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'A Perfect Planet': ¡(Aún hay tiempo para evitar que) Vamos a morir todos! - Zenda
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‘A Perfect Planet’: ¡(Aún hay tiempo para evitar que) Vamos a morir todos!

En el mundo de la cultura existe el concepto de las obras consideradas Patrimonio de la Humanidad. Si esto se pudiera aplicar a las personas, uno de los máximos candidatos sería David Attenborough, el biólogo británico cuyos programas de naturaleza llevan siete décadas descubriendo imágenes insólitas sobre nuestro planeta. A punto de cumplir los 95,...

En el mundo de la cultura existe el concepto de las obras consideradas Patrimonio de la Humanidad. Si esto se pudiera aplicar a las personas, uno de los máximos candidatos sería David Attenborough, el biólogo británico cuyos programas de naturaleza llevan siete décadas descubriendo imágenes insólitas sobre nuestro planeta. A punto de cumplir los 95, empezó a hacer documentales en 1951, hace justo 70 años, y su imagen de tupé, camisa blanca y pantalón corto caqui se ha ido transformando con el tiempo de ser el sobrino favorito del país a ser el abuelo o incluso el bisabuelo del planeta, con su hablar reposado, breve, de perfecta enunciación y no exento de humor sereno. Cada año presenta una o dos series nuevas de entre cuatro y ocho episodios, además de varios documentales aislados. Solamente entre los de los últimos cinco años se pueden recomendar Seven Worlds, One Planet, con cada episodio dedicado a un continente; Our Planet, hecho para Netflix, organizado por hábitats, desde las junglas hasta los mares, pasando por los desiertos o los polos; Dynasties, dedicado a animales concretos como leones, tigres, pingüinos o chimpancés; o Blue Planet II, totalmente sobre mares y océanos. Pero su catálogo completo abarca literalmente centenares de episodios a caballo de dos milenios.

Si las plataformas de contenidos inicialmente usan las películas y las series para captar clientes, también merece la pena echar un vistazo a su sección de documentales, porque la nueva generación de programas ya no son carne de «efecto pecera» de La 2, para echar una siesta tras el almuerzo. Su última serie, recién acabada de estrenar en la BBC, se llama Un planeta perfecto, y sus seis episodios abordan a la Tierra desde el punto de vista de las principales fuerzas que lo han convertido en lo que es: el único lugar conocido por nosotros donde hay vida, sobre todo en la cantidad y diversidad en que la tenemos. Cada episodio contiene varias microhistorias, centradas en algún animal en concreto y en lo que cada uno de ellos llega a hacer para asegurar su supervivencia y la de sus crías, incluso en los lugares más inesperados o inhóspitos.

[Aviso de destripes de todo el planeta en todo el texto]

El primer episodio trata sobre los volcanes, una fuerza destructiva e imparable, en el sentido de que el magma se lo lleva todo a su paso cuando estalla, pero también creadora de tierra fértil, y sin los que no existiría vida en la Tierra. En África hay un volcán donde existe una especie de flamenco espera a que el centro del lago de soda cáustica que hay en el cráter se seque una vez al año lo suficiente como para volar hasta allí y poner sus huevos, a salvo de cualquier otro depredador sin alas, dado que estos no pueden cruzar a pata por un lugar tan tóxico. Hasta medio millón de parejas se acumulan allí, en medio de temperaturas que llegan a los 55 grados. Sin embargo, otro ave, la cigüeña marabú, también se sabe el truco y se dedican a comerse a los pollitos más débiles que corretean por allí en busca de agua. Las imágenes de la serie nunca se centran en lo gore, pero tampoco dejan lugar a dudas sobre cómo funciona la Madre Naturaleza: la belleza del marco puede ser incomparable, pero multitud de especies en nuestro planeta, incluidos muchos de nosotros, sobreviven a base de cazar y comerse a otros animales, sin piedad y por los medios más expeditivos posibles. Uno de los veteranos cámaras llega incluso a sentirse físicamente mal al ver este espectáculo, ancestral e inevitable, que solo los humanos llamaríamos cruel. En la isla Fernandina, en las Galápagos, hay una especie de iguana cuya hembra también usa un cráter de volcán para poner sus huevos, a pesar de que los riscos que lo rodean caen casi a pico, arriesgando quedar aplastada por las rocas que caen, desprendidas por las otras hambras que han comenzado su descenso más tarde. La tensión de escoger a uno de estos animales y seguirlo con la cámara sin saber si va a sobrevivir o no es mayor que la de cualquier thriller policiaco. En otra isla volcánica de las Galápagos hay un pájaro pinzón que sobrevive a base de picotear a un ave mayor, el piquero de Nazca, y beberse su sangre, cual vampiro alado a plena luz del día. Las islas volcánicas a veces se convierten en atolones, con grandes lagunas permanentes en el centro, y en una de ellas seguimos a un grupo de tortugas que deben moverse entre el agua y cualquier espacio de sombra antes de cocerse literalmente dentro de sus caparazones. La angustia que le entra a uno viéndolas lleva al espectador a hacer de gorrilla de aparcamientos improvisado, gritando a la pantalla «¡ahí hay un hueco, corre!» o «‘¡pero moveos un poco todas, que cabéis!». Esta serie a menudo es un sinvivir mayor que Juego de tronos. De ahí pasamos al parque de Yellowstone, donde en medio del frío hay lagunas volcánicas que mantienen el agua sin helarse, de forma que las nutrias y otras especies no necesitan portarse de manera muy diferente al resto del año… incluyendo el tener que escapar de los coyotes que merodean. La península rusa de Kamchatka es el lugar con más géisers del mundo, así que los osos que viven cerca despiertan antes de su hibernación y se ponen a comer hierba hasta que pueden pescar salmones. Rodando allí, uno de los cámaras pisó mal, se escaldó la pierna hasta la rodilla y tuvieron que hacerle un injerto de piel. Y terminamos en el Serengeti africano, uno de los mayores ejemplos de vida creada por los volcanes, donde medio millón de ñus nacen al año entre las atenciones de diversos depredadores. Solo el diez por ciento sobrevive hasta llegar a adulto.

