El piso seguía oliendo al Abuelo. Llevaba más de dos años sin vivir allí, pero las paredes y los muebles continuaban impregnados de su olor. El joven se dirigió al lavadero donde estaba la llave de paso del agua, junto a la pila. Llenó una botella y salió al balcón a regar las plantas. La terracilla parecía un edén en los buenos tiempos: estaba colmada de tiestos, predominando los claveles. El Abuelo siempre decía que lo que más le gustaba en la vida eran las flores, las mujeres y el vino. Dependiendo del día anteponía unas a otras, pero ésa era su trilogía vital. Lo recuerda sentado en sus sillones de mimbre, rescatados de un contenedor de basura —estaban impecables, y al anciano, que había vivido la crudeza de la guerra y de la posguerra, le pareció un sacrilegio que acabaran en un vertedero—, dándole tientos a un porrón de vino de jumilla, comprado en La Machacanta, mientras le hacía reparar en la belleza de tal clavel, cual gladiolo o tal geranio.
Desde que lo llevaron al asilo ya nadie mima las macetas. De las veinte o más que competían entre sí por alegrar las almas de humanos y pajarillos apenas sobreviven tres. Su padre prometió que se haría cargo de atenderlas, pero viene una vez a la semana como mucho. A la vista está que se le han secado la gran mayoría. Aguanta el poto que plantó la Abuela hace ya casi dos décadas. Le arranca las hojas muertas, intenta anudar sus ramas a las guías de hilo que dejó trenzadas el Abuelo. No se perdonaría perder al único ser vivo que lo sigue vinculando con la Abuela. La evoca cantándole a sus plantas mientras las cuidaba.
El joven acaricia con sus ojos los tiestos de sus ancestros. Le ha encomendado a su hermano que los atienda con celo mientras él no esté. El zanguango le ha dicho que cómo mientras que él no esté, que a dónde iba a ir, que bastante se la jugaba tomando el tranvía para ir a regar las plantas, que no sé qué más de las multas que ponía la policía a los que se saltaran la cuarentena en esos tiempos del coronavirus. Calló su perorata, repitiéndole su encomienda.
Cierra la puerta del balcón. Se despide de los objetos que acompañaron las vidas de los Abuelos. Se detiene ante una fotografía tomada el día de la boda de sus ascendientes: la Abuela resplandece mirando enamorada a su marido, mostrando el perfil en el que sobresale la narizota que han heredado su padre y su hermano. Y él, reconoce. El Abuelo, ufano, luce esa sonrisa de galán de cine italiano que tantos corazones femeninos conquistó, incluso después de casado. “Ay, pícaro viejo, le dijo la perdiz al conejo”, musita recordando una de sus cantinelas.
Se demora repasando los rasgos de la Abuela. Apenas los recuerda. Cuando murió, la Tita ocultó sus retratos. “Al Abuelo le daban mucho sentir”, defendía, “no quiero que sufra: ya sabes cómo tiene el corazón”. Arrulla la foto. Invoca los escasos recuerdos que conserva de ella: cuando todos los jueves, sin faltar ni uno, le compraba en el mercado una bolsa gigante de gusanitos y se los ponía en el armario de la cocina, bajo, donde él pudiera alcanzar. Lo primero que hacía al ir a su casa era dirigirse al armario y abrirlo en busca de su tesoro. Luego se dejaba besar por ella, en esa cascada de besos, a lo metralleta, que tanto añora ahora. Sus padres la reñían por malcriarlo, pero ninguno de los dos les hacía caso. Rememora cuando lo llevaba al parque para darle a los patos los gusanitos que se habían puesto rancios de la semana anterior. Podía montarse en cuantos cacharros quisiera. Ella ni le reñía ni le metía prisa como sus padres. Y de vuelta caía algo en la tienda de chuches del barrio. Con un nudo en el alma evoca el verano en el que, estando ya devorada por el cáncer, le pidió al Abuelo que hiciera los 700 kilómetros hasta la casa de veraneo donde su madre lo llevaba por entonces, sólo para verlo y llevarle más de un kilo de gusanitos. Él quería ir al cine. Ella, a pesar de que ni la morfina le daba tregua, se empeñó en acompañarlo. Le compró cuantas chuches quiso.
