El largo camino
Conocí a Serge Barba una tarde de junio de 2015, a las pocas horas de visitar la Maternidad Suiza de Elne. Salí en su busca cuando alguien me dijo que él había sido uno de los niños que nacieron en aquel chalet del sur de Francia donde la enfermera suiza Elisabeth Eidenbenz creó de la nada un pequeño nido donde las republicanas españolas exiliadas primero, y las mujeres judías que huían de los nazis después, pudieron alumbrar y criar a sus criaturas en un pequeño remanso de paz que contradecía las iracundias de una Europa envilecida por los ardores bélicos. Alguien nos presentó a las puertas del Centro Cultural de Collioure y lamenté no haber sabido antes de su existencia, porque merecía formar parte de las páginas del libro que yo iba a presentar allí y que él ya había comprado cuando nos estrechamos la mano. Mantuvimos una conversación breve en la que yo le hacía preguntas a las que él ofrecía respuestas exactas y apasionadas, y aquél fue el principio de una relación que fuimos apuntalando a lo largo de los años, cada vez que llegaba el mes de febrero y yo emprendía el viaje al pueblecito que vio morir a Antonio Machado para tomar parte en la entrega del premio literario que lleva su nombre. Son fechas complicadas en el aspecto meteorológico: uno nunca puede saber si su llegada al Mediterráneo se verá saludada por un sol frío de invierno o, por el contrario, tendrá que guarecerse de uno de esos chaparrones que sin previo aviso caen con ímpetu monzónico sobre las costas del Rosellón. En cualquier caso, Serge siempre estaba allí, saludándome con su jovialidad acostumbrada, presto a explicarme todo cuanto había hecho a lo largo del año e interesado en conocer mi opinión sobre la situación política de mi país, que él también consideraba el suyo aunque nunca llegara a serlo realmente. También me preguntaba por mi perra, a la que pusimos de nombre Elna precisamente en honor al lugar donde él había venido al mundo. Dedicaba su vida a mantener viva la memoria del exilio español en las tierras donde se instalaron los campos de concentración en los que las autoridades francesas confinaron a los desterrados que cruzaban la frontera, y entre las muchas acciones que llevaba a cabo se encontraba una larga marcha que, cada invierno, emulaba el triste desfile por el Collado de Belitres de la multitud que, desarrapada y exhausta, se vio forzada a abandonar su país para inventar una nueva vida en una tierra extranjera. El último contacto lo tuvimos hace unos meses, cuando le escribí para ver si podía encontrar en sus directorios referencias acerca de una persona sobre la que andaba investigando y cuya pista se me escapaba justo después de la guerra civil. Me llega ahora la noticia de su muerte y pienso que ya no podré comentar la cuestión con él el próximo febrero. Reparo en que me refiero a él como Serge pese a que no le gustaba nada; él prefería que lo llamaran Sergio, porque era el nombre que le había puesto su madre, el que honraba la memoria familiar y el que lo vinculaba al país que lo expulsó y al que no llegó a regresar nunca. No verá la tercera república y tampoco presidirá más marchas por los senderos que una vez hollaron los pies desfallecidos del destierro, esos largos caminos que eran a la vez homenaje y metáfora de unas vidas que él supo mantener a salvo del olvido.
Entre bambalinas
En ocasiones, casi siempre de manera inesperada, una conjunción de azares propicia el raro milagro laico de la alquimia. Hace algunos meses Raquel Andueza me preguntó si me atrevía a escribir una adaptación escénica de la fábula de la cigarra y la hormiga para representarla en la Semana de Música Antigua de Estella, que dirige ella misma. Había dos condiciones de partida: la interpretación correría a cargo de un único actor que sería Nacho Fresneda —lo cual obligaba a que el texto fuese un monólogo— y Daniel Zapico iba a encargarse de elegir un repertorio con partituras barrocas francesas que él interpretaría a la tiorba. Acepté el encargo con tanta alegría como inconsciencia, y durante unas cuantas semanas —tantas que incluso alguna inquietud llegó a generar mi silencio— la encomienda revoloteó por mi cabeza sin que acertara a dar con la forma de encauzarlo. El relato de la cigarra y la hormiga, que nació con Esopo y alcanzó sus versiones más canónicas en los versos de La Fontaine y Samaniego, es tan esquemático que apenas permite demoras argumentales, y tras mucho cavilar concluí que la simplicidad de su argumento y su previsible moraleja impedían un tratamiento argumental salvo que se optara por imprimirle una vuelta de tuerca y subvertirlo. Disciplinado y obediente como soy, pregunté a Raquel si me autorizaba a escribir con plena libertad y, tras obtener su aquiescencia, comencé a preguntarme qué diría la cigarra si, después de tantos siglos erigida en mal ejemplo para niños y mayores, pudiese tomar la palabra y explicar su visión de la historia, como si se tratara de una testificación exculpatoria o un pliego de descargo. Yo había visto a Nacho actuar en unas cuantas ocasiones y asistido a un concierto en solitario de Daniel en Puente la Reina y a alguno más del grupo Forma Antiqva, del que forma parte. En unos días escribí un puñado de páginas pensando en la voz del primero y escuchando de fondo, en el ordenador, las melodías del segundo. El pasado mes de junio los cuatro implicados en el experimento mantuvimos una reunión por videoconferencia en la que afinamos unos pocos aspectos generales; a partir de ahí el teléfono móvil se convirtió en el canal a través del que íbamos intercambiando avances y pareceres. Nos encontramos ahora en Estella, en vísperas del estreno, y desde el primer momento se genera una conexión en la que influyen tanto la complicidad en el trabajo que nos ha reunido como la constatación de ciertas afinidades personales. No hay grandes desfases en los