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La bola de nieve, de Alaitz Leceaga - Zenda
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La bola de nieve, de Alaitz Leceaga

Alaitz Leceaga (Bilbao, 1982) es una de esas voces que irrumpen con fuerza y ya no puedes dejar de escuchar. Entre 2008 y 2011 escribió y publicó numerosos relatos cortos en castellano y en inglés en distintos portales de Internet. El bosque sabe tu nombre fue su debut en la no­vela, a la que siguió...

Alaitz Leceaga (Bilbao, 1982) es una de esas voces que irrumpen con fuerza y ya no puedes dejar de escuchar. Entre 2008 y 2011 escribió y publicó numerosos relatos cortos en castellano y en inglés en distintos portales de Internet. El bosque sabe tu nombre fue su debut en la no­vela, a la que siguió Las Hijas de la Tierra. En sus letras hay mucho de las Brontë y de Daphne du Maurier, pero con un sabor contemporáneo inconfundible.

Si hay algo que define a Alaitz es su increíble capa­cidad para retratar historias en las que sus protagonis­tas femeninas se hacen dueñas del espacio que habitan, aunque sea uno tan reducido como una bola de nieve. En este cuento hay una crueldad larvada y un sentido de la justicia ejemplares. (Juan Gómez-Jurado)

A Clara no le gusta conducir por la noche. Le parece que los árboles que crecen a ambos lados de la carretera se acercan más al quitamiedos después de la puesta de sol: sus ramas largas se extienden hacia ella, como brazos que intentan rozarla en la oscuridad. Pero sabía que no tenía otra opción que hacer los últimos kilómetros esa misma noche, si es que quería llegar a tiempo al cumpleaños de su madre. Y aquel era un cumpleaños especial, de esos que parecen más importantes que los demás: su madre cumplía cincuenta años.

Así que Clara combate la oscuridad de la carretera secundaria por la que avanza, con música. En el habitá­culo de su Golf suena Blondie a todo volumen: One way, or another. Ella canturrea el estribillo mientras sujeta el volante con más fuerza al llegar a la zona más oscura del bosque.

Han pasado casi sesenta kilómetros desde que ha vis­to la última farola y en esa zona no hay casas, ni tiendas, ni nada remotamente parecido a la civilización. Es una noche sin luna, la única luz en el mundo es la que los faros delanteros de su coche lanzan a su paso. Baja el volumen de la radio y levanta un poco el pie del acelerador. Le pre­ocupa haberse perdido.

—Mierda —masculla, mientras comprueba otra vez la ruta en el GPS—. Así no voy a llegar nunca.

Clara suspira frustrada y se aparta un mechón rubio de la cara. Mira por el retrovisor. Nada. Tan solo el humo que sale de su tubo de escape y asciende en el aire helado de la noche. Vuelve a comprobar la ruta en su GPS para estar segura: es el camino correcto pero está tardando más de lo que pensaba en llegar a su destino. Decide ponerse en marcha otra vez, aunque ahora no sube el volumen de la radio para poder prestar atención a los ruidos del bos­que alrededor.

Entonces se enciende una luz intermitente en el salpi­cadero de su coche. La lucecita es roja y parpadea, de esas que es imposible ignorar.

—No, no. Precisamente ahora no… —Clara mira la estúpida luz como si pudiera apagarla con su mente—. Y precisamente tenía que ser esta noche. Mierda.

Clara estudia medicina, no sabe nada de mecánica aparte de lo que le enseñaron en la autoescuela cuando se sacó el carnet de conducir hace un par de años. Resigna­da, quita la llave del contacto y el aire dentro del coche se queda en silencio. Mira su teléfono pero ya sabe lo que va a encontrar: sin cobertura.

—Genial…

Todavía tarda un momento más en decidirse a salir del coche. Fuera, la noche es fría. Puede notar la hume­dad del bosque colándose por los agujeritos de su jersey de lana. Clara se asegura de coger su bolso del asiento del copiloto, cierra el coche, y empieza a caminar por la carretera oscura.

El otoño está acabando y el invierno casi puede olerse en el aire gélido de la noche. Clara no lleva ropa de abrigo así que después de cinco minutos caminando, el aire frío le pica en la garganta y le congela la nariz. Puede ver su aliento flotando delante de ella, acelerado por la caminata. Los tacones de sus botines resuenan en la noche.

Entonces, después de una curva, aparece una luz en el margen de la carretera. Es una casa: una cabaña.

«Ya está. Lo he conseguido», piensa Clara con una sonrisa en sus labios fríos. No hay más casas alrededor de la pequeña cabaña, tampoco farolas o edificios, ninguna persona en kilóme­tros. Lo único que abre un claro en la oscuridad es la lu­cecita encendida del porche, que ahora atrae a Clara como una polilla.

Sube los dos escalones del porche y está a punto de resbalar en la escarcha que se ha formado en los peldaños. Se sujeta a su gran bolso de tela verde esmeralda debajo de su hombro y llama a la puerta. Dos veces.

Un hombre aparece en el umbral.

—Hola. ¿Te has perdido? —le pregunta a Clara con una sonrisa.

Ella le estudia un momento. El hombre tiene casi treinta años más que ella, su pelo es castaño, aunque por algunas zona de la cabeza ya ha empezado a clarear, y los ojos marrones. Tiene casi su misma altura y viste un sué­ter abierto con una camisa vaquera debajo y pantalones de pana desgastados. Parece amable, normal, y su sonrisa es inofensiva.