Se enjuga las lágrimas que han brotado sin darse cuenta. Se vuelve y mira el mueble de la televisión. Tiene cristales en algunas puertas. Está lleno de fotos suyas, de su hermano y de la prima con el Abuelo. Éste quería tener siempre a la vista a sus nietos. En la puerta de la derecha, en la que da al balcón, hay una foto de la Virgen. Él siempre decía que tenía dos madres, la suya y la Virgen, y que, de niño, se cayó de un columpio y se dio un golpe en la cabeza contra la testa de otro zagal. Jura que vio a la Virgen. Al lado hay un retrato suyo: tendría menos de 60 años. Se le ve estupendo, con todo el pelo —a diferencia de su padre, que se quedó calvo a los veintipocos—, con canas en las sienes que lo hacen más interesante, y fuerte como el pino que siempre ha sido.
El joven menea la cabeza. Ya está bien de sentimentalismos. Ha venido a lo que ha venido. Alea iacta est, como diría el plasta de su padre: los dados han sido tirados. No hay vuelta atrás. Se dirige al dormitorio principal. Encima del armario ropero están las dos escopetas. Coge la más nueva. Rebusca en la caja metálica donde están los cartuchos. Sopesa unos segundos cargarla con los de postas: el capullo aquel se merece recibir en su pútrida cabeza unas postas de las de jabalí. Pero el Abuelo jamás le perdonaría que uno de los suyos fuera un asesino. Su conciencia tampoco se lo permite. La carga con los cartuchos de sal. Matar no matan, pero escuecen, y a ese hijoputa no se le va a olvidar la lección.
Antes de que él naciera, los Abuelos compraron una parcela en la huerta. Allí se levantaron ellos mismos una caseta con una chimenea y un aseo anexo. Fue su Paraíso. Lo tenían hecho un vergel de limoneros, naranjos, rosales de hasta seis variedades, cipreses y pinos. Su mayor felicidad era reunir en torno a la mesa a los suyos y comerse una pierna de cordero asada en el horno de leña o unas humildes patatas nuevas cocidas, acompañadas del alioli que tan divinamente hacía la Abuela en el mortero.
Al morir ésta, al Abuelo se le abría el alma al volver a la Huerta sin la mujer con la que había compartido 40 años. Fue espaciando sus visitas, circunstancia que aprovecharon los cenutrios que se fugaban del instituto aledaño para vandalizar lo que los suyos levantaron con el sudor de sus entrañas. Cuando el Abuelo iba, se lo llevaban los demonios al ver los destrozos. Más de una vez lo aporrearon a cantazos o limonazos los impresentables que faltaban a clase para joder al pobre viejo. No se sabe bien cómo, pero se hizo con esos cartuchos de sal y se conjuró a sí mismo para apostarse entre los limoneros y dar un escarmiento a los vándalos. Su padre y su tía se enteraron y lo disuadieron. Su Tito, hijo de guardia civil, lo amenazó con que podía acabar en la cárcel.
Ojalá y el Abuelo no se hubiera dejado persuadir. Los bárbaros siguieron arrasando, arrancando ventanas y puertas, quemando muebles, cegando el pozo… El ayuntamiento declaró la edificación en ruina y obligó a su padre a demolerla de urgencia. Ahí quedaron sepultados los sueños. Menos mal que el anciano ya no estaba en sus cabales y no se enteró del fin de lo que construyó con sus manos. De hecho, cuando iban a verlo a la residencia y lo sacaban al jardín, alababa las flores y arbustos que veía y les decía que en la Huerta iban a hacer algo igual. O cuando alguno de sus nietos le llevaba las notas, excelentes, él se emocionaba y decía que para celebrarlo se iban a comer un borrego en la Huerta.
