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Genealogías trágicas - Paloma González Rubio - Zenda
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Genealogías trágicas (I)

No se trata solo de un registro, obedece a la arraigada creencia de que de tal palo, tal astilla. La genealogía es una herramienta indispensable para el biógrafo, para el narrador. Se convierte en un instrumento para determinar la herencia recibida por un personaje histórico o de ficción. La herencia avala el valor en hombres...

Los relatos fundacionales contienen interminables genealogías, a modo de censos, que salmodian en orden estricto los nombres de los miembros de cada generación. Las narraciones se interrumpen en cualquier punto para dar cabida a una lista interminable de listas en la Ilíada, en la Biblia… como si el narrador tuviese miedo de que se le fuera a escapar un detalle vital.

"Existen genealogías venturosas y genealogías adversas; genealogías propicias y genealogías trágicas. La de la familia Douglas en la Inglaterra victoriana era una de estas últimas"

No se trata solo de un registro, obedece a la arraigada creencia de que de tal palo, tal astilla. La genealogía es una herramienta indispensable para el biógrafo, para el narrador. Se convierte en un instrumento para determinar la herencia recibida por un personaje histórico o de ficción. La herencia avala el valor en hombres y mujeres y la importancia de la sombra arrojada por sus actos.

Existen genealogías venturosas y genealogías adversas; genealogías propicias y genealogías trágicas. La de la familia Douglas en la Inglaterra victoriana era una de estas últimas.

El octavo marqués de Queensberry, Archibald William Douglas, un notable jugador de cricket y creador de una estirpe que pasó a la historia por sus hazañas deportivas y vitales de distinta índole, murió a la temprana edad de cuarenta años en un desafortunado accidente. La versión oficial de su obituario reza que su escopeta de caza se disparó mientras la manipulaba. El secreto a voces afirmaba que la manipulación del arma había sido deliberada.

Archibald William Douglas se suicidó, pero el suicidio, la depresión, la enfermedad mental, eran en la época victoriana taras que era preciso borrar tan cuidadosamente como los deslices sentimentales.

La desventura de la familia Douglas no termina en 1858 con esta tragedia: queda la historia de los hijos, de los nietos.

"El heredero del título de marqués de Queensberry, John Sholto, estaba destinado a destacar en la caza, la equitación y el boxeo"

Dos de los descendientes de Archibald William fueron mujeres, Gertrude y Florence Caroline. La primera fue una dama victoriana convencional; la segunda alcanzó popularidad como viajera, escritora y feminista (¿puede concebirse más trágica suerte en la época?).

De los cuatro hijos restantes de Archibald William Douglas, uno fue reverendo, Archibald Edward; el pequeño, James Edward Sholto Douglas, se suicidaría en un hotel de Londres en 1891 rebanándose el cuello con una navaja. Murió sin haberse casado ni tener hijos.

Lady Florence Caroline Douglas

El heredero del título de marqués de Queensberry, John Sholto, estaba destinado a destacar en la caza, la equitación y el boxeo. Fue el creador del primer club de la lucha documentado, un club que acogía a cualquier aficionado, independientemente de su clase social. No solo fue el fundador, también elaboró las reglas de esta nueva y civilizada disciplina. Un cuidadoso estudio de su personalidad rastrearía en él inquietantes anomalías: era un bocazas incorregible, poseía unos modales rudos, era, para coronar su interminable lista de virtudes de caballero de la época, ateo. Fue padre de Francis Douglas, que murió, como su abuelo, por las heridas causadas por un disparo «accidental» en una competición de tiro, tras el escándalo que supuso el rumor de su romance con Archibald Philip Primrose, el primer ministro, y al tiempo que ya se habían hecho públicas las relaciones homosexuales de su hermano pequeño, Alfred Bruce Douglas, «Bosie», con Oscar Wilde.

Oscar Wilde y Alfred Douglas.

He dejado deliberadamente por el camino al tío Francis, hermano de Archibald, otro de los hijos trágicos del patriarca.

Francis Douglas fue uno de los británicos que el verano de 1865 se dirigió a los Alpes en la época en la que aconteció el accidente de Staplehurst. Francis, como tantos otros británicos adinerados de la época, quería conquistar su «primera» en los Alpes.

El joven, que contaba entonces 18 años, contrató los servicios de los guías suizos Taugwalder y se encaminó al Ober Gabelhorn. No pudo hacer la primera: el honor se lo arrebataron Horace Walker y A.W. Moore por un solo día.

"El cadáver de Francis Douglas jamás fue hallado. Su familia, ya tocada por la tragedia de la muerte del padre, ofreció una recompensa a quien hallara a Douglas"

Francis no se rindió y puso rumbo al valle de Aosta, donde encontró a un alpinista desolado y humillado, Edward Whymper, al que su guía había burlado con añagazas para llevar a la cima del monte Cervino a un escogido equipo de italianos en lugar de a él. Douglas accedió a prestar apoyo a Whymper: se encaminaron a Zermatt y allí unieron fuerzas con Charles Hudson, el discípulo de este, Hadow, y un prestigioso guía de Chamonix, Michel Croz.

Alcanzaron la cumbre el 13 de julio, pero durante el descenso, Hadow resbaló, golpeó a Croz y este arrastró a Francis Douglas. La cuerda que unía a los alpinistas se rompió y los tres se precipitaron desde las alturas.

El cadáver de Francis Douglas jamás fue hallado. Su familia, ya tocada por la tragedia de la muerte del padre, ofreció una recompensa a quien hallara a Douglas. Lo describían vagando como un fantasma por los glaciares al pie de la montaña, hambriento y desorientado.

El accidente en el Matterhorn de 1865.

En Inglaterra estalló un escándalo sin precedentes, una cadena de artículos y críticas que se abonaban en el triste sino de la genealogía trágica de los Douglas. La lista de críticos fue encabezada por Charles Dickens, que se mostró el más combativo, el más activo, escribiendo artículos, cartas al propio Edward Whymper.

Charles Dickens, el hombre que se había quedado mudo un mes antes tras vivir en primera persona el descarrilamiento de Staplehurst, que había puesto en peligro su propia reputación, vociferó hasta quedarse afónico. Las publicaciones sobre el accidente ferroviario dejaron paso a la voz de los censores del alpinismo.

Ya entonces una mancha tapaba a otra mancha.

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Paloma González Rubio

Licenciada en Filología Semítica. Autora de Epitafio (Ed. de la Discreta, 2010), El delito de la lluvia (Ed. de la Discreta, 2010), João (Edelvives, Premio Alandar, 2019.), Antípodas (Ediciones SM, 2019), autora en Aurora o nunca (Edelvives, 2018; catálogo White Raven 2018). @PalomaGlezRubio

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