Una historia posible
Tenía noticia de que Federico García Lorca había visitado mi pueblo con La Barraca, su famosa compañía de teatro ambulante, pero ignoraba que lo hubiese hecho en dos ocasiones, y el descubrimiento me infunde ese rapto de alegría que sentimos los novelistas cuando atisbamos a lo lejos el horizonte de una historia probable. Lo cuenta el historiador Ernesto Burgos en el libro Anécdotas históricas de un Ayuntamiento, que se publicó hace dos años en una edición no venal y de cuya existencia sólo he sabido recientemente y de manera accidental. Al final de uno de sus capítulos, el que se refiere al periodo republicano, se menciona que Lorca anduvo por Mieres en 1932 y representó allí con sus actores el espectáculo que tenían preparado, pero a continuación se añade que regresó al año siguiente y que esa vez la visita resultó más accidentada: la camioneta en la que viajaban se averió y tuvieron que esperar durante cuatro días a que llegara la pieza de repuesto. Supongo que para muchos será historia sabida lo que para mí es ahora novedad. Puede que, a lo largo de las décadas, sucesivas voces hayan venido dando testimonio de lo que ocurrió durante aquella breve estancia —primero de manera más o menos clandestina, cuando en los años dictatoriales era mejor no pronunciar el nombre del poeta, y luego con abundancia de detalles, en cuanto la democracia rehabilitó su legado y su memoria—, pero en este primer momento en que la historia simplemente se aboceta y promete, susurra y aguarda, las preguntas se antojan mucho más acogedoras que sus posibles respuestas. Hay un hecho cierto y probado: Lorca se alojó en la casa que la familia Álvarez Buylla poseía en el barrio de La Rotella, muy cerca de la plaza de Requexu y de la iglesia de San Xuan, y dicen que en su salón principal llegó a tocar el piano. Tengo un recuerdo difuso de aquel edificio, que conocí ya en ruinas y que fue demolido hace ya unos cuantos años para dar paso a unos bloques de pisos sin la menor gracia cuya disposición conforma una plaza que resulta poco o nada memorable, pero aún soy capaz de evocar su galería de madera y la balconada que la separaba de la calle. Le habrían presentado allí a Vital, que andaba entonces por los dieciocho años de edad y que tiempo después, una vez superado el franquismo, se convertiría en el primer alcalde de la democracia, y sin duda atendió a varias explicaciones acerca de la historia de aquel lugar que en las décadas anteriores había dejado de ser una fértil vega abierta a orillas de un río de aguas turbulentas para convertirse en una pequeña ciudad industrial a la que iban a asentarse gentes de diversos orígenes y pelaje para dedicar su vida a la extirpación de las entrañas de la tierra. Habría contemplado la chimenea y el castillete del Barredo recortándose arrogantes sobre el cielo soleado y polvoriento del verano, y acaso se acercó hasta las orillas del Caudal y se atrevió a remojar los pies en sus aguas bravas y ennegrecidas por los restos del carbón. Puedo imaginarlo paseando junto a la plaza del mercado, o visitando el edificio del grupo escolar que se levantó bajo los auspicios de la Institución Libre de Enseñanza, o a la sombra de los soportales barrocos del claustro del mismo palacio donde Jovellanos pasó alguna que otra noche trabajando en los planos de lo que iba a ser la nueva carretera hacia Castilla. Me gusta pensar que se reunió informalmente con los socios de algún ateneo obrero, que les leyó poemas y que dejó que ellos cantasen para él algunas canciones populares. Que no fue un tiempo baldío aquél que tuvo que transcurrir entre la avería de su vehículo y su reparación, y que se llevó un buen recuerdo de esa tierra que un año más tarde iba a plantar cara al fascismo inminente, el que después se asentaría y le terminaría arrebatando a él su propia vida en una noche sin luna. Tal vez le habría gustado saber que, andado el tiempo y recuperada la democracia, aquel joven que salía de la adolescencia y al que apenas había llegado a conocer de refilón en aquella casa de La Rotella se iba a terminar convirtiendo en alcalde, y que un día firmaría el decreto por el cual el parquecito que rodearía el edificio del nuevo polideportivo, muy cerca de la mansión que le dio hospedaje durante aquellos cuatro días y en un solar en el que tal vez él mismo se entretuvo paseando alguna tarde —quizá en su compañía—, se terminaría conociendo como los Jardines de Federico García Lorca.
