En una residencia de ancianos en la que se ha formado un club de lectura pasa sus últimos días en asilo voluntario un escritor de escaso éxito en otra época. El anuncio de una visita importante para supervisar la próxima lectura desestabilizará la apacible existencia
Lo imagino como el vigía de un buque imaginado.
Lo imaginé como un hombre que subió a las cofas de mil barcos encantados, para, desde allí, cantar a las estrellas y a los estrellados, a los hombres grises, a los que habitan el Olimpo reservado a los elegidos y a todos los ingenios que la vida se atreviera a exponer a su mirada.
Encaramado en las más altas columnas, hombre hecho de tiempos antiguos y modernos, por medios tradicionales o mecánicos hacía subir hasta lo más alto libros y amigos, textos y teorías, músicas y poemas.
Hizo frente a todo; valerosamente; o, por así decirlo, solo a casi todo.
Tanto en el mar como en la tierra, en su casa, en un despacho o en el aire libre su trabajo fue siempre interesante.
Heredero de las viejas tradiciones de egipcios, babilonios, griegos y romanos elaboró teorías y criterios con la impronta del momento. Sabía que la mayor seducción está en lo nuevo, en lo actual.
Escribió libros; curó a sus amigos; advirtió a los hombres de los bajíos y los escollos que deben ser evitados.
Subido en sus zancos gigantescos, desde la amanecida hasta la puesta del sol de cada día, montaba guardia sobre el mundo, soñando, pensando, dándose a la meditación; sí, pero vertiginosamente.
Siempre estaba allí, de pie como una garza, perdido en la inmensidad completa de la tierra, agitado por los vientos que fluían por su mente.
Apostado en lo más alto, el tope de su imaginación le era desconocido. Fue el inventor de sus mundos, y no tuvo los reparos de la falsa modestia. Puso los nombres a todo lo que fue capaz de crear.
Su conciencia, azul, roja, profunda, insondable, penetraba la humanidad luxada, la naturaleza torcida, y cualquier objeto extraño, bello o resbaladizo, para, después de haberlo penetrado, ofrecer generosamente las claves del universo interpretado.
Hubo mucha vida en él, tomada del mar y de la tierra, aprendida de las mujeres y de los hombres, imaginada en los sueños y en las inescrutables mareas de la vida.
Lo imagino, como a Simón Estilita, subido en lo más alto de una columna de piedra erigida en el centro de un desierto, mirando al mundo vacío, llenándolo de vida, trazando en la arena impoluta caminos insospechados para hombres insospechados.
Lo imagino en lo más alto de la cofa, cruzando y descruzando el mar, yendo y viniendo desde una a otra orilla.
Desde allí, desde tan cerca del carajo, aquel nido de grajos que había encima de su cabeza, metafóricamente envió a todos al carajo, a esa metáfora de la vida que parece el mundo de los hombres, a ese simulacro de mundo en que se suele convertir la vida de aquellos que, cuando envejecen, se reúnen para morir en los umbrales del infierno. O en los campos aledaños, que no son más que la prolongación del territorio baldío del asilo.
Si la vida suele ser ondulante, y diversa, y multiforme, y contradictoria, en el asilo, donde la decrepitud domina, qué otra cosa cabe que convertir en circo lo que pronto ha de ser infierno, qué otra cosa que hacer que antes de cruzar el umbral de la muerte, la vida sea, metafóricamente, como en la huerta de Juan Fernández.
El circo nunca se para.
Desde arriba, desde la cofa, el gaviero observa el mundo que subyace.
Ve que, como un residente más, hay un escritor desconocido por el que todos sienten admiración.
¿No es eso una parte de la vida?
Ve como el director pide asesoramiento al hombre que escribe.
¿No es eso la literatura?
Ve como los hombres grises idolatran al autor que desconocen.
¿No es eso lo que un escritor desea?
Ve un club de lectura en el que se lee siempre el mismo libro.
¿No es eso la mala literatura?
Ve una organización que, falsamente, pretende proteger al bardo.
¿No son eso las grandes editoriales?
Ve cómo se organiza un acto para celebrar el éxito de un libro.
¿No son eso las presentaciones de los escritores más reconocidos?
Ve, finalmente, a un residente que recibe cartas de cientos de admiradores.
¿No es eso una metáfora del abandono que padecen los habitantes del asilo?
Ve también que un tal Sordini puede ser Sortini, o viceversa, y que, tanto si están vivos como muertos, un perro puede ser su propio dueño y a la vez el dueño del perro dueño de la voz del perro.
¿No es eso la Huerta de Juan Fernández, o el mundo, o la vida, no es eso lo que hacemos, ¡carajo!
Desde arriba, desde la cofa, el gaviero escudriña un espacio en el que se suceden las horas sombrías y los días luminosos, un territorio en el que inusitadas islas flotantes conforman un archipiélago inusitado, un ámbito en el que confluyen departamentos sombríos, tántalos suplicantes, sombras confundidas, sonámbulos, divagantes, vidas y almas agitadas.
Desde allí ve que la vida es una confusión clara y evidente, que el mundo está compuesto por la excentricidad de los instantes que se encadenan para transmitir su impronta al hecho cotidiano de vivir.
El gaviero lo ve todo, la soledad, el alineamiento, la presunción, tal como lo cuenta y lo cuenta tal como le ve, o viceversa: vertiginosamente, con ironía bien pensada, con la excentricidad de los singulares, con el ritmo de un solo de batería en el que tanto valen los platillos como los tambores, los bucles, los bombos o los silencios.
Lo imagino en lo más alto de su mesa, a horcajadas sobre su ordenador, clavando las espuelas en lo visto y lo no visto, en lo sido y en lo no sido. En lo más alto de una biblioteca vertical, en el último anaquel, esperando con los brazos abiertos los libros que van fluyendo cada día. En lo más alto del Castillo o quizá, junto a Moloy, en lo más alto de la Torre Martelo, como un señalero que avisa a sus amigos de algunos de los avatares de la vida.
Lo imagino un lobo solitario rodeado de miles de otros lobos solitarios.
Lo imagino como Esquilo, como Sófocles, como Eurípídes, con su altura, su perímetro, su cabeza, su cabello.
Así lo sigo imaginando, más aun desde que un día, un aciago día aquel gaviero cuerdo y loco se lanzó a través del aire transparente para no levantarse más.
Quizá pueda parecer improcedente compararlo con otros; sí, esa costumbre debe ser desterrada. Todos sabíamos quién era.
Murió en su puesto.
En el asilo, todos lo lamentamos.
Sentimos admiración por él y por su obra, y un afecto infinito.
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Autor: Hugo Abbati. Título: Paisajes desde el asilo. Editorial: EDA Libros. Venta: Todostuslibros y Amazon
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