Cuenta Josefa Ros Velasco, al inicio de La enfermedad del aburrimiento (2022), que Leopardi llegó a decir que los dioses crearon el desconsuelo para aliviar el tedio del ser humano. Podría parecernos una exageración si no tuviésemos en cuenta que el tedio al que se refiere Leopardi no es ese aburrimiento pasajero que uno puede sentir, sin consecuencias traumáticas, en una tarde de domingo, en un congreso o en una misa (y eso que Mark Twain dijo que prefería renunciar a la salvación eterna si esta debía parecerse a un largo domingo en el que no hubiese nada más que hacer que contemplar a Dios…). No, el tedio del que los dioses tuvieron a bien redimirnos con el desconsuelo es el aburrimiento cronificado de aquellas personas que no pueden ejercitar sus potencias, y con ellas su vida, por estar enfermas, encerradas, angustiadas o poco estimuladas. Y también el aburrimiento profundo de aquéllas que han acabado sintiendo un cierto cansancio o hastío frente a la vida. Estos dos tipos de aburrimiento sí que nos duelen, y tanto, que preferimos infligirnos todo tipo de tareas, problemas y sufrimientos con tal de dejar de sentirlo. Desde esta perspectiva, el aburrimiento se nos revela como una potencia movilizadora excepcional, a veces constructiva y otras destructiva, y no es extraño que autores como Cioran, Moravia o Blumenberg llegasen a erigirlo en el verdadero motor de la historia. Pero no nos adelantemos, y empecemos la historia desde el principio.
Tras un primer capítulo introductorio, en el que se presenta una muy convincente clasificación de los diferentes tipos de aburrimiento, que acabo de evocar, Josefa Ros Velasco se embarca en un apasionante recorrido por las diferentes declinaciones occidentales del aburrimiento, desde el mundo clásico hasta nuestros días.
Para empezar, la autora presenta las nociones de ocio y aburrimiento en el mundo antiguo. Tal y como apuntó Hannah Arendt, en La condición humana, para los filósofos griegos, el aburrimiento no surgía tanto de la inactividad improductiva, como de la actividad productiva. Al fin y al cabo, en su opinión, las únicas acciones que nos realizan en tanto que seres humanos son las acciones desinteresadas (decir “improductivas” es una concesio que me niego a realizar), esto es, las acciones que tienen el fin en sí mismas, como las políticas, las éticas y las estéticas. En cambio, las acciones productivas, que tenían el fin fuera de sí mismas, y por lo tanto no tenían ningún valor propio, eran propias de los esclavos y las mujeres, que se dedicaban a la producción y la gestión, y de aquellos hombres libres que desatendían el ocio productivo para dedicarse a ta pragmata, esto es, a “los asuntos” (si bien dicho término también significaba, muy significativamente, “los problemas”). De ahí que Platón dijese, en las Leyes (665c), que le aburría mortalmente escuchar a los hombres ricos hablar de “sus asuntos”.
En el siguiente capítulo, Ros Velasco reflexiona sobre la noción de la acedia en el cristianismo medieval. El término “acedia”, del griego akedia, hacía referencia a un estado de apatía en la práctica de la virtud, y se aplicaba especialmente, aunque no exclusivamente, al clero. Más, en el medioevo, se identificó la acedia con el célebre “demonio del mediodía» o «demonio meridiano”, que, en la calurosa y renuente hora de la siesta se le aparecería al monje con el objetivo de hacerle sentir el sinsentido de una vida basada en la represión de sus potencias físicas y espirituales; lo cual le llevaría a idealizar, si no a perseguir, otras formas de vida en las que dichas potencias se viesen ejercitadas. No es extraño que Evagrio Póntico, quien describió la acedia, en su Tratado práctico, como un “disgusto y desánimo en la vida emprendida”, la incluyese, amalgamada con la tristitia, entre los pecados capitales. También Agustín de Hipona consideraba que era necesario combatirla mediante oraciones y ocupaciones constantes. Personalmente, me parece que el célebre dictum pascaliano según el cual toda la desgracia del hombre le viene del hecho de no saber estar sentado y solo en su habitación, entronca directamente con esta tradición monacal, que buscaba que los monjes no abandonasen sus celdas.