El maestro y el mar
El Ayuntamiento de Briviesca, en manos del Partido Popular, ha censurado la representación de El maestro que prometió el mar, una obra sobre Antoni Benaiges que se inspiraba en el hermoso libro en el que Francesc Escribano, Francisco Fernández, Queralt Solé y Sergi Bernal desempolvaron hace una década una historia que corría el riesgo de convertirse en pasto del olvido. Benaiges, maestro catalán, fue destinado en 1934 a la localidad burgalesa de Bañuelos de Bureba, un enclave aislado de la civilización en el que incorporó las técnicas pedagógicas que traía aprendidas de la ciudad y en cuya escuela comenzó a aplicar los métodos con que la Institución Libre de Enseñanza trataba de corregir el atraso secular en que vivía un país que llevaba demasiado tiempo oliendo a cerrado y sacristía. Entre sus ideas estuvo la de pedir a sus alumnos que escribieran redacciones que luego, y gracias a una pequeña imprenta, veían la luz en pequeñas publicaciones que se repartían por el pueblo. Uno de aquellos cuadernillos estaba dedicado al mar, o mejor dicho a la idea que de él tenían unos niños y unas niñas que, anclados como estaban a las profundidades de la España vacía, no habían podido verlo nunca. Él les prometió que organizaría una excursión a Cataluña para que gozaran del privilegio de contemplar las inmensidades mediterráneas con sus propios ojos. El 25 de julio de 1936, apenas una semana después del alzamiento militar en Marruecos, Benaiges fue fusilado en las proximidades del pueblo donde impartía sus clases. Las familias de sus pupilos, por miedo a que pendieran sobre ellos las mismas acusaciones que se vertían contra el maestro, incendiaron los cuadernillos —que se sepa, sólo han sobrevivido dos números— y su memoria se fue enterrando poco a poco hasta el punto de que, cuando el médico y escritor José Antonio Abella ofició en Bañuelos de Bureba entre 1979 y 1983, nadie allí mencionó jamás ni a Benaiges ni a su legado. Era un final injusto para alguien que murió por guardar fidelidad a su palabra, porque lo cierto es que podría haberse salvado. En las fechas en que lo prendieron, Benaiges debería estar en su Cataluña natal y no en Castilla. El curso había terminado y no debía retomar sus obligaciones docentes hasta el mes de septiembre. De hecho, se sabe que tras las últimas clases de junio regresó a su tierra y permaneció allí unas semanas hasta que, a mediados de julio, regresó a Bañuelos de Bureba, donde lo secuestraron para llevarlo ante el paredón. Durante un tiempo nadie se explicó muy bien a qué obedecía aquella vuelta extemporánea y fatal del maestro a un destino del que quedaba temporalmente eximido. La respuesta, que se supo muchos años después, la tenían sus alumnos: había vuelto para organizar con ellos y sus familias el viaje que, al fin, les permitiría conocer el mar.
Los dibujos de Bradford
A principios del siglo XIX el reverendo William Bradford publicó en la imprenta londinense de John Booth el libro Sketches of the Country, Character and Costume in Portugal and Spain, made during the campaign and on the route of the British Army in 1808 and 1809. Se trataba de una recopilación de los dibujos que había tomado al natural durante su experiencia como capellán castrense del destacamiento británico que acudió en defensa de las tropas españolas a la Guerra de la Independencia. El episodio —que Luis García Jambrina refleja en su novela Así en la guerra como en la paz— fue un desastre absoluto: los planes iniciales quedaron deslavazados por las estrategias napoleónicas y aquellos soldados no tuvieron más remedio que emprender una dramática retirada por tierras del noroeste en la que murieron varios miles y que sólo concluyó cuando los maltrechos supervivientes acertaron a llegar a la costa coruñesa. En medio de aquel trajín, Bradford encontraba resquicios de tranquilidad en los que se dedicaba a dibujar no las estampas de caos ni las infamias propias de cualquier trance bélico —las había, aunque se tratase de un bando vencido premonitoriamente—, sino los paisajes y los tipos humanos que les salían al paso y que él consideró definitorios de un país que se mostraba reacio a dejarse rescatar. Sus láminas transmiten un sosiego y una atención al detalle que las hacen impropias del contexto en el que fueron pergeñadas, como si la guerra que asolaba el territorio que pisaba —la misma que lo convertía a él en víctima de aquella desbandada peligrosa y fatal— fuese un espejismo o un sueño lejano o un mal que sufrían otros en la distancia mientras él gozaba del tiempo y la tranquilidad necesarias para concentrarse en su obra. Tal vez se tratara de lo contrario y esos dibujos que dos siglos después nos hablan de un lugar que ya no existe —tan distinto al que conocemos que por momentos parecen retratos provenientes de una tierra extranjera— constituyeran una tabla de salvación, la balsa de madera a la que se aferraba para no sucumbir a las corrientes impuestas por la historia. Quizás, mientras se entregaba a sus dibujos, Bradford se sentía a salvo, ajeno a cuanto le rodeaba, como si esos apuntes del natural construyesen por sí mismos una realidad apacible y hospitalaria, un reducto en el que refugiarse y permanecer aislado del vendaval.
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