El segundo episodio, sobre el sol, comienza con la importancia de un bosque de higueras para todos los animales del lugar, desde monos hasta avispas, pasando por pájaros y ardillas. Como está en el ecuador, el fenómeno se repite todo el año, pero en el resto del globo las diferencias en el número de horas de luz de un mes a otro pueden ser determinantes. En el polo, durante cuatro meses de oscuridad absoluta, asistimos a la caza de bueyes almizcleros, todos agrupados unos junto a otros como una gran manta oscura sobre la nieve, por parte de lobos árticos mucho menores en tamaño. Cuando no lo consiguen, lo intentan con liebres, que a pesar de ser más pequeñas lo ponen muy difícil también. Con la llegada del sol, las ranas se descongelan (no es que hibernen, es que han estado totalmente congeladas, sangre y todo, como bloques de hielo, y unos pocos rayos de sol bastan para revivirlas) y las serpientes se aparean (el macho que aguante el ritmo de la hembra escalando risco arriba es el que recibe premio… y si son varios, pues todos lo reciben). En el verano canadiense, una zorra con tres cachorros roba huevos de ganso (más de ochocientos en tres semanas), y como los padres se pongan flamencos igual son ellos los que acaban en sus fauces. Pero eso ni es verano ni es nada: en el Sahara Lorenzo pega tanto que solo una especie de hormiga es capaz de aguantar al sol, y eso solo cinco minutos máximo, para buscar comida. Cuando una encuentra el cadáver de un escarabajo, se inicia una carrera contra el reloj con dos compañeras para empujarlo hasta el hormiguero. ¿Sobrevivirán todas…? Ya digo que esta serie es un quitaero. De ahí nos vamos a China, donde dos familias de monos se pelean por el mismo pinar en los últimos días de otoño, y las piñas vuelan en seguida. De ambos tipos. A las pardelas les gusta tanto el verano eterno que se pegan viajes de cuatro semanas sin tocar agua, volando miles de kilómetros de punta a punta del planeta, llegando a pelearse con las ballenas por los peces.

El tercer episodio habla sobre el tiempo y el clima, en particular sobre las criaturas que más se ven afectadas por la creciente irregularidad de las lluvias, las sequías y las estaciones, como los millones de murciélagos de la fruta que aparecen en Zambia cada primavera o las tortugas que ponen huevos en las arenas del Amazonas: cuando las lluvias se adelantan al nacimiento de la nueva generación, los que no hayan salido del cascarón a tiempo se ahogarán en sus nidos. Entonces el suelo se convierte en laguna en época de lluvias, y las hormigas cuyos hormigueros se inundan se las apañan para apiñarse tan juntas que pueden formar una bola que flota, convirtiéndose en su propio bote salvavidas durante semanas. Lo contrario ocurre en el desierto de Gobi, donde los camellos han de viajar miles de kilómetros en columna de a dos para buscar restos de nieve que el viento haya traído desde Siberia. En las islas del Océano Índico los cangrejos se esconden bajo hojas húmedas hasta que llega el monzón, lo empapa todo y ponen trillones de huevos en la misma playa en el mismo día… sin saber nadar siquiera. Sudáfrica es uno de los sitios que más cambia con las estaciones, pasando de acantilado casi seco a tumultuosas cataratas. En Zambia durante la sequía los ríos dejan al descubierto sus orillas, formadas por bancos casi verticales de tierra firme, con leopardos por arriba, cocodrilos por abajo y águilas por el medio, que bandadas enteras de pájaros agujerean para hacer sus nidos. En uno de los momentos más descorazonadores de la serie, uno de estos bancos se desploma, enterrando y ahogando a millares de crías que aún no pueden volar. El río viene tan seco que los hipopótamos andan a bocados luchando por los pocos charcos que van quedando.

