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'A tanto la estocada': Siete vendimias en el estaribel - Zenda
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‘A tanto la estocada’: Siete vendimias en el estaribel

Ricard Ibáñez, contribuidor zendadano de pro, es un cuentista de tomo y lomo. Eso te pasa cuando eres a la vez historiador, novelista y viejo rolero de los que nunca mueren. Hace poco reseñamos su última creación rolera, Nahui Ollin, situada en la América española de entre los siglos XV y XVII, y ahora vuelve...

Ricard Ibáñez, contribuidor zendadano de pro, es un cuentista de tomo y lomo. Eso te pasa cuando eres a la vez historiador, novelista y viejo rolero de los que nunca mueren. Hace poco reseñamos su última creación rolera, Nahui Ollin, situada en la América española de entre los siglos XV y XVII, y ahora vuelve a la otra orilla del Atlántico con esta recopilación de las varias aventuras del Jaquetón, un buscavidas y espadachín a sueldo en el Madrid del Siglo de Oro. Si suena familiar, pues sí, es el mismo territorio que pisó Diego Alatriste, y sí, Ibáñez es el autor de la conversión a rol de la saga de Arturo Pérez-Reverte, hecha ya hace década y media.

A Ibáñez, Riqy para los amigos, la publicación de la primera novela de Alatriste le pilló ya treintañero, de forma que su interés por el imperio español le viene de antes. También viene de antes su interés por el peculiar léxico de los bajos fondos de aquel tiempo, y tanto es así que el autor barcelonés usa este recurso con mayor liberalidad que la saga revertiana: mientras que el lenguaje de la serie alatristesca llega a un compromiso mas modernizado con el español de nuestros días, y también con la forma de narrar contemporánea, Ibáñez se acerca mucho más a la imitación sin concesiones de la autobiografía (quién sabe hasta qué punto autoficción) escrita por varios hombres de armas de la época, que contaban las cosas por lo llano, usando siempre el mismo lenguaje, repitiendo las mismas frases hechas y sin ninguna afectación de estilo. Quien lea las relaciones de sus propias vidas hechas por Jerónimo de Pasamonte, Miguel de Castro, Diego Duque de Estrada o el capitán Alonso de Contreras notará que van al grano, que a menudo ni siquiera describen a varios de los personajes que se encuentran o los sitios donde se hallan más que cuando algún detalle visual sea de vital importancia, y que la acción no para en ningún momento: siempre están haciendo algo, incluso cuando a veces no han acabado lo primero que fueron a hacer.

Así es como escribe Ibáñez que escribe el Jaquetón sus vivencias por Madrid: en cuanto acaba de salir de una cárcel (o estaribel) busca un trabajillo con el que ganarse la vida, o el trabajillo lo busca a él, dada su reputación, antes de verse de vuelta allí, más veces de las que no. Buscar al asesino de su hermano, marcarle la cara a un pobre diablo o desenmarañar un enredo amoroso puede ser la misión del día, y rara es la jornada que acaba sin alguien perdiendo dientes, litros de sangre o incluso la vida. El libro, de unas 230 páginas, contiene siete de estas «vendimias», a menudo violentas y crueles, que en rápida sucesión llevan a nuestro protagonista por tabernas, casas de putas, palacios, huertos y conventos, en medio de tusonas, nobles, curas, cuevachuelistas, actores de teatro, bravoneles de la carda o hasta la mismísima Catalina de Erauso, alias la Monja Alférez, a quien Ibáñez ya dedicó una novela que merece mayor atención del respetable.

Según él mismo explica, «la idea de este libro surgió hace unos diez años. Quería sumergirme en el mundo de la picaresca de nuestro Siglo de Oro, hacer un remedo del Buscón o del Lazarillo con toques de Quijote, usando un lenguaje arcaizante que sonara a siglo XVII, pero que se pudiera leer en nuestro siglo XXI (…). Pasó el tiempo, mi proyecto se convirtió en una novelilla sobre la juventud de Cervantes y la batalla de Lepanto al que titulé La última galera del rey (y que poco tenía que ver con mi idea original, pero en fin, son cosas que pasan), y en estas que recibí una llamada de Antonio Polo, de la biblioteca de Rabanales de la Universidad de Córdoba, sobre una colección de cartas manuscritas (con bastante mala letra, por cierto) que al parecer habían estado mal catalogadas. El trato fue que les echaría un vistazo, para catalogarlas correctamente, y si podía sacar de ellas algo de material inédito para una novela, esa suerte que habría tenido. La ficha rezaba «Cartas y avisos sobre varios sucesos que acontecieron en la Villa de Madrid», sin pie de imprenta, in folio, 312×215 mm, manuscrito con escritura a mano alzada del siglo XVII, encuadernado en cuero rojo, posiblemente en el primer tercio del siglo XIX. Empecé a leer… y me quedé fascinado. No era una novela picaresca. No era tampoco una biografía de soldado. Mucho menos una relación de avisos, como se había supuesto y mal catalogado (al haberse perdido las primeras hojas). Era la historia en primera persona de un bravo del siglo XVII, escrita en su propia parla, en cartas dictadas (o escritas por él mismo) a un lector desconocido. No pretendía ser hidalgo ni caballero. No cargaba contra molinos de viento. Tampoco iba de pícaro ni de asesino sin escrúpulos, aunque no gastara demasiado de estos últimos. Ni alardeaba, ni se disculpaba. El autor había creado un género nuevo sin pretenderlo, y el relato de sus andanzas recordaba más a un personaje de Hammett o de Chandler que a uno de Cervantes. ¿Quién era nuestro misterioso Jaque? Antonio Polo opina que debía ser persona corpulenta, ya que muchas veces en el texto recibe el nombre de «Jaquetón». También apunta que debía ser cordobés, ya que un par de veces hace referencia a la plaza del Potro, lugar de reunión de la mala gente cordobesa en la época. Pocos datos más sabemos de él, salvo que fue soldado en Flandes (como muchos), que se licenció sin honores ni fortuna pero tampoco sin heridas ni mutilaciones (lo que no es poco) y que ejerció de espada a sueldo en el Madrid del rey Felipe, posiblemente Felipe IV. Y nada más. Ni su nombre, ni su fecha de nacimiento, ni su muerte, ni siquiera si esta fue de vejez, en una cama, o de una estocada bien dada en una de esas callejas oscuras que tanto solía frecuentar. Posiblemente él lo hubiera preferido así, pues parece persona discreta».

Cada aventura del libro viene prologada por su propia lista de dramatis personae, unos doce o quince por episodio donde, cual en una comedia representada a lo vivo, se anuncia la próxima aparición del sicario Blasillo, la madonna Cosima, el tullido vizconde de Medrano o la criada Tiburcia. Y para aquellos que acudan al libro atraídos por la reputación rolera de su autor, pionero del género en España desde los 80, hay material de sobra en cuanto a personajes, tramas para partidas, textos de ambiente, mecánicas de juego, momentos en que «el dado me salió fusta» (lo de «pifia» queda para los modernos), y todo lo que pueda necesitar un máster digno de tal nombre. Para rematar, el libro también lleva al principio una «letrilla a modo de exordio» de Miguel Aceytuno y un «glosario de habla de germanía», para poder distinguir la bayuca del berreadero, la andorra de la piltrofera, los clamos de las turmas y el milanés de la turquía. Difícil dar más de lo que se promete en tan poco espacio.

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