Según Ros Velasco, mientras que, en la época medieval, el aburrimiento era presentado, y por lo tanto vivido, como una culpa moral del sujeto, en tanto que incapacidad para aceptar contemplativamente el destino que Dios había elegido para nosotros, en la época moderna esa carga moral fue aliviada en virtud de un desplazamiento hacia el ámbito de la fisiología. En virtud de dicho movimiento, el tedio dejará de ser visto como la culpa del individuo, para pasar a ser concebido como el resultado de una disfunción fisiológica. La teoría hipocrática de los cuatro humores, tan del gusto de la medicina especulativa de la época, permitió el cambio (lo cual parece sugerir que un error puede posibilitar una función emancipadora). Así, aunque Dante e Ignacio de Loyola siguieron dándole cierta importancia a la pareja acedia-tristitia, los humanistas del Renacimiento y el Barroco preferirán la pareja taedium-melancholia, que concebirán, como su etimología indica, a un predominio de la bilis negra. De ahí la monumental Anatomía de la melancolía (1621), de Robert Burton; algunos pasajes de El elogio de la locura (1511) de Erasmo; o el Examen de ingenios (1575), de Huarte de San Juan, que fue tan importante para la composición del Quijote (1605-1615), de Cervantes, que no deja de ser la historia de un hombre desquiciado por el aburrimiento… (De un hombre, y de una clase, puesto que la nobleza había empezado a decaer, no sólo debido al auge económico de la burguesía, sino también a la generalización de las armas de fuego, que habían convertido en un vestigio inútil el viaje arte militar del que había sido depositaria durante toda la Edad Media.) Al final del capítulo, la autora le dedicará unas interesantes páginas a la conceptualización protestante del aburrimiento. Resulta fundamenta aquí la figura de Max Weber, quien, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905), afirmó que la doctrina protestante de la predestinación había llevado a dicha sociedad a considerar que el éxito social, que era a su vez una premisa fundamental del incipiente mundo capitalista, era el único indicio que podía buscarse (si no provocarse) de que un hombre se hallaba en estado de gracia. No es extraño, pues, que el trabajo, esfuerzo u ocupación se erigiese en la mayor de las virtudes, mientras que el deleite, la ociosidad y las formas ostentosas del lujo, propias del feudalismo, fueron considerados pecaminosos. Y así hasta nuestros días, en los que, unidos por el ecumenismo capitalista, todos sentimos una culpa y una vergüenza pseudo-religiosas siempre que perdemos un tiempo que hubiésemos podido dedicar a producir, esto es a “salvarnos”.
En el siguiente capítulo, la autora muestra cómo durante el Romanticismo surgió una especie de mística del tedio, que era concebida como la expresión de un doloroso rechazo del “aburrido” mundo ilustrado y burgués, del que sentían necesario escapar. El tedio se convirtió en una especie de praeparatio o de ascesis a la que el romántico debía entregarse con el objetivo de acumular la rabia y la energía necesarias para animarse a romper con aquel estado de inautenticidad. El primer Goethe, Alfred de Musset, Tieck, Chateaubriand, Baudelaire o Rimbaud son algunos de los grandes santos de la enfermedad romántica del aburrimiento. Por su parte, Madame Bovary, de Gustave Flaubert, constituye la gran epopeya del tedio romántico. Lo cierto es que, en el siglo XIX literario, se produjo una verdadera epidemia de spleen, ennui o tedio específicamente femenina. Escritoras como Madame de Staël, George Sand, Louisa May Alcott, Jane Austen o las hermanas Brönte le dedicaron innumerables páginas al aburrimiento femenino. Y digo “femenino” porque la infrautilización de las potencias primarias era mucho mayor entre las mujeres de la época, de modo que su aburrimiento debía ser mucho más profundo e irritante.
En la época contemporánea se generalizará un tipo de aburrimiento específico, un tanto paradójico, puesto que no surge de un exceso de tiempo vacante, sino, antes bien, de la carencia de tiempo libre. Recordemos nuevamente que el aburrimiento es perfectamente compatible con el trabajo. Las prisas, las repeticiones y las presiones no liberan al trabajador del aburrimiento, sino que lo transforman en un aburrimiento crónico y profundo, que es una de las características de la miseria moral proletaria. Recordemos que, para Marx, el trabajador alienado “no se afirma en su trabajo, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu”. Todo lo cual le llevaría a buscar esa felicidad fallida en su tiempo libre, bajo la forma de “la comida, la bebida o el engendramiento”, a lo que se sumará, con el tiempo, el mero entretenimiento. El problema es que, en ese tipo de acciones, el trabajador tampoco ejercita sus potencias primarias. Lo que acabará dando lugar a un nuevo tipo de aburrimiento ocioso, masivo, hiperactivo y ciego, y por lo tanto impotente, que tiene mucho de tristeza spinoziana. De ahí la necesidad de crear una industria del entretenimiento que evite que la gente se aburra. Se trata de impedir que el demonio meridiano visite al obrero, trabajador o precario capitalista (aunque es probable que la URSS también combatiese el aburrimiento de los trabajadores de formas similares) y lo tentase a abandonar su puesto laboral y social, igual que siglos antes tentaba al monje para que abandonase su celda. Al fin y al cabo, el aburrimiento puede dar lugar a comportamientos autodestructivos, fantasías de autoafirmación, deseos de cambio o conatos de acción que pueden resultar peligrosos para el orden general. De ahí, quizá, el esfuerzo por patologizar, individualizar, despolitizar y entretener el aburrimiento. Por ejemplo con internet o las plataformas. Además, el auge de estudios psicológicos sobre la conciencia, la conducta y los desórdenes de la personalidad llevaron a dirigir hacia el sujeto los esfuerzos por entender el aburrimiento. Desde entonces, será el sujeto el que se aburra, independientemente de su contexto cultural, social y económico. Según Ros Velasco, “ha sido a partir del siglo XX cuando la medicina le ganó la batalla a las humanidades en lo que respecta al aburrimiento, borrando casi por completo la historia precedente”, hasta el punto de que, hoy en día, “la comprensión del aburrimiento se ha adscrito definitivamente a la disciplina sanitaria.” (175).
