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Adaptaciones europeas setenteras (II): La vida privada de Sherlock Homes
Adaptaciones europeas setenteras (II): La vida privada de Sherlock Homes
En esta serie de artículos reseño algunas de las películas más representativas, adaptaciones europeas de los años setenta. Traslaciones al cine de obras literarias de autores como L. P. Hartley, Arthur Conan Doyle o Anthony Burgess. Por supuesto, cada selección es subjetiva y arbitraria. No obstante, con ella, trato de dibujar un panorama amplio en el...
En esta serie de artículos reseño algunas de las películas más representativas, adaptaciones europeas de los años setenta. Traslaciones al cine de obras literarias de autores como L. P. Hartley, Arthur Conan Doyle o Anthony Burgess. Por supuesto, cada selección es subjetiva y arbitraria. No obstante, con ella, trato de dibujar un panorama amplio en el que se ve cómo escritores de épocas, estilos y ámbitos lingüísticos muy distintos han sido adaptados al cine de formas tan diversas como incluso antagónicas, en función de las poderosas personalidades de los cineastas que los han adaptado (en la mayor parte de casos siendo directores-guionistas): Losey, Wilder, Kubrick, Hitchcock, Mankiewicz o Fassbinder.
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(The Private Life of Sherlock Holmes, 1970)
“Watson, en el umbral mismo tropezamos con una mentira, con una mentira de muchísimo bulto, rotunda, impertinente y terminante. Y esa mentira constituye nuestro punto de arranque.”
(«El valle del terror», Sir Arthur Conan Doyle, 1859-1930)
El Dr. Warson (Colin Blakely) rememora uno de sus casos más difíciles al lado de su amigo y maestro, el célebre detective privado londinense Sherlock Holmes (Robert Stephens). Tras un prólogo a cerca de un caso que afecta al ballet ruso en la que la estrella es la bailarina Madame Petrova, diva insoportable, y que acaba con Holmes y Watson travestidos, tiene lugar la trama central: una mujer hermosa de acento francés que se hace llamar Gabrielle Valadon acude al piso de Sherlock Holmes. Solicita su ayuda porque su marido ha desaparecido. Las investigaciones de Holmes y Watson les conducen a unos cajones de canarios amarillos que viajan rumbo a Escocia. Allí descubrirán la existencia de una sociedad secreta, la intervención del hermano de Sherlock, Mycroft Holmes, al servicio de la mismísima Reina de Inglaterra, la aparición del Monstruo del Lago Ness, un complot internacional de Alemania contra el Imperio Británico, etc. Holmes irá desentrañando todos los misterios, hasta descubrir, muy a su pesar, que la inocente Gabrielle Valadon, de la que se ha enamorado, es una espía alemana llamada Ilse von Hoffmannsthal.
"No se trata de una adaptación más, de una película cualquiera sobre el famoso detective privado de Oxford Street"
Uno no sabe qué tienen las películas de Wilder que no tengan las de otros directores del Hollywood clásico, pero ese algo impreciso, lo tienen. Y en cantidad. Y ese toque genial, que tenían Lubitsch, Lang o Tourneur, esa capacidad indescriptible (en el sentido de que no podemos describirla mediante el lenguaje escrito, más bien es un sentimiento o una sensación) de trascender al género en el que inscriben sus historias está presente en The Private Lives of Sherlock Holmes en su máxima expresión. Lo que afirmo pudiera parecer voluntad de boutade, de aparentar, de epatar al lector con la rareza, con el gusto minoritario o la expresión a contracorriente, pudiera creerse que se busca ánimo de pretenciosa originalidad, pero no es ese nuestro caso: considero The Private Lives of Sherlock Holmes la mejor película de Wilder (que es decir mucho), y empleo el calificativo ponderativo ‘mejor’ siendo plenamente consciente de su sentido, el que indica que ésta es la obra de su filmografía más acabada, mejor realizada, desde una perspectiva formal, técnica, de guión y de puesta en escena. Dicho de otro modo, es la que menos errores tiene, o mejor aún, la que no tiene apenas ninguno.