El Abuelo fue hijo de la Guerra. Se crió sin padre. Su madre, analfabeta, se deslomó en trabajos durísimos para que no arrostrara las penurias que ella padecía y se abriera camino estudiando. Gracias a su Leona, como la llamaba, consiguió ser maestro. Como maestro trabajó en pueblos y aldeas perdidas antes de conseguir plaza en la capital. Cuarenta años al pie del cañón, habiendo faltado a sus clases sólo dos días porque una gripe de caballo lo amarró a la cama. Pudo prejubilarse a los 60, pero siguió en las trincheras de las aulas públicas. Era el director de un colegio situado en un entorno desfavorecido y sus gitanos lo necesitaban. A los 62 un infarto fulminante casi se lo llevó por delante: sólo el empeño de 2 médicos, que fueron mucho más allá de lo que marcaba el protocolo, consiguió mantenerlo con vida. Tuvieron que romperle a martillazos varios dientes para entubarlo y en su agonía pateó en el pecho a una pobre enfermera, a la que causó un enorme moratón. Si es que siempre ha sido un mulo. Pero, tras 10 días en la UVI, salió adelante. Incluso se reincorporó a su colegio, contra las protestas de los suyos. Sólo el cáncer de la Abuela, diagnosticado meses después, hizo que decidiera jubilarse para acompañarla en su calvario.
El joven encuentra el zurrón que llevaba el Abuelo en sus cacerías por el Pueblo. A él no le gustaba cazar ni matar animales, pero le apetecía acompañar a su mayor en andanzas por solanas y umbrías. Siempre le estaba enseñando algo. Como aquella vez en la que se sentaron a la sombra de un pino a almorzar y la perra Diana se tumbó boca arriba para que le rascara el pecho. A lo lejos divisaron un par de urracas. El Abuelo, tras partirle otro trozo del salchichón tan bueno que hacían en el Pueblo, le contó la historia de nueve hermanas, las Piérides, que se atrevieron a retar a las mismísimas Musas a una competición de canto. Fueron derrotadas, y las Musas, para castigar su osadía, las convirtieron en urracas, a fin de que graznaran durante toda la eternidad. Al principio pensó que era una invención del Abuelo, pero su padre le dijo que era un mito sacado de las Metamorfosis de Ovidio.
Una vez que murió la Abuela, él quedó desvalido como un pajarillo, a pesar de su cuerpo de oso. Apenas paraba en casa. Frecuentaba bares e incluso salas de fiestas para romper la soledad en la que se ahogaba. Sus hijos tenían cada uno su vida. Venían a verlo varias veces por semana, pero él no quería ser una carga. Recuerda ir con su padre a merendar con él al bar de la Rocío, una morenaza al que el pillo piropeaba, y vaciar entre ambos un par de botellas de jumilla. Nunca perdió el amor a la vida. Siempre tenía un requiebro que lanzar a las viudas que se sentaban en la mesa aledaña o a la camarera. Siempre piropeaba la belleza de unas flores, de su Virgen o de la ciudad y la huerta que moraba. Desde que leyó no hace mucho Zorba el griego, de Nikos Kazantzakis, lo tuvo claro: el Abuelo era el Zorba de la Huerta.
