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Cuando los libros se caen de las manos - Fernando Beltrán - Zenda
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Cuando los libros se caen de las manos

******** De cualquier forma, me di cuenta muy pronto, al cabo de los hechos, que los nombres de lo escrito dan completamente igual días después, cuando eres ingresado abruptamente en la antesala del miedo, y ya sólo te restan fuerzas, y no muchas, para intentar salir del fondo tú mismo. O lo que quede de...

Comprobé estos días de pesadilla que quien más, quien menos, casi todos nos empeñamos desde el gremio de la escritura en defender a capa y espada las virtudes del oficio, las virtudes de la lectura, las virtudes de los libros. Su terapia tan a mano en momentos difíciles. Intentamos justificar así quizás tanta hermosa sangre derramada desde nuestras tripas a lo largo de la vida, o de lo que antes llamábamos vida. Porque ya nada será igual. Tampoco la entereza será nunca lo mismo. Lo que yo llamaba entereza. Porque, aunque le diga, por ejemplo, a todo el mundo que recibí la confirmación de la noticia tranquilo y con entereza, y seguiré afirmándolo así ante quienes me lo pregunten, la verdad fue muy distinta. Fue leer los resultados del Test que me habían hecho en urgencias dos días antes, POSITIVO, y sufrir el impacto que uno siente cuando sabe que acaba de complicarse su vida. Y sin coartadas literarias esta vez, de esas que nos fabricamos a medida los poetas para sentir fiebre sin necesidad de que el termómetro tenga nada que opinar al respecto, basta con nuestra propia cantera permanente de mercurio al rojo vivo. Hasta ahora llamaba a todo esto oficio. Y obligación del oficio. Un sacerdocio laico, de alguna forma, nos pongamos como nos pongamos de estupendos a veces. Y hala, a escribir otra oración, otra canción, otro grito, otra queja, otra blasfemia, otro himno, otro poema, otro capítulo. Cada uno es libre de llamarle como quiera a sus abismos, también a sus bellezas.

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"Porque tal vez las palabras volvían ahora a estar en su lugar, a demostrar su verdadero valor en momentos así, y su sabiduría"

De cualquier forma, me di cuenta muy pronto, al cabo de los hechos, que los nombres de lo escrito dan completamente igual días después, cuando eres ingresado abruptamente en la antesala del miedo, y ya sólo te restan fuerzas, y no muchas, para intentar salir del fondo tú mismo. O lo que quede de ti. Y en ese sentido, lo escrito es tu legado, sí, y te ayuda en esa armonía interior que sentí luego en los momentos peores, pero en realidad y al tiempo estaba muy lejos por primera vez en mi vida de la escritura. Sin claridad para ordenar las palabras, que tampoco rompían espontáneas, salvo aquella primera mañana, ya ingresado, que creí no llegaría nunca a lo largo de la noche más infernal y sinfín, y al ver de pronto la luz del sol atravesar la grieta de la persiana escribí de memoria en un rapto aturdido Nunca / la luz del día / tanta luz. Fue lo último. Luego los días oscuros, las noches aún más oscuras, las palabras a oscuras. Olvidándose de mí, abandonándome también, sólo a mi suerte, solo a mi suerte. O más hermosas y verdad que nunca esas mismas palabras, pensé de repente, cuando ya empezaba a resignar y reprochar que eran esquivas, definitivamente esquivas. Inmenso error. Porque tal vez las palabras volvían ahora a estar en su lugar, a demostrar su verdadero valor en momentos así, y su sabiduría. No quitarme un ápice de vida pronunciada, una mínima sílaba de energía, una coma siquiera que entorpeciera el paso de la frase del aire en mi interior. Las palabras se echaban a un lado, eso era todo, a un lado a mi lado, para dejarme paso, entero, quedándose en un segundo lugar, sabiendo que su papel, a veces, es decir, y a veces es callar para decir mejor. Y ambas son expresión. Abandoné el esfuerzo. Como poco a poco abandoné uno, dos, los tres libros —exagerada y sicótica previsión de adicto—, que había arrastrado conmigo para cruzar, remar, pedalear las horas más interminables y esenciales de mi vida. O de lo que antes llamábamos vida, porque ya nada será igual. Libros para vadear quizás el último río del camino. Y eso ocurrió, en verdad. Papel mojado, uno tras otro, cansancio agotador, libros cayéndoseme de las manos, autores que no cuajan, historias que no rompen, lecturas imposibles. Y de pronto la claridad viene del cielo, como escribió el poeta Claudio Rodríguez, mi maestro y amigo.

