Era un libro muy especial. Tenía todas las páginas en blanco y llevaba por título:
La presente historia comienza en una librería de viejo, de una ciudad cualquiera en un país cualquiera. O casi, porque debe de ser una ciudad y un país en los que haya libros, librerías, lectores…
Aquel libro, efectivamente, era extraño, pero atractivo, mucho, una especie de cuaderno, pero estaba editado como un libro, con sus tapas duras, sus letras doradas y todo el encanto que tienen los libros antiguos, es decir, los libros que vienen de otro mundo, o eso parece.
—¿Y este libro que tienes aquí? —le dije al librero—. Es un libro original…
—Sí —contestó el librero—, parece un cuaderno. Me entró el otro día. Es la primera vez que me llega. Es como uno de esos cuadernos para escribir diarios íntimos, pero tiene hechura de libro, como ves.
—¿Cuánto cuesta?
—Mira, no te lo voy a cobrar —dijo el librero con una sonrisa—. No es exactamente un libro, tú eres muy buen cliente y estamos en Navidad. Te lo regalo. Considera el libro como si fuera tuyo, como si lo hubieras escrito tú incluso.
—Pero tiene todas las páginas en blanco… —sonreí yo también.
—Sí, y es extraño que las haya conservado así hasta hoy. Y además perfectamente blancas. Lo normal es que hubieran escrito ya algo en ellas, o que hubieran hecho dibujos… un niño, por ejemplo.
—Es muy bonito, sobre todo es sugerente, invita.
—Invita a escribir —dijo el librero—, por eso me extraña que mantenga las páginas en blanco. Es un pequeño milagro.
Estaba de acuerdo con él. En fin, el caso es que me llevé el libro “mágico” a casa y lo estuve mirando un buen tiempo mientras realizaba muchas otras actividades. Hiciera lo que hiciera siempre volvía a él y lo abría y lo cerraba. Aquel misterioso título… A quien se atreva a escribirme: era un libro que retaba a ser escrito. Y todas las páginas en blanco, muy blancas, como si el libro fuera nuevo, nuevo por dentro.
Yo había intentado escribir algo muchas veces, pero siempre me quedaba en las primeras páginas. Sólo escribía textos muy breves, mayormente artículos, porque incluso para los cuentos estimaba que me faltaba imaginación. Me hubiera encantado escribir, pero había llegado a la conclusión de que no tenía talento, ningún talento para ello.
Pero ahora me daba cuenta de que quizá la solución estuviera en aquel libro, como si lo único que necesitara fuera un título previo, ese título, unas palabras que eran una verdadera invitación a escribir un libro. Y aparte de éste, quizá otros, porque allí había cientos de páginas en blanco, inmaculadas, el espacio necesario para escribir, para dejar volar la imaginación y el pensamiento, como si tuviera todo ello pero estuviera enjaulado, preso.
Quizá aquel libro abriera la puerta de mi jaula.
Y la abrió. Escribí un libro, el libro, por fin, y fue un gran best seller. Un best seller de calidad, como dicen ahora, para más señas.
En cuanto lo terminé tuve la sensación de que sería mi único libro, pero para qué otro si ya lo había conseguido todo con éste: el favor del público, de la crítica, adaptación al cine, ventas millonarias…
Parecía cosa del diablo, pero yo prefería atribuírselo a mi ángel de la guarda, por expresarlo de algún modo, al destino, a las circunstancias, a lo que fuera que me dio aquello que necesitaba para escribir: un título y mucho papel para llenar.
El título era muy simple, y debió de ser obra de un humilde editor, o editora, que, como dijo mi librero, quería vender cuadernos para escribir diarios, muchos cuadernos.
El título, como ya conoce el lector, fue el siguiente:
A QUIEN SE ATREVA A ESCRIBIRME
Pero él escribió mucho más que un diario. Contando su propia historia, al menos inicialmente, llegó al corazón de millones de lectores en todo el mundo. A partir de su propia peripecia se despegó de ella, se elevó sobre ella, y proyectó todo un mundo que llevaba dentro al exterior, y allí encontró a millones de lectores que lo acogieron y lo hicieron suyo.
¿Qué importaba si, como él sabía, aquel éxito no le perteneciera? O no le perteneciera del todo. Los libros eran tan grandes, eran obras tan esforzadas en el tiempo, tan hechas a largo plazo, que siempre encontraban colaboración en un sinfín de personas, a menudo escritores, también libros, otros libros.
Pero en verdad el éxito era mérito del propio libro, de esa especie de cuaderno con mágico título. ¿Pero acaso todos los auténticos escritores no han sentido algunas veces que ellos no escribían sus libros, sino que lo hacían al dictado, que era algo más allá de ellos lo que les soplaba al oído las palabras, las ideas, las imágenes, aquello que haría vibrar, soñar y suspirar a los lectores?
La literatura era una esplendorosa máquina que ya no paraba cuando se ponía en marcha, y no era infrecuente que la primera chispa, lo que la ponía en funcionamiento, viniera de fuera, no del escritor. De un amigo, de una lectura, de un viaje… de tantas cosas.
Él había cumplido comprando aquel extraño libro, aquel cuaderno tan original, él se había inclinado sobre aquellos papeles cosidos y pegados y había hecho realidad su sueño, obrando el milagro de que ese sueño se convirtiera después en el de sus lectores. Aquel libro le había hecho enormemente feliz y con ello a todos los que lo estaban leyendo, en todo el mundo, un fenómeno que parecía no tener fin. ¿No era esto último lo que sucedía con los clásicos?
Su obra empezaba así:
A QUIEN SE ATREVA A LEERME
Y cuando terminó de escribirlo supo que aquél era el título que debía dar al libro, el que debía llevar la portada, sin más datos, sin más información, ni siquiera su propio nombre. Un título en letras doradas, pero de ningún modo ostentosas, de ningún modo llamativas. El libro llevaría una sencilla encuadernación en tela, ni cara ni barata, propia de un libro que viniera de otros tiempos, como si perteneciera a otra época, pero no lejana.
Como si fuera un libro que viniera de ayer, pero del ayer del propio lector. Como si fuera algo que necesitara ser recordado o reconocido, más que sabido o aprendido. Una historia que tenía su origen, en el fondo, en el propio lector, en lo más profundo de su corazón, y que a través de él, por caminos directos, aunque complejos, llegaba a su alma y se posaba en ella.
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