Las cosas empezaron a ponerse feas cuatro años atrás. Se le veía despistado, olvidaba si había comido o no, perdía las cosas y le hacía bastante difícil la convivencia a la señora que contrataron para que lo atendiera. Una tarde se desplomó en el suelo y se golpeó en la cabeza. Tras innúmeras pruebas llegó el temido diagnóstico: padecía alzheimer. Aún se resistió más de un año y siguió haciendo vida casi normal, sin faltar una tarde a su bar. Hasta que una mañana la cuidadora llamó a su padre al trabajo: se había vuelto a escapar y no lo encontraba por ninguna parte. Lo buscaron por todo el barrio. Al final estaba en la puerta de la azotea del edificio. Su padre lo invitó a acompañarlos, pero el Abuelo era incapaz de andar: se había olvidado. Lloraba mientras se miraba los pies como diciendo que él les mandaba caminar sin que ellos obedecieran. La situación empeoró. La familia tomó la decisión de ingresarlo en una residencia. El joven se opuso con todas sus fuerzas. Hubo de desistir.
Al principio todo fue bien. Los seguía reconociendo a todos, aunque no fuera consciente de dónde estaba ni de que tenía que llevar pañales e ir en silla de ruedas. Pensaba que su madre y su esposa estaban vivas y no paraba de preguntar por ellas. Cada vez que le preguntaba a la Tita ella le respondía que estaban las dos muertas desde hacía ya muchos años. Él comenzaba a llorar —¡llorar el que pensaban que era de mármol!— mientras reñía a sus hijos por no haberlo avisado antes. A los 5 minutos volvía a preguntar por ambas.
Jamás perdió el amor a la vida, ni en el asilo. Piropeaba a las auxiliares o a las ancianas que se encontraba a su paso, tiñendo de arrebol sus mejillas y resucitando una coquetería que creían extinta. Alababa la belleza de las flores y pinos del entorno o el canto de algún pajarillo. Su padre le llevaba una botella de vino, que compraba en La Machacanta, y juntos la apuraban agradeciendo cada sorbo. Siempre les interrogaba sobre adónde habían llegado con los estudios. Cuando su hijo le decía que él era catedrático y su hermana enfermera, se le humedecían los ojos: un nieto de su madre, analfabeta, catedrático, enfermera la otra. Les repetía que la mayor alegría para un padre, para un abuelo es que los suyos llegaran más lejos que él.
El joven monta la escopeta y la mete en el estuche para micrófonos que ha traído. Vuelve al salón y se planta ante la foto de su ancestro. Su mayor miedo era que éste lo olvidara y no lo reconociera cuando volvió de su Erasmus en Italia. No fue así: al verlo pasar a recogerlo a la sala de dependientes, al Abuelo se le iluminaron sus ojillos pícaros. Salieron al jardín y apuraron la botella mientras el mayor los deleitaba con alguna poesía —le gustaba mucho Machado—, algún fragmento del Tenorio —¡Cuál gritan esos malditos! / Pero, ¡mal rayo me parta / si en concluyendo la carta / no pagan caros sus gritos!— o alguna de las muchas consejas que atesoraba. Ese día su hermano estaba zumbón, y quiso ponerlo en evidencia. Llamó la atención del viejo para que reparara en el pendiente que su nieto mayor llevaba. El Abuelo, fruto de otra época con unas miras muy diferentes a las actuales, siempre había criticado a los que iban sin afeitar —»hay café… cafeitarse», les reñía cuando los veía mal rasurados—, con el pelo largo o llevaban pendientes. Miró primero a su nieto mayor, que esperaba una bronca de campeonato, luego al menor: “En mis tiempos eso era cosa de sarasas. Ahora no”.
El joven se despide del retrato del que le dio nombre con un nudo en la garganta. Hasta hace una semana parecía que los de su residencia se habían escapado de la maldita plaga del coronavirus, que se estaba cebando con la generación de los que sacaron adelante España y lucharon con uñas y dientes para dejar a los suyos una patria mejor que la miserable que ellos hallaron. Todo iba bien hasta que hace tres días llamaron a su padre y le dijeron que la enfermedad había penetrado en el asilo y el Abuelo era uno de los afectados. Su padre quiso subir, pero no lo dejaron: el enfermo estaba en aislamiento en su habitación, atendido por la médico y la enfermera. Estaba terminantemente prohibida la visita de familiares.
