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Adelanto de Hermano de hielo, de Alicia Kopf - Zenda
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Adelanto de Hermano de hielo, de Alicia Kopf

Fragmento de la novela Hermano de hielo, de Alicia Kopf. La historia de una fascinación por el hielo y de una obsesión por los polos de la Tierra, por la historia de la conquista de los centros polares tras las sucesivas expediciones árticas y antárticas de Scott, Amundsen y Shackleton.   El hombre de hielo Mi hermano es...

Fragmento de la novela Hermano de hielo, de Alicia Kopf. La historia de una fascinación por el hielo y de una obsesión por los polos de la Tierra, por la historia de la conquista de los centros polares tras las sucesivas expediciones árticas y antárticas de Scott, Amundsen y Shackleton.

 

El hombre de hielo

Mi hermano es un hombre atrapado en el hielo. Nos ve a través de él. O, más exactamente, en su interior hay una fisura en la que a veces hay hielo. Él está y no está. Se hace más presente durante algunas épocas en las que sus contornos se ven definidos; a veces se sumerge durante un tiempo en algún lugar. Su percepción puede estar a diez mil metros de altura (le gusta observar el paso de los aviones) o, en los períodos en los que el hielo es más grueso, a diez mil metros de profundidad. Además de los aviones, le interesan los trenes, los coches y los animales. Nosotros tomamos las decisiones por él, puesto que aunque a menudo no reconoce su propio cuerpo, este sigue presente.

—¿Debo comer? En su aspecto no hay ningún indicio de lo que le ocurre. A falta de señales externas, se genera cierto extrañamiento en los desconocidos cuando se le acercan y él responde tartamudeando. Por suerte vive en una ciudad pequeña, en el barrio lo conocen y la gente en general cuida de él si se lo encuentra parado, dudando si cruzar o no la calle para ir a tirar la basura, en uno de los pocos momentos del día, si no el único, en los que sale solo.

La discapacidad se suele entender como aquello que impide a un individuo ser autosuficiente y, por lo tanto, tener destrezas por las que los demás —la sociedad— quieran pagar. Aunque viéndolo así, en el sentido económico, muchos nos podríamos incluir en esa categoría. También hay gran cantidad de discapacitados que cobran nóminas muy abultadas; discapacitados emocionales severos, cretinos de distintos niveles que dirigen empresas y países. Así que la discapacidad por uno u otro motivo parece una característica bastante extendida entre la mayor parte de la población, incluida yo misma, si nos atenemos al hecho de que nadie es totalmente independiente y funcional del todo. La diferencia más radical se halla en que la dependencia que implica la discapacidad intelectual o física severas, tal y como se entiende vulgarmente el término, conlleva una vulnerabilidad por parte de quien la sufre y un trabajo constante por parte de los que rodean a la persona afectada: cuidados que proporciona gente cuya labor a menudo no se reconoce, y por lo tanto no se retribuye como debería. Del mismo modo, las funciones que pueden ejercer las personas con supuesta discapacidad no carecen de valor por el mero hecho de no ser remuneradas.

Visto esto, puedo decir entonces que mi hermano tiene otras capacidades y ejerce otras ocupaciones: controlador aéreo freelance, observador atento de la fauna local, acompañante silencioso pero presente.

—¿Qué tal? —le pregunto.

—Bienmuybien. (Lo dice todo junto, es lo que suele responder.)

M tiene un catálogo de respuestas que le ayudan a afrontar las situaciones sociales. Es así como ha aprendido a integrarse en el mundo de los demás, un mundo al que se ha adaptado como un extranjero en un país lejano y de idioma extraño. Sabe que si todo el mundo se ríe, él tiene que reírse, y que si todo el mundo está serio, hay que estarlo también. Sólo interrumpe las conversaciones para preguntar las cosas que le son urgentes y básicas, cosas que repite cada día a la misma hora:

—¿Voy al baño? —Justo antes de las comidas.

—¿Bebo agua? —En la mesa, antes de comer.

Tener un hijo así, no nos engañemos, es duro para mi madre aunque ella nunca se queje. Pese a que el origen del problema es incierto, creo que a veces se siente culpable. Entre los dos, ella y mi hermano, que ahora ya es mayor y peludo pero conserva la candidez de la infancia en la mirada, se ha generado una cierta interdependencia. Desde que se separó de mi padre, ya hace más de veinte años, no ha tenido ninguna relación seria. Así pues, mi madre es una exploradora polar, y arrastra a mi hermano en su trineo.

