Jaime Gil de Biedma era, en ese momento, pese a su vigorizante juventud, un hombre atormentadísimo. La crisis vital que le acuciaba en aquel año de 1966 arrastraba consigo una angustia de la cual no conseguía escapar. Pastillas, alcohol, sexo, y de fondo, por supuesto, el suicidio. Gil de Biedma contó en diversas ocasiones cómo se produjo la escena: la zozobra le hizo tumbarse en su corral segoviano de Nava de la Asunción para mirar el cielo y creer que la muerte, por fin, le había alcanzado. Sin embargo, cuando esta crisis existencial estaba a punto de llevárselo por delante, surgió el poema. Se titula Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma, y si alguien de los aquí reunidos no lo ha leído aún, le recomiendo que lo haga antes de pasar al siguiente renglón. Un canto contra sí mismo, ya muerto. Los traumas, la memoria, todo pesaba demasiado; pero aquel poema, paradójicamente, le había salvado la vida.
Estos días se ha desatado la polémica por un homenaje que se le ha dedicado al poeta organizado por el Instituto Cervantes y por su director, Luis García Montero. Algunos compañeros de gremio, entre los que se cuentan, por ejemplo, Andrés Trapiello, Félix Ovejero o Paul Luque, le han afeado a la institución el hecho de que se agasajen las virtudes morales de Gil de Biedma, sobre todo atendiendo a cierto episodio que el poeta relata en sus memorias. Según cuenta el propio Jaime, allá en Manila, cuando desempeñaba su labor dentro de la tabacalera familiar, pagó a un filipino de catorce años para compartir lecho con él. Surge entonces el otro Gil de Biedma, preso de la carne y los excesos, nocturno y lascivo, fatal. ¿Existiría el genio sin ese demonio?
Los reproches morales que se le puedan hacer al poeta caen sobre terreno mojado. Él mismo dedicó toda su obra y aun su vida a mortificarse por ese otro Jaime Gil de Biedma, el decadente ser que terminó destruyéndose. Hablamos de un hombre que se transformaba por el color de la ginebra mala, que acababa pisando sótanos tan negros como su reputación, con la impaciencia del buscador de orgasmos, que diría él. El Gil de Biedma heredero de Cernuda, cortés, elegante y sofisticado, convivía con el contrario, autodestructivo y fatal. Contaba Miguel Dalmau, su biógrafo, que Jaime sufrió abusos sexuales en su niñez a manos de alguien de su círculo íntimo. Además, tuvo que ocultar su homosexualidad en un contexto que no aceptaba la condición, y bregar entre su vida de señorito burgués y su conciencia de clase. Sobre la mezcla de su atormentada biografía se levantó, como digo, su poética. Mi opinión es que se ha de asumir esa condición de hombre moralmente destruido si queremos glosar la obra del mejor poeta de la segunda mitad del siglo XX. Como siempre, la obra pervivirá cuando estas condiciones éticas dominantes se trastoquen, por eso yo quiero firmar aquí un canto a favor de ese Jaime Gil de Biedma, el poeta, el artista largo frente al humano breve. El genio que dependía, inevitablemente, de su lado oscuro.
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