Cuando uno vuelve a ver The Private Lives of Sherlock Holmes en seguida observa, a poco que preste una mínima atención, que no se trata de una adaptación más, de una película cualquiera sobre el famoso detective privado de Oxford Street. Incluso al actual espectador no cinéfilo, aunque ni siquiera hubiese escuchado jamás el nombre de Billy Wilder (algo no tan de extrañar entre los espectadores jóvenes, nacidos cuando el genio austriaco ya estaba retirado del cine) detectaría un acercamiento inusual a Sherlock Holmes. Tras haber leído y releído todas las historias escritas por ese médico escocés metido a escritor profesional, Arthur Conan Doyle (1859-1930), cuyo interés estrictamente literario, al margen de su enorme popularidad, no ha parado de crecer, he recordado y subrayado una frase de Holmes extraída de una de sus más gratificantes historias, al tiempo que más inusual (casi tanto como la película de Wilder), me refiero a “El valle del terror”: «Watson, en el umbral mismo tropezamos con una mentira, con una mentira de muchísimo bulto, rotunda, impertinente y terminante. Y esa mentira constituye nuestro punto de arranque.» Pareciera que Billy Wilder y su fenomenal guionista I.A.L. Diamond (sus aportaciones a la narrativa cinematográfica clásica aún no se han estudiado en profundidad en el campo del análisis fílmico en español, precisamente por haber vivido siempre a la sombra del genio, de Wilder) hubiesen releído esta frase de Sherlock Holmes a la hora de buscar el punto de partida, el sustrato, la esencia y el final de su particular y magistral adaptación del célebre personaje surgido de la inspirada pluma de Conan Doyle. The Private Live of Sherlock Holmes no parte de ninguna novela o relato concreto del insigne escritor inglés, pero bebe de su fuente filosófica, metafísica casi, como ninguna otra película ha logrado hacerlo nunca. Al margen de la trama del film —por otra parte notabilísima— pervive la audacia de su agudo punto de vista. El analista Claudius Seidl corrobora mi impresión cuando, en 1981, ya escribe: “En esta película Wilder ponía de manifiesto de forma cruel que toda historia común, con principio, clímax y happy end, es en el fondo una mentira (Billy Wilder, Cátedra, Madrid, 1994).”
Lo cual une a Wilder con Conan Doyle mucho más de lo que, a simple vista, pudiera parecer. Casi todos los grandes films de Wilder parten de esta premisa moral y argumental —El gran carnaval, Sabrina, La tentación vive arriba, Testigo de cargo, El apartamento, Irma la dulce, En bandeja de plata o Bésame tonto—, de hecho, la mentira será el eje sobre el que construirá sus tres siguientes films: ¿Qué pasó entre tu padre y mi madre? (Avanti, obra que, como la que nos ocupa, también amo profundamente), la popular Primera plana y la infravalorada Fedora. Si los realizadores británicos o estadounidenses se limitaron a plasmar, con mayor o menor fortuna, las elaboradas tramas detectivescas de Holmes, Wilder buscó un enfoque más personal, el de la vida privada de su protagonista. ¿Cómo era Holmes, su personalidad, su psicología? Un ser amargado, adicto a la heroína (como ese otro gran paisano vienés de Wilder que fue Freud), débil y contradictorio, a la que sólo su sagacidad, valentía e inteligencia, le apartaron de la mediocridad o el fracaso. La visión es personal, pues Holmes es un misógino, como lo fue Wilder.
"¿Cómo era Holmes, su personalidad, su psicología? Un ser amargado, adicto a la heroína"
Siempre que se habla del cine de Wilder en Hollywood se citan palabras como cinismo, corrosivo, acidez, etc., etc., pero ¿cómo no iba a serlo? Wilder no era norteamericano sino europeo. Nació en Sucha, en la región de Galitzia, cuando esta era territorio austrohúngaro, lo había sido ruso y lo fue y sería polaco. Pero la lengua materna de Wilder no era ni el ruso ni el polaco o el yídish, sino el alemán. Afincado en Viena, austriaco nacionalizado estadounidense, Wilder era europeo: se formó en los estudios alemanes UFA como guionista y con el advenimiento del nazismo en 1933 huye de Berlín, debido a su condición de judío, y ese año rueda en París, a partir de un guión propio, su ópera prima, Curvas peligrosas (Mauvaise Graine, codirigida por Alexander Esway), su único film europeo junto a The Private Lives of Sherlock Holmes, una de las pocas obras maestras del cine británico de los años setenta. Wilder contó además con el talento de otros dos centroeuropeos exiliados, el compositor Miklós Rózsa, cuya música es de una maestría superior al de muchos de sus logros (ej. la suite de apertura con el concierto para violín) y los decorados de Alexandre Trauner, a mi entender el mejor director artístico de la Historia del Cine. Basta ver esta grandiosa película para comprobarlo. Conviene visionarla, por tanto, como una obra de madurez, en la que se destila una amargura que sólo un exiliado europeo, casi apátrida, es capaz de desarrollar (piensen en su crítica al nacionalismo, en este caso al británico).