Ayer escuchó al Presidente de su Comunidad Autónoma, líder del partido que llevaba más de 20 años gobernando y que había saqueado a manos llenas y recortado lo indecible en sanidad y educación públicas, hasta el extremo de dejarlas en la ruina y exponer ante el virus a los sanitarios como la Tita, sin medidas de protección, abandonados a su suerte. El genares, aparte de culpar de todos los males a Pedro Sánchez y al Coletas, anunció que con todo el dolor de su mísero corazón iba a dar la orden de que en las UCIS no se atendiera a los mayores de 80 años. Había que, sintiéndolo mucho, priorizar vidas. Al joven se le fueron los demonios al escuchar semejante falta de humanidad. La Tita llevaba varios días sin responder al teléfono: sospechaban que se había contagiado y que no quería decir nada para no preocuparlos más.
Maldijo a los infames políticos que regían sus destinos: por supuesto que el Sánchez y el Coletas tenían culpas, que en su momento habrían de arrostrar, pero también las tenían los del partido del máster dos por uno o los vertedores de odio, que sólo sabían rebuznar ruindades y bulos. Cuando los veía en la tele, el viejo les llamaba «gelipollas», que era como llamaban en el Pueblo a quienes les faltaban estudios para ser gilipollas. Al Coletas no lo podía ver, pero al barbas avinagrao le decía «ovejo»: no tenía temple para ser cabrón. No se cortaba, no. Su padre decía que estos políticos eran fiel reflejo de la sociedad que los había encumbrado. Si eran tan nefastos, tal era esta sociedad.
Mísera patria, condenada a seguir siendo lo que ya Goya puso en evidencia con aquella pintura negra llamada Duelo a garrotazos, en la que dos gañanes, enterrados hasta las rodillas, se zurran inmisericordemente con dos garrotes. La pintura decoraba la Quinta del Sordo y compartía pared con la que representa a las Parcas, una de las cuales simboliza la muerte con sus tijeras para cortar el hilo de la vida. Desdichados españoles sentenciados a ser españolitos y que, como rezara don Antonio Machado, tantas veces recitado por el Abuelo:
Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.
Españolito que vienes
al mundo, te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.
Esta mañana llamaron avisando de que el Abuelo había empeorado y que se prepararan para lo peor. Lo imaginó solo en su habitación, con una mascarilla de oxígeno insuficiente para paliar su asfixia. Su corazón, herido por el infarto, no aguantaría mucho. Tal vez en la UCI tendría alguna esperanza, pero los indeseables decretaron que su vida era prescindible: tenía 82 años y patologías previas. ¡Maldito eufemismo! A poco más que lo cuidaran era capaz de llegar a centenario. ¡No era nadie el Abuelo!
La idea le vino cuando su padre lo llamó y les dijo que él se iba a subir a la residencia y que iba a hacer lo imposible por que lo atendieran o, al menos, lo dejaran acompañarlo en su muerte, aunque lo tuvieran que confinar a él también. Su padre era un calzonazos.
Él sí sabía lo que tenía que hacer. Su amigo Gervasio era periodista en una televisión local. Varias veces le había pedido que le ayudara llevando el micrófono para las entrevistas. Durante la pandemia lo había acompañado a ruedas de prensa, los micros y la pértiga en el estuche que tenía en la mano ahora. Los de seguridad estaban acostumbrados a verlo entrar con él y ya no lo hacían pasar por el escáner.
Si lo pillaban, mala suerte, pero, si no, los carroñeros que habían dicho que la vida del Abuelo estaba sentenciada se iban a jiñar encima y alguno se llevaría un cartuchazo de sal de recuerdo.
¡Por el Abuelo y por todos su viejos, los héroes olvidados, sacrificados al dios de la inhumanidad en estos tiempos aciagos, cuando ya no son útiles al Mercado! ¡Por ellos: por los que hicieron una España mejor, que sus hijos, indignos, han dejado desguazar!
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: