Portada: ‘La lectora’, de Odilon Redon (hacia 1895-1900)
Nos pasamos la vida hablando de las novelas y apenas hablamos de sus lectores, de la actitud que cada quién escoge ante la lectura. Hace unos días debatí acaloradamente con un amigo. Según él, jamás debe abandonarse una novela. Lo considera un demérito, una debilidad; aun cuando el libro no le guste o no sea lo que esperaba. Para él una novela es una montaña que escalar, y no terminarla equivale a no llegar a la cumbre. Mi amigo es esforzado, riguroso y cumplidor; jamás deja algo a mitad. Cuando ha empezado, debe terminar. Así me lo cuenta, y a mí me da por imaginarlo avanzando las páginas infinitas de novelas aburridas, soportando la frustración en silencio, confiando capítulo a capítulo que la cosa mejorará… No piensen quienes me lean que ironizo —o al menos no solo me burlo fina y disimuladamente de mi amigo—, sino que también reconozco su valía, porque en muchas ocasiones el placer y el descubrimiento intelectual llegan de la mano del esfuerzo. Los lectores como mi amigo son quienes disfrutan de buenos autores cuyas obras revisten dificultad y al cabo gratifican.
Es posible, querido lector, que mi artículo te resulte etéreo o moroso, y es probable que tengas razón, porque al fin me demoro, busco la idea que quiero expresar. ¡A ver si lo logro!: cuando leo una novela no espero que sea necesariamente divertida, por más que todo lo que nos gusta nos divierta. Puedo pasar páginas macabras, lúgubres u obscenas con placer, o también lamentarme ante otras edificantes, luminosas o virtuosas. Lo esencial, desde luego, es que me guste lo que leo, ¿pero qué diablos es lo que me gusta…?
Diría que todo comienza por una voz. La voz del narrador, esa que deja de ser unas frías líneas impresas en el papel y comienza a hablarme tímidamente. Ese es quizá mi instante decisivo, porque la voz me invita o no a seguir leyendo, me atrapa o me deja escapar. Esa voz puede descomponerse en una sintaxis, un léxico, un tono… Puede ser cortés o adusta, pausada o rápida, vitalista o reflexiva. Todo lo anterior no resulta determinante, porque la voz debe ser algo más: debe seducirme. Y de todas las acepciones del verbo «seducir» me quedo con la de «embargar o cautivar el ánimo». Mi ánimo debe quedar en suspenso; alejarme de la realidad y conectarme con la imaginación a través de las páginas.
Todas esas decenas de novelas que abandono no es que sean malas, ocurre sencillamente que no están hechas para mí, porque no me seducen aquí y ahora. Quizá lo hagan en otro lugar o en otro tiempo. A buen seguro, si las leyera mi amigo sabría apreciarlas todas —y que conste una vez más que no solo ironizo—. Nunca es tarde para encontrarnos con una novela, porque le vida lectora debe ser un continuo encuentro. Cada vez que abandono una novela me afirmo del mismo modo que cuando continúo leyéndola. Pero además, en este segundo caso, presiento cómo lo leído se adentra en mí y me cambia; influye a la hora de escribir mis propias novelas, a menudo de modo inconsciente. Lo cual quiere decir que forma parte de mi persona sin que me dé cuenta…
“No sigas hablando: tú, que te consideras tan instintivo, corres el riesgo de terminar formulando una teoría”, mi amigo ríe mientras termino de exponer mi punto de vista. Me mira de soslayo por encima de la mochila y continúa caminando hacía la cúspide a través del sendero ascendente del bosque.
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