El cuarto episodio se ocupa de los océanos, y sobre todo de la importancia de las corrientes marinas. Sin ellas moviendo nutrientes por todo el globo no habría vida como la conocemos ahora, y gran parte de las aguas mundiales serían desiertos acuáticos. Los delfines aprovechan las corrientes frías para encontrar bancos de caballa a los que rodear y apelotonar cual perros pastores antes de alimentarse de ellos, mientras tiburones y diversas aves marinas se aprovechan de su trabajo. Los restos de los peces que quedan se hunden y alimentan a las criaturas del fondo del mar, antes de volver a la superficie por el movimiento de las aguas. La mitad del oxígeno de la atmósfera se produce bajo el mar, más que el de todos los bosques y junglas juntos. En islas de las Galápagos donde no hay vegetación, las iguanas les roban a los cormoranes las algas que pescan en el mar para hacer sus nidos, y cuando estas no se dejan son los propios reptiles los que se tienen que tirar al mar a por ellas mientras los persiguen leones marinos. En Noruega una especie de patos es la única que puede aguantar la marea más fuerte del planeta para comer mejillones solos y a su gusto. Un tiburón da a luz en un manglar y directamente se pira, dejando que su retoño se las apañe solo desde el principio. En otro lugar los tiburones llegan a perseguir a un banco de peces hasta la mismísima orilla, llegando a saltar brevemente sobre la arena para atacar y volverse al mar a coletazos. Un grupo de mantas raya saben cuándo hay una especie de pez que se aparea una hora al año a base de juntarse todos y todas, soltar los óvulos y el esperma en las mismas aguas y dejar que la corriente se los lleve: aparecen las mantas y con su enorme boca aspiran grandes cantidades de estos huevos. En las Malvinas los pingüinos macho se quedan a incubar los huevos de la pareja, y son las hembras las que han de salir a uno de los mares más tormentosos del mundo a buscar comida y luego a cargar con ella acantilado arriba, a riesgo de matarse contra las rocas. Pero la gran cantidad de agua deshelada procedente de los polos está haciendo que estas corrientes globales se estén ralentizando o incluso parando.

Finalmente, el quinto se ocupa de una de las mayores fuerzas transformativas del planeta: los humanos. Tres expertos biólogos, conservacionistas y economistas se unen al propio Attenborough para explicar lo crudo que nos lo hemos puesto. El calentamiento global provoca cada vez más sequías e inundaciones. La mayoría de los animales dependen de unos patrones regulares de clima, sabiendo cuándo va a llover, o no, cuándo va a helar, o no, etc. Pero ahora todo eso está cambiando. En Kenia familias enteras de elefantes mueren de sed y cuando solo pueden sobrevivir las crías, los cuidadores del parque se convierten en sus padres durante años, dándoles biberones del tamaño de garrafas ocho veces al día. De adultos ya solo pueden sobrevivir de vuelta a la libertad si los encargados rellenan manualmente los cauces de agua cuando vuelven las sequías. Las cinco extinciones masivas anteriores conocidas en la historia fueron producidas todas ellas por aumentos de dióxido de carbono, en aquel entonces causados por volcanes o, en un caso, por un meteorito. Pero esta vez estamos siendo nosotros quienes lo estamos provocando, a base de quemar combustibles fósiles, lo cual está llevando a más incendios, más huracanes y más condiciones extremas. Y todo esto habiendo sufrido el planeta solamente un grado centígrado de aumento medio de temperatura. Se calcula que por cada grado que aumente a mayores en el futuro, mil millones de personas pasarán a vivir en lugares considerados inhóspitos, provocando migraciones inevitables… de seres humanos.