primeros balbuceos y el ensayo general, unas pocas horas antes de que se abran las puertas para el público, sale adelante con una naturalidad inverosímil. Mientras asisto en mi posición privilegiada de espectador único a esa última prueba que hacemos bajo las altísimas bóvedas góticas de la iglesia de San Miguel, el mismo lugar en el que se celebrará la actuación, me asalta una sensación extraña, como si esas palabras que se pronuncian sobre el escenario y a las que envuelve una música que se compuso varios cientos de años de que yo naciera y sin embargo arropa y matiza el espíritu de mi texto, fueran y no fueran mías a la vez, como si la cigarra que habla y se defiende sobre las tablas se tratara de otra cigarra muy distinta a la que se dibujaba en mi imaginación y al mismo tiempo, y sin embargo, fuera en realidad la misma. La seguridad que siento en ese instante, cuando mis párrafos se han convertido en algo ajeno y sospecho que el talento de Nacho y el virtuosismo de Daniel se bastan y se sobran para triunfar en la velada, se troca en una incertidumbre disuasoria cuando llega la hora del estreno. Por primera vez me pregunto si la apuesta de Raquel no será demasiado arriesgada, si su proyecto tendrá un encaje fácil en un evento volcado en la música antigua: no hay programa de mano para los espectadores —no importa la disección de las obras que se interpreten, da igual que sean una tocata o una chacona; importa que envuelvan y arropen y subrayen y maticen y se eleven y se fundan con la palabra para engendrar una atmósfera que se mantenga en pie durante poco más de una hora; tampoco habrá huecos para aplausos, ni posibilidad de bises— y lo nuestro no deja de ser un raro maridaje entre unas cuantas composiciones del siglo XVII y un texto y una interpretación netamente contemporáneos. El disfrute que experimenté en la última puesta a punto se transmuta, así, en un desasosiego que cobra forma en cuanto se apagan las luces del templo y Daniel se sube al escenario y Nacho comienza a caminar por la nave septentrional en dirección a la tarima. Oigo sin escuchar, miro sin ver, y siento cómo corren por mi espalda las gotas traicioneras de un sudor grueso que da la medida exacta de mi desasosiego. Estoy en las últimas filas y únicamente veo un montón de espaldas que permanecen rígidas e inmutables, como el reverso de una esfinge egipcia. Raquel, a mi lado, me mira de reojo sin entender bien a qué se debe mi aspecto desazonado. Flota sobre los bancos un silencio sepulcral que rompen de vez en cuando algunas risas, un leve carraspeo, uno o dos estornudos. El nerviosismo es tal que ni siquiera reparo mucho en los aplausos que resuenan cuando la función termina ni en el público que, puesto en pie, sonríe y jalea cuando soy yo el que sale al escenario a saludar. Sólo empiezo a darme cuenta de que la cosa ha funcionado cuando recibo el abrazo emocionado de Andoni y encuentro un brillo desacostumbrado en la mirada de Román y atiendo al agradecimiento medio estremecido de Fabiana. También cuando Txisti, el fotógrafo del festival, viene a decirme que incluso en algún momento llegó a olvidarse de la cámara para prestar atención únicamente a lo que ocurría en el escenario. Vienen unas mujeres a felicitarnos, Camino me planta un beso y alguien me dice que un representante institucional al que no llegué a ver ha salido entusiasmado. En la celebración posterior —en el coqueto restaurante de Carmen, cuya terraza con vistas al Ega exorciza cualquier mal— nos conjuramos para que esto no sea una simple flor de un día. Para que la inesperada y benéfica alquimia que nos ha dado cita en Estella dilate sus efectos y lo que no iba a ser más que un final —«esta tarde se acaba el mundo», repetía Nacho en las horas previas a la función— se convierta en un principio.
Antiguas ventajas de viajar en tren
Lo dijo bien Italo Calvino en las primeras páginas de Si una noche de invierno un viajero: ya no hay estaciones como las de antes. Bien está que se hayan difuminado los humos de las viejas locomotoras —aunque tampoco se puede negar que tenían su encanto—, pero no sé si el utilitarismo de nuestros tiempos no peca a menudo de excesivo. No hay en las terminales modernas salas de espera confortables, ni cafeterías donde apetezca sentarse a dejar que pase el tiempo hasta que comience el viaje, ni demasiadas coartadas para entablar conversación con desconocidos que en otras circunstancias podrían resultarnos enigmáticos y que en estas terminales asépticas se nos antojan tan vulgares como nosotros mismos. Coincido con Nacho en la estación de Pamplona porque mi tren va con un retraso de más de media hora y él ha venido con antelación, y no nos queda más remedio que buscar una esquina a la sombra en el exterior mientras charlamos sobre el estreno de ayer y nos vamos contando nuestros asuntos respectivos. Medio siglo atrás, probablemente nos hubiésemos acomodado en la barra de una amplia cafetería con vidrieras sofisticadas y columnas de mármol sujetando un techo alto y recio, y las observaciones y confidencias banales que intercambiamos habrían revestido un tono más solemne o algo menos atrabiliario. Supongo que se puede sentir nostalgia de lo que uno no ha llegado a conocer y sólo ha visto en fotografías o películas, o leído en algún libro; de aquellas grandes estaciones que podían ser lujosas o sencillas, esplendorosas o decadentes, pero en las que siempre se iniciaban o se concluían enamoramientos, se urdían planes para conquistar el mundo o se tomaban decisiones arriesgadas e irrevocables. Pienso en eso mientras avanzo a duras penas —solitario, acalorado, sudoroso— por el andén estrecho y atestado por el que en pocos minutos ya aparecerá mi tren, y me digo que es una pena que, contra lo que piensan algunos, la realidad no siempre esté por la labor de imitar al arte.
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