Aunque casi toda su carrera transcurre, como es sabido, en Hollywood, no conviene olvidar los orígenes europeos de Wilder, y aunque este film contó con capital de la United Artists y fue distribuido por la Metro, es británico por sus cuatro costados: el escritor en el que se inspira, los personajes (ingleses o escoceses), la ambientación, lugares de rodaje —Londres y Escocia— y de desarrollo de la acción, actores… se respira aliento british por doquier. El film contiene hallazgos en cada plano, derrocha una inventiva portentosa en cada secuencia, a cada cual más misteriosa e inquietante: la mujer de la jaula de canarios, el ballet ruso, Holmes tocando melancólico su violín, la idea de crearle a Holmes (Robert Stephens) un hermano, Mycroft (un Christopher Lee único), los enanos escondidos que pasan junto a una tumba y teledirigen un submarino desde un lago subterráneo escocés, la reina Victoria, los espías disfrazados de monjes gregorianos cuyas figuras se recortan en el horizonte…
"La sombrilla de seda blanca se abre y se cierra, mandando su último mensaje a Holmes, que la mira desde los cristales traslúcidos de su ventana"
Y por encima de todo, la historia amorosa entre el detective y la bella Gabrielle Valadon (una Geneviève Page que nunca ha estado más bella y seductora), a la que Holmes descubre cuando es ella quien cree que le ha ganado la partida. No la partida, sí el corazón. Cuando Holmes ve que Gabrielle Valadon se comunica con su parasol con los monjes-espía mediante el código Morse, descubre que es una espía alemana, y en seguida se da cuenta que en realidad es la mujer llamada Ilse von Hoffmannsthal, suerte de Mata-Hari inventada. Esto lo sume en la melancolía y el desaliento. La única mujer de la que se ha enamorado, la única que ha estado a la altura de su elevado intelecto, no es quien dice ser. Y Holmes es, ante todo, un patriota. (Para un apátrida como Wilder, como cualquier hebreo de la diáspora, el hecho de que el amor y el nacionalismo sean conceptos antagónicos es un factor decisivo que los espectadores nacionalistas no han visto o no han querido ver.) La despedida de su amada, detenida, abriendo tres veces su sombrilla blanca desde el carruaje que se aleja por el oscuro verdor del sendero al atardecer, para que Holmes interprete su mensaje Morse amoroso, es, quizá, el final más triste, el más amargo que uno recuerda. La sombrilla de seda blanca se abre y se cierra, mandando su último mensaje a Holmes, que la mira desde los cristales traslúcidos de su ventana ante la mirada de asombro e incomprensión de su amigo Watson (su rol es de especie de Sancho Panza).
En el epílogo, Holmes y Watson en feliz y modélica tranquilidad doméstica (casi como un matrimonio, lo que alude al camuflado y sutil mensaje homosexual), reciben una carta de su hermano Mycroft (empleado del Ministerio de Asuntos Exteriores) en su domicilio de Baker Street. En ella Watson, lee en voz alta que la espía Ilse von Hoffmannsthal, a la que, recordémoslo, conocieron como Gabrielle Valadon, ha sido ejecutada al ser descubierta por el ejército japonés. Mycroft añade un comentario que resume todo el amor que hubo entre ellos, y funciona como genial gancho sentimental de guión: Ilse vivía en Japón bajo la identidad falsa de Mrs. Ashdown, nombre ficticio que la bellísima alemana había empleado durante su estancia en Escocia como falsa esposa de Sherlock Holmes. Al escuchar esto, el detective, destrozado y hundido, llama a Watson y solicita sus jeringuillas, gomas y demás utensilios, pues sabe que volverá a su única y letal adicción: la inyección de heroína.
Incomprendida en su tiempo —nadie fue a verla y los que la vieron no la entendieron o la despreciaron—, la película se erige, cuarenta años más tarde, como la obra más románticamente desgarrada, transgresora, esteticista, tierna, sensible, y personal de la filmografía de Billy Wilder.
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Dirección: Billy Wilder (Sucha, Galitzia, Imperio Austrohúngaro, actualmente Polonia, 1906 – Hollywood, EEUU, 2002). Guión y producción: Billy Wilder, I. A. L. Diamond. Fotografía: Christopher Challis. Música: Miklós Rózsa. Dirección Artística: Alexandre Trauner, Tony Inglis. Montaje: Ernest Walter. Intérpretes: Robert Stephens, Colin Blakely, Irene Handl, Stanley Holloway, Catherine Lacey, Christopher Lee, Geneviève Page, Clive Revill, Tamara Toumanova, Mollie Maureen, Peter Madden, Michael Balfour, James Copeland, Alex McCrindle, John Garrie, Godfrey James, Frank Thornton, Robert Cawdron, Michael Elwyn, Kenneth Benda, Graham Armitage. Nacionalidad: Reino Unido. Duración: 125 minutos. Color.
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Entradas anteriores de la serie Adaptaciones europeas setenteras:
4.8/5
(15 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Diego Moldes
Diego Moldes (Pontevedra, 1977) es escritor –ensayista, novelista, poeta– e historiador de cine.Doctor en Ciencias de la Información (Universidad Complutense), licenciado en Publicidad (Universidad de Vigo), máster on Publishing (Oxford Brookes University) y en Dirección de Fundaciones por el CEU. Fue guionista y presentador televisivo, ejecutivo de marketing y es profesor universitario. Ha publicado 11 libros. Es autor de 21 libretos de DVD y Blu-ray, y coautor de 31 libros colectivos, la mayor parte de Historia del Cine. diegomoldes.com · @DiegoMoldesGonz
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Deseando leerla. No sé por qué la reseña me ha recordado «La tabla de Flandes», esa novela detectivesca, insuperable, que he leído incontables veces. Quizás don Arturo ha vuelto, si es que volver es posible, a esa senda.
Ecaminemosnos pues a navegar en esta nueva aventura.
Juan Manuel Santos González
1 año hace
¿Y no se podría haber evitado el anglicismo calcado del título del artículo? Es que no se trata de un tributo, sino de un homenaje, creo yo. No esperaba que la página de Zenda cayese también en esta contaminación.
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