¿Qué se puede hacer? Entre otras cosas, plantar árboles. Pero a lo bestia. Justo al sur del Sahara está el proyecto Muralla Verde, que pretende plantar cientos de millones de ellos de este a oeste del continente, para evitar que el desierto se expanda más hacia el sur. En Senegal ya se han plantado doce millones. Por contra, lo que está pasando en el Amazonas es como arrancarnos un pulmón entero del cuerpo. En Manaus, la ciudad brasileña en la jungla, los animales que huyen ya se están metiendo por las calles, y hay grupos enteros dedicados a rescatar a los monos, perezosos, águilas, tucanes e incluso jaguares que se han venido a refugiar donde pueden. También allí hay otro proyecto para plantar 73 millones de árboles, a base de mezclar semillas de diferentes plantas en una especie de popurrí en sacos, para dar variedad, y esparcirlas a mano, como se hacía antes en los pueblos. Sin embargo, no hay que olvidarse de los océanos, que es donde se produce el 70% del oxígeno y donde acaba la mitad del CO2 producido por el hombre. Esta acumulación, y la sobrepesca, acidifican las aguas, lo cual por ahora está matando a casi todas las barreras de coral y al 40% del fitoplancton, que es la base de la cadena alimentaria marina. La única solución es acotar zonas donde se prohíba la pesca totalmente, a modo de santuarios marinos, y que una vez que allí las especies puedan reproducirse a gusto y se recuperen, el exceso de población saldrá nadando de las áreas protegidas, produciendo lo suficiente para seguir pescando desde fuera de esas zonas. Donde esto se ha intentado, como en Gabón, ha funcionado de maravilla, y se calcula que acotando un tercio de las costas del mundo, se producirá de sobra para pescar en los otros dos tercios, a la vez que se recuperará la capacidad oceánica de quemar dióxido de carbono, lo cual es vital. Pero lo que tiene que parar ya es el consumo de energías fósiles y pasarnos a la solar, geotérmica y eólica cuanto antes. Marruecos ya tiene en el Sahara la «granja solar» más grande del mundo, que pronto no solo abastecerá a todo el país, sino que empezará a exportar electricidad a Europa.

Todo esto y más en cada episodio de una hora, cuya mayor parte está dedicada a los animales y fenómenos naturales de los que se habla en él, pero en los últimos minutos se le da la vuelta a la cámara y se nos cuenta lo difícil que es conseguir algunas de estas imágenes tan admirables que nosotros vemos tan cómodamente en casa (cuatro años, doscientas personas, tres mil horas de grabaciones, equivalente a 125 días enteros con sus 24 horas), que a menudo son únicas en su género o las primeras obtenidas de algunas especies o de sus comportamientos. Para lo de los flamencos en el cráter hubo que traerse un aerodeslizador que quedaba destrozado cada pocos días por los cristales de soda, y era la tribu local, los masái, quien se encargaba de remendar los faldones de la embarcación a mano, igual que han reparado y fabricado cosas toda la vida. Para poder encontrar una manada de zorros árticos en medio de la nieve durante una noche de cuatro meses y a 50 bajo cero hubo que poner un localizador a uno de ellos, y aun así casi nunca conseguían sintonizarlo. Solo la cabezonería del legendario cámara Rolf Steinmann, el mismo que se escaldó la pierna en Rusia (que ya tiene bemoles) logra conseguirlo a base de no parar de intentarlo con el dron. Encontrar a los camellos en el Gobi se puede comparar a encontrar una aguja en un pajar, siempre y cuando el pajar tenga el tamaño de Bélgica. Las imágenes de los cámaras siguiendo la odisea de la iguana bajo el agua son de las que separan a los espectadores entre los de «yo quiero hacer eso» y los de «yo ahí no me meto ni loco». Además, los continuos progresos técnicos hacen que cada nueva serie de documentales supere en espectacularidad a la anterior. Prácticamente cada fotograma de los 60 minutos de cada episodio, elegido al azar, es un prodigio de composición, belleza, encuadre y colorido, y cada secuencia de vídeo una maravilla de plasticidad en movimiento. La llegada de los drones ha multiplicado las posibilidades de encontrar y filmar a los animales más recónditos, y las imágenes submarinas son tan nítidas que a veces uno tiene que recordarse a sí mismo que lo que está viendo está ocurriendo debajo del agua.

Con cada serie documental que ha hecho, el tono de Attenborough ha ido cambiando de lo simplemente divulgativo, que ya es mucho, a la advertencia: lo que todos nos decimos unos a otros de que nos estamos cargando el planeta y de que vamos a morir todos es cierto. Soltamos cien veces más carbono que todos los volcanes del mundo juntos. Un tercio de las tierras emergidas están amenazadas de acabar desérticas. En el Amazonas hay inundaciones cada cuatro años en vez de cada veinte. El volumen máximo de las cataratas Victoria es la mitad del que era. Catorce mil toneladas de agua por segundo se deshielan de los polos, ralentizando las corrientes marinas. Sin embargo, la manera en la que él lo expresa nunca es de cabreo o de proselitismo, sino de una tristeza apenada por el hecho de que pronto las generaciones siguientes no van a poder ver todas esas cosas que él ha visto, acompañada de rayos de esperanza al mostrarnos también que la mayoría del daño que hemos hecho aún tiene arreglo, como puede verse con múltiples ejemplos. Zoológicos de todo el mundo ya están recogiendo ADN de todas sus especies (unas diez mil ya) y almacenándolo a 200 bajo cero «por si ocurre lo peor». La serie se cierra con un grupo de adolescentes mostrando su preocupación por el legado que les estamos dejando, y de todos nosotros depende que estos programas, además de ser un documento científico, no pasen a ser también un documento histórico.

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