Llevo 27 años escribiendo esta página, sin faltar un domingo, y eso hace un total de 1.397 artículos publicados aquí. Escribiendo novelas llevo algo más: 37 años. Y antes de eso, o solapándose con ello, anduve 21 años como reportero de prensa y televisión. Convendrán conmigo en que habría que ser muy embustero, maquiavélico e incluso inteligente –punto que estoy lejos de rozar, me temo– para que, con semejante exposición pública, un lector lúcido no advirtiese mis puntos de vista: mi forma de mirar el mundo. Como dijo no recuerdo quién, se puede engañar a alguien mucho tiempo, se puede engañar a muchos durante algún tiempo, pero es imposible engañar a todos durante todo el tiempo.
Esta introducción viene al hilo de lo que ocurrió hace dos semanas, pero en realidad ha ocurrido otras veces. Estaba en Twitter con algo que me pareció divertido para pasar el rato: llamar por teléfono a amigos o conocidos para que me contaran lo que en ese momento les pasaba por la cabeza: qué leían, qué hacían, qué pensaban del confinamiento en que estamos. Lo hice sin que nada tuviera que ver con eso su filiación política, el que la tuviera o tuviese. Preguntando a todos cuyos teléfonos tenía a mano. La respuesta fue masiva y generosa, y mis seguidores tuiteros y yo mismo pasamos buenos ratos enterándonos de cómo Álex de la Iglesia recomendaba series de televisión, José María García largaba de los políticos, Juan Eslava se las ingeniaba con la parienta, Mario Vargas Llosa hablaba de Galdós y Begoña Villacís cambiaba los pañales de su hija. Cosas así.
Fue simpático. Tres tardes agradables y medio centenar de testimonios. Pero incluso en ese espacio relajado, diverso, donde lo mismo Juan Carlos Monedero, izquierdista extremo, contaba su tabla de gimnasia que Santiago Abascal, líder de Vox, relataba sus inquietudes de estos días, asomó, como no podía ser de otro modo en este envenenado lugar llamado España, el sectarismo y la mala leche. Y no de los interrogados, pues todos estuvieron impecables, sino de algunos tuiteros que, al verlos aparecer allí, se lanzaron a controlar con quién podía yo hablar por teléfono y con quién no. Fue interesante, aunque no inesperada, la visceralidad sectaria con que algunos comunicantes me reprocharon que diese voz, incluso para decir qué película estaban viendo, a alguien de derechas, a alguien de izquierdas, a alguien cuya catadura moral o intelectual cuestionaban. A un rojo, un fascista, cualquiera que no encajara en gustos o ideas. Hasta a José María García le reprocharon tener pasta y ser bajito.
Pero lo que más me llamó la atención no fue eso, sino el latiguillo que a veces surge cuando en un artículo o tuiteo hago referencia a lo que un indignado no comparte: me ha decepcionado usted, o –aquí se pasa mucho al tuteo– me has decepcionado, Reverte. Llevo leyéndote toda la vida, tengo todos tus libros, pero al mencionar a ese rojo, a ese fascista, a esa tortillera, a ese corrupto, a ése cuyo mundo no comparto, se me ha caído un mito. Veo que quieres congraciarte, que has cambiado, que te arrimas tal y cual. Qué decepción, tú antes molabas. Nada importa que el día anterior la mención a alguien de su gusto, que aplaudió, fuera criticada por quienes piensan lo contrario. Nada importa, tampoco, que a estas alturas de la vida uno se haya ganado el derecho a telefonear, aludir, elogiar o criticar a quien le dé la gana, con una agenda que desde hace medio siglo –también con eso escribo novelas– concita a toda clase de gente respetable o infame, lo que incluye a políticos, periodistas, asesinos, mercenarios, prostitutas, proxenetas, traficantes… Con ellos tuve y tengo contacto, conversaciones y en algún caso amistad. He conocido a narcos y torturadores, policías y ladrones, misioneros y héroes, y todos ellos me ayudaron a enfocar con más nitidez la vida, como debe ser. Escuchar, dar voz, interesarse por todos, buenos o malos según se mire, no significa aprobar ni compartir. Les aseguro que si tuviera los teléfonos de Hitler, Stalin, Nerón o la mujer de Putifar también los llamaría de vez en cuando –sobre todo a la mujer de Putifar– para ver qué opinan del coronavirus o el lucero del alba. Incluso me tomaría una copa para tirarles de la lengua, como hice en mi vida con tanta gente noble y también con tanto hijo de puta. Sólo se trata de mirar más allá de lo que las orejeras de la estupidez y el sectarismo limitan; ver que hay otro mundo, aunque no sea el propio –aunque también lo es de alguna forma–, al otro lado de la colina. Y si después de medio siglo contándolo a alguien se le cae un mito por un tuit de 280 caracteres, lo tengo claro: que enrolle cuidadosamente el mito, se lo introduzca en el ojete y se vaya a hacer puñetas.
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Publicado el 12 de abril de 2020 en XL Semanal.
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