Dramaturgo agudo y mordaz que te reías en la cara de todo compatriota con el que te cruzabas, pues preferías decir las verdades de frente que atacar por la espalda. Disfrazado con esa máscara tuya de aspecto desaliñado, melena despeinada y largas barbas, ante ti me planto. Ante la estatua de Recoletos que, espero, la censura o el falso modernismo de estos años no lleguen nunca a derribar o pintar, y menos aún que sirva de diana frente a la que tirar una tarta como queja, reclamo y equívoco activismo climático y social. Te miro y me entran ganas de alzar el brazo y exclamar aquello de ¡padre y maestro amigo!, pues aquí estás, con ademán de echar a andar y yo, en vista de la circunstancia dada —que naciste otro 28 de octubre, pero de 1866—, me propongo caminar un rato contigo y conversar. Si alguno de los madrileños de ahora me oye, seguro que piensa que se me ha ido la cabeza como pensaban muchos de aquel Máximo Estrella (o Alejandro Sawa, como prefieras) que vivía siempre de noche a causa de su ceguera. ¡El primer poeta español! ¡El primero! Cráneo privilegiado la de aquel personaje nacido en Luces de Bohemia. Protagonista de una noche pendenciera, miserable y hambrienta en la que sólo conseguía templar el cuerpo tomando varios quinces en compañía de un puñado de desgraciados que no tenían pan que llevarse a la boca, pero, a cambio, gozaban de algo que todavía hoy, en España, no se sabe si vale más que el dinero: el talento. Con qué descaro y acierto lo expresaste en esta obra tan universal y conocida tuya. «En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza. En España se premia todo lo malo», así lo dice uno de los sepultureros en la decimocuarta escena. ¡Si vieras lo poco y lo mucho que hemos cambiado! Las tabernas y los cafés clásicos ya no son lo que eran. Ahora forman, en su mayoría, una cada vez más extensa cadena de franquicias forasteras. «Nuestro sol es la envidia de los extranjeros», que diría el librero Zaratustra. Será por eso que les gusta tanto venir. Y también para modificar la estética de la ciudad. Si supieras lo poco que se tardó en cambiar de sitio el mítico cartel del Tío Pepe de la Puerta del Sol para sustituirlo por una manzana blanca, mordida y reluciente, dirías que el mayor pecado de hoy es el consumismo y el capital.
Tampoco las tertulias y las riñas literarias de periodistas y escritores son las de antaño. Las principales firmas del país, que llenan los periódicos con sus opiniones y se ganan el aplauso y los vítores, o la represión, la crítica y su posterior censura, según quién pague, según quién mande… estas nuevas plumas, de estar en contra u opinar contrario, no se citan en las cafeterías para batirse en duelo ni darse bastonazos hasta perder el brazo, tal y como te pasó con Manuel Bueno. No. Aquí nadie pone la mano en el fuego por nadie, a veces ni siquiera por uno mismo, y mucho menos barajan quedarse mancos para intentar parecerse al grande de Lepanto. Se imitan cortes de pelo, estilismos y hasta tatuajes, también alguna que otra pose, pero nada de amputarse. Y menos por defenderse. Y menos por defender el orgullo, la palabra o la honra de uno.
En este sentido, todavía hay quien anda y trabaja con la cabeza gacha como el perro fiel que creaste, Don Latino de Híspalis. Aun así, creo que llegar a las manos sigue estando tan mal visto como en tus años y hoy, en todo caso, se eliminan, se dejan de seguir o se bloquean en redes sociales. Aunque quizá queden damas y caballeros de los antes que, aun difiriendo en criterio y pensamiento, si se cruzan por la calle, en lugar de mirar hacia otro lado, se dan la mano, muestran su respeto y siguen caminando. Diferenciarse de la corriente tiene, como todo, sus más y sus menos, pero hay que saber vivir con ello, siendo conscientes de las consecuencias y los respectivos efectos. Y tú, esto lo experimentaste en propias carnes. Sin ir más lejos, cuando revolucionaste el lenguaje emborrachándote a base de simbología y componiendo bajo los efectos de la pipa kif.
O cuando creaste el ciclón del esperpento dando donde más dolía: en el corazón y el alma de España, y fuiste desterrado del paraíso académico español convirtiéndote en paria o ángel caído. Pero, gracias a ello, ya no te tembló la mano que te quedaba para ponerle los puntos sobre las íes a los intelectuales y autores contemporáneos que, creyéndose dioses, según tú no eran más que pobres diablos. No cabe duda de que, a modelo sin pelos en la lengua ni en la pluma, pocos te han ganado a lo largo de esta nuestra Historia y Literatura.
No obstante, hay otras cosas que no han cambiado. A saber, que «en España el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados», como dice el Preso de la escena sexta. Sin olvidar tampoco a los dirigentes, consejeros y asesores varios que, como El Ministro, con o sin bragueta bajada, renunciaron «al goce de hacer versos» porque, o bien nacieron institucionalistas —cual Dieguito—, o, directamente, han preferido llevar una vida segura, desprovista de penurias financieras. Claro que en el otro lado de la moneda, están los poetas y artistas que nacieron con el estandarte del oficio como marca de nacimiento (igual que tú o Max Estrella) y que, sin renunciar a componer poemas y crear obras de arte, entregan su tiempo a otras profesiones con tal de que les paguen aunque sea una miseria, o malviven como viejas glorias detrás de mostradores y barras de bar. Créeme cuando te digo que, todos ellos, darían el brazo e incluso la vida por la belleza y el arte sin corromperse ni rebajarse ante nadie. Dignos herederos del espíritu de Ramón María del Valle-Inclán, están lo bastante lúcidos para amar las lenguas latinas, y protegerlas. Anarquistas del hoy que defienden las Humanidades, la Filosofía y las Letras del ayer para que éstas no mueran, sabedores de que un nacimiento —como el que hoy se recuerda— es un nuevo amanecer, y la excusa perfecta para rememorar, celebrar y, por qué no, también beber, como hicieran en la escena novena Max, Don Latino y Rubén Darío en Café Colón. ¡Brindemos pues!
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