Hace bastante más de dos milenios que Cicerón escribió esta obra sobre la vejez —con mucha probabilidad a comienzos del año 44 a. C.—, y lo sustancial de su mensaje aún puede leerse con provecho y disfrute. Su visión de esta etapa final de la vida del hombre conlleva una incitación a vivirla y a hacerse consciente de sus muchas posibilidades y ventajas. No es precisamente una visión pesimista, quejumbrosa, ni realista a ultranza, sino más bien optimista, animadora, y un poco ciega —sin duda voluntariamente— ante las innegables dificultades que la ancianidad conlleva. Es, en definitiva, un panegírico de la ancianidad. Cicerón pone como portavoz de todas sus afirmaciones, y como modelo de vejez, a Catón el Viejo (conocido también como Catón el Censor, e incluso Catón el Sabio), que era un hombre rico, rodeado de inmenso prestigio ya en vida y largamente respetado por sus contemporáneos y por la posteridad, y lógicamente un viejo de esas características ofrece por necesidad, apoyado en sí mismo y su circunstancia, una imagen bastante atractiva de la edad senil. La obra se encuadra en el género del diálogo, que tenía sus precedentes ilustres en la literatura griega, sobre todo en el campo de la filosofía. Cicerón le presta a la figura de Catón ciertos rasgos que son específicamente suyos, y de los que sin duda él se enorgullecía: su profunda cultura griega, manifiesta en el conocimiento de aquella literatura y en la plural formación filosófica, que se orientaba con preferencia hacia el estoicismo; su voluntad conciliadora de lo nacional romano con lo griego; su modo de expresarse, lejos de toda brusquedad; su atención a valores estéticos y no puramente económicos y gananciales; de todas esas enunciadas cualidades parece, en efecto, que no andaba tan bien provisto el Catón histórico, aunque, sí, era de notable cultura. Eso además de que Cicerón coincidía con aquel en ciertas coyunturas vitales, como el hecho de ser un homo novus (es decir, un hombre de clase no patricia, que se introduce en el mundo de la política gracias a sus propios méritos personales, con esfuerzo), como el estar vinculado a la citada localidad de Túsculo (patria de Catón, como decimos, y lugar donde Cicerón tenía una célebre casa de campo), como el haber perdido un hijo (un hijo Catón, una hija Cicerón) y estar afectado por ese hondo sufrimiento, o el hecho de ser ya mayor de edad (más el Catón del diálogo, al que se le representa en sus 84 años, que Cicerón, que a la sazón de escribir esta obra tenía 62, como ya hemos dicho) y haber sido, como el Catón real, un hombre de la política y un escritor. Resultado: una evidente idealización del sujeto, en buena medida retocada. Encierra este opúsculo ciceroniano un florilegio de testimonios literarios anteriores tanto griegos como latinos, citados aquí para apoyar las tesis presentadas por el orador y ofrecer de ellas adecuados ejemplos; y para caracterizarlo también como hombre sobradamente culto y leído. La amplia formación filosófica de Cicerón adquiere aquí también cierta relevancia, con predominio de orientación hacia el estoicismo y crítica y un cierto menosprecio del epicureísmo, sobre todo en su versión más groseramente hedonística. El estilo de la obra destaca por el uso abundantísimo de símiles y metáforas. Catón-Cicerón acostumbra a jalonar su argumentación con ilustradoras comparaciones extraídas de los más variados ámbitos. Una de las muestras más notorias del impacto de esta obra en la literatura posterior es el opúsculo de Jakob Grimm con el que ahora se publica.
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