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"Y es que quizás los libros, quién me lo iba a decir, tan vanidosos ellos, tan pagados de sí mismos, tan autosuficientes con más frecuencia de la debida, son en verdad y a su pesar tan humanos"

A punto ya de juzgar cada libro, y en realidad los libros estaban siendo más cómplices y verdad que nunca, y venían a demostrarme una vez más, la más difícil, una lección inesperada: que también saben callar, permanecer cerrados, aguantarse las ganas de decir, para escucharte sólo a ti, para supurar contigo cada uno de los mil pinchazos que te sangraban ya de la cabeza a los pies a esa altura del desguace. Y ellos saben perfectamente que, ante eso, sólo les queda abrir mucho los oídos, los ojos, escuchar, anotar, respetar, doler, acompañar al colega, o al lector ocasional, y en todo caso dejarse abrazar, sólo eso. Dejar que sean las manos del enfermo las que descubran que los libros a veces están para ser leídos, y a veces también para ser apretados, sostenidos, sin intentar leerlos, sin abrirlos. Y ambas son expresión. Saber sin embargo que, al tenerlos al lado, callados, cerrados, apilados como se apilan en el campo las alpacas de trigo aguardando con paciencia el pan futuro, como se apilan en silencio las pesas en el gimnasio esperando el próximo ejercicio, respetuosos, sin decir, están diciéndolo ya todo. Están hablando desde el universo entero de los libros que en el mundo han sido, incluso por supuesto los que tú escribiste, y hoy no tendrías ni fuerzas ni ganas de leer. Y es que quizás los libros, quién me lo iba a decir, tan vanidosos ellos, tan pagados de sí mismos, tan autosuficientes con más frecuencia de la debida, son en verdad y a su pesar tan humanos, tan verdad, tan carne doliente a veces, celebratoria otras, como nosotros mismos. Tan miserias y grandezas. Y no serían verdad, ni útiles, ni servirían de nada si no estuvieran ahí también para caérsenos de cuando en cuando de las manos. Afortunadamente. Cuando saben además que esas manos que intentan arañar aún con un ápice de ilusión la vida deben quedar libres en momentos así para los demás, mis hijas, mi amor, mi calle, mis trenes, mis charcos, mis amigos. Y si me lo permitís, tengo derecho hoy a elegir el postre de estas líneas: para uno mismo. ¡Gracias, libros!

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Fernando Beltrán

Fernando Beltrán (Oviedo 1956). Autor de los poemarios Aquelarre en Madrid, Ojos de agua, El gallo de Bagdad, Amor ciego, Bar adentro, La Semana Fantástica, El corazón no muere, Mujeres encontradas, Sólo el que ama está solo, Los días y Hotel Vivir. Reunida en Donde nadie me llama (Hiperión), su obra ha sido traducida parcialmente a más de veinte idiomas, y de forma completa al francés. Sus artículos y ensayos en prosa han sido editados por la Universidad de Valladolid bajo el título La vida en ello. Profesor en varias instituciones académicas, creador del estudio creativo El Nombre de las Cosas y fundador del Aula de las Metáforas, su obra ha sido galardonada, entre otros, con el Premio Asturias de las Letras y el premio Foro Europeo. Su último poemario es La curación del mundo, publicado en Hiperión, con portada de Pep Carrió. @nombrarlascosas

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