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A veces, un cuento de Alicia Alejandre - Zenda
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A veces, un cuento de Alicia Alejandre

«Mañana soleada». Edward Hopper, 1952 El relato del mes de julio de la Escuela de Imaginadores es incómodo, desasosegante. Para algunos incluso puede que resulte polémico. Pero así es como se debe hacer literatura, desde las entrañas, buscando precisamente la mirada incómoda que no todo el mundo está dispuesto a sostener. Indagando en lo que...

«Mañana soleada». Edward Hopper, 1952

El relato del mes de julio de la Escuela de Imaginadores es incómodo, desasosegante. Para algunos incluso puede que resulte polémico.

Pero así es como se debe hacer literatura, desde las entrañas, buscando precisamente la mirada incómoda que no todo el mundo está dispuesto a sostener. Indagando en lo que —fuera de los textos— nadie dice. Y la voz de Alicia Alejandre es siempre apremiante, asfixiada, como si escribiera con la cabeza bajo el agua y aguantando la respiración.

El brevísimo «A veces» nos habla de la maternidad. Esperamos que lo disfruten como merece. Cojan aire, llenen todo lo que puedan sus pulmones y lean.

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A veces

A veces pienso que mis hijos están muertos y viven solo en mi imaginación, y diariamente me levanto para vestirles y hacerles el desayuno, para lavarles y darles los buenos días. A veces pienso que, en algún momento, tuve un accidente, que ellos quedaron allí, desparramados por el suelo, con las caras cubiertas de sangre y sus cuerpos retorcidos aunque no lo llegase a ver, porque imagino que los agentes que vinieran a socorrernos tardarían en sacarme del coche. Pienso que fue en un coche, aunque tengo el mismo de siempre.

Cuando el sol entra por los cuatro agujeros que nunca se cierran de mi persiana los veo, dormidos, con las bocas abiertas y el aire saliéndose, deshinchándose como globos. Las mejillas les brillan del sudor matinal, se les pegan las babas a las sábanas y suspiran. A veces hablan, pero no los entiendo. A esas horas me duele el cuerpo y el despertador me recuerda, en varias ocasiones, que comienza el día, el día que quizá yo misma me he impuesto, el día que quizá tenía en mi memoria como el día a recordar, un día normal, un día especial, el resumen de un alto porcentaje de días, un día recurrente, la suma total de lo que eran mis días cuando ellos vivían.

El sol nos acompaña en el coche de camino al colegio, les da en la cara y se quejan, siempre se quejan. Yo trato de tapar la ventana, cada mañana, pero parece que él es más listo y se escurre, se filtra, se difumina buscando los ojos de mis hijos, se cuela por ellos y gritan. Yo me concentro en la carretera, pero no puedo evitar ponerme nerviosa, agarrar con firmeza el volante, apretar los dientes, endurecer el cuello. Todos los días. Miro por el retrovisor. Todos los días. Acelero. Todos los días. El sol se deshace en lamentos, se nutre de patadas y dedos en los ojos. Yo hago cuanto puedo porque aquel momento dure lo menos posible pero consigue llegar hasta mi sien, y hace que mis manos tiemblen.

Al llegar la maestra me atiende con muchísima ternura. Yo me la imagino como una gran lechuza de pico corto, con aquellos ojos perfectamente redondos que todo lo oyen. Recoge a mis hijos y se disuelven bajo su ala, les digo adiós con la mano pero no son más que sombras ruidosas y distantes.

El resto de madres me miran, no tengo tiempo de entablar interminables conversaciones sobre las habilidades de uno u otro o sobre los problemas de control de esfínteres. Además, si mis hijos en realidad han muerto, no quiero darle más detalles de mis delirios a nadie. Ellas me miran y yo camino con paso firme por el interminable pasillo de desaprobación.

