablar de temas tan conflictivos con más libertad en una novela que en un periódico?
—Al final un periódico tiene que contar cosas, y siempre generas reacciones, buenas o malas. Un periodista no debe pensar a priori en eso, sino simplemente hacer su trabajo y contar, o como decía García, “ser notario de la realidad”.
—Jorge Fernández Díaz, periodista y novelista argentino, me dijo en una entrevista que él usaba la literatura para traspasar las fronteras del periodismo. ¿Y tú?
—No, yo soy un periodista que intermitentemente es escritor (la palabra «novelista» me resulta demasiado grande para lo que yo hago). Realmente no tengo esa sensación de tener que cruzar límites. Fíjate, yo fui un mal alumno de un grandísimo profesor, Miguel Ángel Mellado, que en la redacción, cuando nos poníamos todos estupendos, sentenciaba: «De escritores están las tumbas llenas. Menos literatura y más oficio». A mí el periodismo me ha permitido contar y hacer que otros cuenten todo lo que nos ha dado la gana, siempre desde nuestra subjetiva honestidad, claro.
—¿Un periodista de raza es el que no se calla?
—Es el que no se plantea callarse, el que se hace preguntas y trata de encontrar las respuestas, le gusten o no. Es que el único patrimonio que tiene un periodista es la credibilidad, así que si la pierdes estás muerto para esta profesión. Lo que pasa es que ahora la situación es muy cruda, pues en redes sociales la exposición es masiva, peligrosa e incontrolable.
—Para un periodista que no se calla, ¿hay más futuro en el periodismo actual en España o en la literatura?
—Uf. Pues lo que sé es que yo no podría ejercer el periodismo si tratara de mentir, engañar o trampear. Mi única aspiración en ese sentido es dormir tranquilo. Yo duermo poco, pero lo que duermo lo duermo bien.
—¿Hay mucho periodismo en tu novela Moscas?
—Sí, hay mucho periodismo subyacente, claro. Pero por la sencilla razón de que esta novela es consecuencia de los siete años de periodismo en Mallorca, que eran la referencia que yo buscaba, y está escrita sin complejos, construida a tirones con la negrura de una realidad periodística que al volcarse en novela ya ha dejarlo de serlo, pasando a ser ficción.
—¿Es España un escenario propicio para la novela negra?
—Yo creo que sí, y la prueba está en las mesas de novedades. Hay gente que me encanta, que es elegantísima escribiendo, no como yo (risas), como pueda ser Lorenzo Silva y como era Vázquez Montalbán. También hay una novela sórdida, muy negra y muy triste, que fue la que se hizo en el marco de aquella España de finales del franquismo, y que a mí me interesa especialmente.
—El ambiente de la ciudad de Moscas, Palma, es casi siciliano. ¿Licencia poética o naturalismo literario?
—Pues es curioso que me preguntes eso, porque cuando llegué a Mallorca mi segunda o tercera columna de los domingos la terminé diciendo que “Mallorca es Sicilia, pero sin muertos”. Una frase que molestó mucho, pero es que yo creo que el hecho insular y el Mediterráneo hacen que haya un tipo de forma de relacionarse en esta isla que es como la persiana mallorquina; el mallorquín te ve, pero tú a él no. Ese concepto del foraster, del desconfiar de todo aquel que viene de fuera a contar lo nostro es absolutamente novelable en una atmósfera de novela negra.
—Y al final, gracias a Moscas, por fin hay muertos (literarios) en Mallorca.
—Efectivamente; quien lea Moscas sabrá que ahora Mallorca es Sicilia sin carencias, con sus propios muertos.
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