De pequeño aún no se sabía qué le pasaba; en el parvulario sólo lo veían algo retrasado en el aprendizaje con respecto a sus compañeros. Sus dificultades se fueron revelando progresivamente a medida que aumentaba la exigencia escolar. Con mucha ayuda y empeño de mi madre consiguió acabar la primaria en la escuela pública del barrio, la misma a la que asistí yo, después de repetir dos cursos. Cuando la terminó, mis padres le buscaron distintas ocupaciones en un periplo en el que recuerdo a menudo a mi madre luchando para que le aceptaran en una u otra actividad o taller manual. Los cursos favoritos de mi hermano eran los de cerámica, de los que aún conservamos bonitos jarrones y figuras en casa; si le dan instrucciones claras, M es un artista meticuloso, que refleja su mundo desde la perspectiva arcaica que se traslada a todo aquello que hace. No habiendo aún ningún diagnóstico que pudiera darle carnet de entrada a centros especializados, centros que por otra parte escaseaban, y a los que al principio mis padres se negaban a llevarle por la dificultad para aceptar la situación, fue de un sitio a otro hasta que entró en una fundación para trabajadores con discapacidad intelectual donde se lavan coches y se realizan tareas de jardinería y limpieza de calles. Le recuerdo durante toda mi adolescencia con su uniforme, un mono verde, saliendo muy pronto por la mañana en bicicleta hacia la fundación. Al cabo de unos años le resultó difícil seguir adaptándose a las exigencias de un trabajo retribuido donde su tutor tenía que tomar muchas decisiones por él, así como respetar sus tiempos —mi hermano puede tardar una hora en salir del baño si nadie lo avisa—, y eso en un lugar concurrido puede generar problemas. Más tarde el médico encontró un remedio: un reloj de cocina que suena al cabo de cinco minutos y al que llamamos Manolo. A mi hermano ese aviso le permite desencallar su estado temporal de congelación y volver a la normalidad.

Después de unos años, y no sin gran pesar de mis padres, que tuvieron que aceptar que M no podía realizar ya una actividad laboral adaptada, pasó al taller de día de la misma fundación, donde se llevan a cabo manualidades y distintas actividades de carácter terapéutico, exentas del matiz laboral.

Desconocemos el origen de lo que le pasa, si se debe a una complicación en el parto —lo sacaron con ventosa, ¿le faltó oxígeno?— o si se trata de algo genético. Esta posibilidad me angustia por si el día de mañana quiero tener hijos. No hay constancia de ningún otro caso en la familia. Algunas investigaciones dicen que el aumento del autismo en los años sesenta y setenta se puede relacionar con el uso de fertilizantes, pero es posible que ese aumento se deba simplemente a que fue entonces cuando se empezó a diagnosticar. Los estudios sobre el tema no dejan nada claro, y los médicos saben muy poco. Hay casos de gemelos genéticamente idénticos criados en el mismo entorno: uno es autista y el otro no. Aún se desconoce la importancia de los factores ambientales o genéticos involucrados, y no hay indicadores biológicos que sirvan para detectar la presencia de este trastorno durante el embarazo. Eso me ha hecho desconfiar de la ciencia: durante años los médicos han dado nombres distintos a mi hermano, dependiendo de la moda patológica del momento. Primero fue borderline, de borderline pasó a Asperger, de Asperger a autista, y ahora, como este problema engloba casos tan distintos, se lo llama «trastorno del espectro autista» (tea). Esta etiqueta tan vaga me parece un camino de vuelta a la indefinición; las diferencias de comportamiento y de aspecto entre los distintos casos son tan grandes que unos y otros suelen tener poco en común.

Así pues, cuando llegué al mundo él ya estaba ahí, y durante muchos años fue un enigma, una cosa sin nombre. A mi hermano mayor lo diagnosticaron cuando tenía treinta años. Agradecí poder dar nombre a eso, aunque no fuera el más acertado. Creo que desde entonces he podido hablar más de ello. Es muy importante que las cosas tengan nombre, si no, no existen.

Que el nombre hace la cosa es muy cierto.

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Autor: Alicia Kopf. Título: Hermano de hielo. Editorial: Alpha Decay. Edición: Papel

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