Sientes libertad, una desconexión cuando el coche está vacío, cuando apagas la radio porque puedes escuchar el silencio, que no es más que un pitido continuado, la suma de todos aquellos sonidos que decidiste no escuchar, revolotean, como almas perdidas, pero puedes pensar en tus cosas y el sol está más alto y ya no entra por los ojos de nadie, y te concentras en la carretera, y vas contando los ramos de flores que se cruzan en tu camino, marchitos, o de plástico, en rotondas, esquinas e incluso rectas con clara visibilidad. Y te preguntas por esas vidas, por esos momentos, por aquellos instantes.

Vuelco la mirada en los asientos traseros, ellos me responden con indiferencia.

Mi área de trabajo consta de una mesa, una silla y un ordenador. Todo alrededor tiene ese color que parece no caducar nunca, como si hubieran fumado sobre él. En invierno llevo un pequeño calefactor que pongo cerca de los pies, pero solo yo puedo verlo. A veces hace un ruido desagradable, como si estuviera a punto de toser, y todos miran en direcciones contradictorias y yo me uno a esa búsqueda visual y entonces paso inadvertida, y todos en la oficina coreamos un bonito vals de hombros que rozan las puntas de las orejas mientras nos miramos, extrañados, por aquel ruido tan desagradable.

A veces atiendo a gente, cuando algún compañero está enfermo y nadie más puede realizar su trabajo, pero por norma general relleno formularios y clasifico documentación de hace tres años. Es un cometido silencioso, sin necesitad de sonreír. Transcribo las idas y venidas de personas que no conozco y a veces el sol entra por la ventana, me pica en los brazos, me avisa y muestra cómo está el día fuera, me cuenta si mis hijos hoy saldrán al patio o si por el contrario jugarán en clase o en el gimnasio.

Mi compañero me dice que salga a comer algo, que estoy muy delgada, que si he dormido mal también esta noche. Yo no tengo tiempo para cocinar entre semana con tanto lavar cortinas, barrer la terraza, tirar sartenes, hacer la colada, fregar la ducha, así que entro en el bar de enfrente y pido un café con una tostada. Últimamente no tengo mucha hambre. Mi compañero no pregunta demasiado ya que su jefe es mi padre, le queda poco para jubilarse y todos piensan que la empresa desaparecerá, pues no va a dejarla en manos de quien rellena formularios y clasifica documentación de hace tres años. Mi compañero lo sabe y me pregunta si todo va bien, entonces contemplo las diferentes opciones. Que mi padre, más pronto que tarde me ponga al día, me relacione con clientes, me suba a la primera planta, me pida ideas. Que en realidad el trabajo que hago sea el más importante de la empresa, clasificado, secreto. Que mis hijos han muerto y no quieren que una loca sea la jefa de nada. Entonces me esfuerzo por dibujar una sonrisa y contesto que sí, que solo estoy cansada, nada que no se resuelva con acostarme un par de horas antes. Y él vuelve a sus tareas, y yo miro por la ventana y de pronto recuerdo que no metí la muda limpia en la mochila escolar, e imagino a mis hijos muertos desnudos corriendo por el aula, y mi sonrisa sigue ahí, inflexible e incomprendida.

Si aún no me ha dolido la cabeza suele hacerlo a esa hora en la que la atmósfera puede masticarse, los rayos del sol caen en picado y se condensan justo en ese punto donde tu migraña se intensifica mientras corres llegando tarde a todas partes, a la salida del colegio, al supermercado, a la tintorería. Y mis hijos se convierten en un apéndice elástico y flexible que se engancha con el mobiliario urbano, y el cansancio te obliga a gritar y la culpabilidad sale en tu defensa y la gente te observa y de pronto miras hacia atrás y no están, han desaparecido, se han esfumado, y momentáneamente te das la razón a ti misma y te preguntas cuánto tiempo llevas hablando con las sombras de tus niños muertos, hasta que alguno aparece, asomado por una esquina, mientras recuerdas que llegas tarde a alguna otra parte.