En los últimos capítulos, la autora retoma la fenomenología del aburrimiento que Heidegger realizó en su curso Los conceptos fundamentales de la metafísica (1929-1930), y, siguiendo una metodología afín, realiza interesantes reflexiones acerca del aburrimiento en las residencias de ancianos; el aburrimiento en los animales o el aburrimiento en las trincheras. Destaco en particular sus reflexiones acerca del papel del aburrimiento en la historia, en la línea de Cioran y Moravia, que vieron en el aburrimiento el motor de la historia, por delante del progreso, la evolución biológica o el dinamismo económico. Coincide con ellos Blumenberg, quien llegó a afirmar, en Descripción del ser humano, que el aburrimiento surge de una sobreadaptación que dejaría nuestras potencias sin usar, provocando una cierta atrofia de los mecanismos adaptativos que nos mantienen con vida. La función del aburrimiento sería, pues, forzarnos a buscar un nuevo entorno en el que nuestras potencias tuviesen que esforzarse más, manteniendo de ese modo la máquina bien engrasada.
Por todo ello me parece que el aburrimiento forma parte, junto a otros sentimientos y sensaciones, un complejo sistema de información y motivación. De un lado la alegría, el placer o el orgullo nos informarían de que está sucediendo algo positivo para nuestro ser, y nos instarían a continuar por ese camino. Del otro, el aburrimiento, el miedo o el dolor nos informarían de que está sucediendo algo perjudicial, y nos instarían a salirnos de él. El aburrimiento es, pues, un síntoma, que debe ser atendido mediante la acción. Y así como la tristeza que no es superada mediante el duelo se degrada en melancolía (Freud dixit), el aburrimiento que no es catalizado por la acción, decae en hastío, y acaba produciendo todo tipo de trastornos, como la frustración, la ira, la depresión, la ansiedad o la autodestrucción.
Claro que la posibilidad de superar el aburrimiento mediante la acción no depende siempre del individuo, sino, en demasiadas ocasiones, de contextos sociales, económicos y culturales. Pensemos, por ejemplo, en el aburrimiento de las mujeres en el seno de aquellas culturas que les prohíben poner en juego sus potencias; en el de los migrantes, que languidecen durante meses o años en campos de refugiados; o en el de aquellas personas que no han gozado de las condiciones educativas o económicas que les permitiesen canalizar su inteligencia, sensibilidad o empuje. En todas esas situaciones, el individuo no es directamente culpable de su aburrimiento, y la lucha contra éste debería pasar por algún tipo de reforma política. Cabe imaginar, con Spinoza, que el poder también podría estar interesado en recurrir a la “pasión triste” del aburrimiento, con el objetivo de someternos de una forma más disimulada e íntima. El consumo compulsivo, el alcoholaborismo (término que me acabo de inventar), la adicción a las pantallas, la depresión o la ansiedad serían mecanismos de sobrecompensación de un aburrimiento perfectamente armónico con los modos de sumisión propios del tardocapitalismo. Dicho estado resulta perfectamente compatible con nuestra hiperactividad, puesto que el aburrimiento profundo surge de la infrautilización global de nuestras potencias primarias (intelectuales, políticas, existenciales, estéticas), que sólo puede ser superficialmente ocultado por la sobreutilización de algunas potencias secundarias (fundamentalmente productivas), y con la fuerza analgésica de la cultura del entretenimiento.
Por todas estas razones, La enfermedad del aburrimiento, de Josefa Ros Velasco, me parece un libro esencial y urgente, no sólo para comprender nuestro tiempo, sino también para tratar de cambiarlo. Porque estamos aburridos de estar aburridos.
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Autora: Josefa Ros Velasco. Título: La enfermedad del aburrimiento. Editorial: Alianza. Venta: Todostuslibros.
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