Cuando el sol está a punto de esconderse, cuando le quedan unos veinte minutos para desaparecer tras el horizonte, el edificio de enfrente se tiñe de amarillo, de naranja, de dorado, y el cielo está más angustiado que nunca. Entonces se escucha un ruido y pienso que el bebé va a despertarse, pero en realidad no está, salió esta tarde con mi madre. Y me angustia pensar que ella viene todas las tardes para hacerme creer que se lleva a los niños al parque, que coge un pañal, la merienda, un juguete, que se preocupa por mis mismas preocupaciones para no preocuparme porque en realidad mis hijos están muertos, y ella lo sabe, pero ante todo sabe que debo mantenerme estable.

De pronto vuelvo a mirar y el cielo está tranquilo y el edificio de color beige, que es un color que no brinda a nada. Y en ese momento sé que están a punto de llegar. Mi madre entra en casa, con el carro, con los niños, que me abrazan y me besan y yo lo siento, en la piel, sus manos sucias, la tierra en los zapatos. Mi madre mira a su alrededor comprobando lo que quiera que compruebe, el orden de las cosas, la suciedad en las cosas, el estado de las cosas, las cosas. Hay que ver cómo tienes esto, me dice. Como si esto fuera lo más importante del mundo, más que pensar que mis hijos igual están muertos. Pero ella quizá quiera mantenerme entretenida con los quehaceres diarios, y entonces me encomienda tareas, para que, mentalmente, escriba de seguido en una lista mental. Lavar cortinas, barrer la terraza, tirar sartenes, hacer la colada, fregar la ducha. Y me mantengo ocupada, y mis hijos, imaginarios o no, me persiguen por la casa para que les atienda porque, imaginarios o no, quieren que una madre les preste atención. Y les priorizo en mi lista.

Cuando la farola que me observa a diario frente a la ventana del salón se enciende se vuelve naranja, y la ciudad se ve salpicada por ese color triste, artificial y con olor a gasolina, el cielo se llena de alondras y gorriones y garzas que comparten sus canciones. Yo las oigo desde mi ventana. A esa hora mis hijos quieren decirme la edad que tienen, me lo dicen con sus movimientos e inquietudes, desparramándose por toda la casa. La llenan. Se esparcen. Salpican. Impregnan. Rocían. Es como si mi casa habitara en el interior de sus pequeños cuerpos, inertes y retorcidos en la carretera y yo, sepultada dentro, muy adentro, asomada a la ventana, intentando sacar la boca para respirar, mientras sus manitas tiran de mis dedos. Deberías tirar cosas, escucho a mi madre, mientras observa las cosas que considera debo tirar. Y no sé si se refiere a mis cosas o a la capa de cosas que hay por encima de ellas. Quizá si voy desprendiéndome de algo vaya olvidando a mis hijos.

Antes de acostarme espero a que los vencejos trinen, siempre a la misma hora revolotean sobre mi casa. Yo los veo, ellos a mí no. Realizan su baile diario un día sí y otro también, sin importarles lo que opinen los demás, sin tener en cuenta cuántos huevos se han estrellado contra la acera o cuántos depredadores se coman a tantos polluelos. Ellos bailan, hacen su función, de un lado al otro en la oscuridad de la noche. Entonces me acuesto, entre lo que parecen mis hijos, hecha un ovillo, les acaricio el pelo y beso sus manos, me siento en paz, tranquila, alejada del día, en alguna otra parte.

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Juan Jacinto Muñoz Rengel

Juan Jacinto Muñoz-Rengel (Málaga, 1974) es autor de las novelas La capacidad de amar del señor Königsberg (Alianza de Novelas, 2021), El gran imaginador (Plaza & Janés, 2016), Premio del Festival Celsius a la Mejor Novela del año, El sueño del otro (Plaza & Janés, 2013) y El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012), del ensayo Una historia de la mentira (Alianza, 2020), y de los libros de narrativa breve El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013), De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009), Premio Ignotus al mejor libro de relatos del año, y 88 Mill Lane (2005). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano, al griego, al finés, al árabe y al turco, y publicada en una veintena de países. Actualmente dirige la Escuela de Imaginadores en Madrid.

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