—Sí, algo parecido. A mi coche se le ha encendido una luz intermitente en el salpicadero y he tenido que pa­rar en el arcén —responde ella—. No tengo cobertura, ¿Tiene teléfono fijo por casualidad? ¿Le importa si llamo a la grúa?

El hombre la mira intentando decidir.

—Claro, por favor. Pasa —dice, haciéndose a un lado para que ella pueda entrar en la casa—. Puedes llamar a la grúa desde mi teléfono, y puedes quedarte aquí hasta que llegue. Da un poco de miedo estar fuera en la oscuridad. Nunca se sabe lo que puede haber en el bosque después de la puesta de sol.

La luz que sale del interior de la cabaña baña el pe­queño porche. A Clara le huele a café, a savia de árbol y a otra cosa que no logra identificar.

—Gracias. Me salva la vida —le dice cuando entra en la casita.

El hombre cierra la puerta de la cabaña detrás de ella y Clara siente un escalofrío en su nuca: pequeño, pero suficiente como para acordarse de por qué está allí.

—Ya llamo yo a los de la grúa si te parece bien —su­giere el hombre con amabilidad—. Así puedo indicarles exactamente el kilómetro en el que estás para que no se pasen toda la noche dando vueltas arriba y abajo por esta carretera. No pasan muchos coches por aquí y es fácil perderse.

Sin esperar a su respuesta, el hombre se acerca a la mesita de madera que hay junto al sofá de tela y descuelga el teléfono.

Clara da un rápido vistazo a la cabaña alrededor: solo tiene una habitación. Una combinación de salón y cocina, con un sofá de tela de cuadros rojos y verdes, y una chi­menea que calienta el ambiente. También hay una mesa con un portátil abierto sobre ella. Escucha al hombre dar instrucciones a alguien al otro lado del teléfono:

—Eso es, sí. La cabaña que hay en el margen de la carretera, la única que hay antes de llegar al pueblo. Des­pués de «La cueva del muerto». Sí, no…, no me ha dicho su nombre.

Clara se vuelve para mirarle mientras él espera pacientemente con el auricular del teléfono pegado a la oreja.

—Clara —susurra.

—Sí… entiendo. Bueno, sí, ya comprendo. Claro.

El hombre termina de dar las indicaciones a la empre­sa de la grúa y cuelga el teléfono.

—La buena noticia es que podrán venir esta misma noche a llevarse tu coche —le dice con un tono de dis­culpa—. La mala noticia es que tardarán un par de horas.

—¿Un par de horas?

—Eso con suerte. Me ha dicho que tal vez no pue­dan venir antes de tres o cuatro horas —continúa él—. Ha habido un accidente múltiple en la carretera principal, a unos sesenta kilómetros de aquí, y necesitan a todos los efectivos disponibles.

Clara deja escapar un suspiro y mira al techo de ma­dera de la cabaña.

—Mierda. No puedo esperar tanto…, mañana tengo que estar en otro sitio. Es el cumpleaños de mi madre y le he prometido que iría —dice, colocándose un mechón claro de su pelo detrás de la oreja—. Ella y yo, bueno…, no estamos muy unidas. Los últimos años no han sido fá­ciles para mi familia, estudio lejos y me hacía ilusión po­der estar en su cumpleaños. Qué tontería, ¿verdad?

El hombre sacudió la cabeza.

—No creo que sea una tontería en absoluto. Yo no tengo familia cercana: mis padres murieron hace años y nunca me he casado, vivo solo aquí desde hace casi diez años, pero creo que entiendo lo que quieres decir.

Clara hace algo parecido a una sonrisa.

—Es una cabaña muy acogedora —responde ella, mi­rando alrededor—. Me recuerda un poco a las casitas en el bosque que salían en los cuentos que mi madre nos leía a mi hermana y a mí cuando éramos pequeñas. Un bos­que oscuro y una casita de madera donde vive un amable leñador.

—Bueno, yo no soy leñador: me dedico a las ventas online, no es un negocio para hacerse rico precisamente —sonríe—. Pero me permite vivir tranquilo sin tener que salir de mi casa.

Clara le mira sorprendida.

—¿Nunca sale de esta casa? Perdón, no es asunto mío —se disculpa.

Pero el hombre le dedica una sonrisa amable.

—Da igual, es normal que te parezca extraño. Al fin y al cabo, tú eres una chica joven y guapa. Vas y vienes a tu aire. Pero yo ya estoy en esa edad en la que me gusta que me dejen tranquilo y pasar desapercibido, ¿comprendes?

Clara asiente despacio.

—Precisamente por eso compré esta casa —continúa él—. Me ocupo de mi negocio por internet y una vez al mes, la mujer de la tienda de ultramarinos que hay en el pueblo me trae la compra a casa. La deja en el porche aun­que yo no abra la puerta. Así no tengo ni que salir.

—Me gusta. Es como un retiro espiritual o algo parecido.

Los dos se ríen juntos.

—Sí, algo parecido supongo. ¿Te apetece un café? — pregunta—. Mientras esperas a que venga el de la grúa, quiero decir. Es una noche fría y veo que no tienes abri­go, seguro que has pasado frío mientras caminabas por la carretera.

—Me encantaría, gracias.

—Perfecto entonces. Ponte cómoda, como si estuvie­ras en tu casa.

Pero Clara no se sienta todavía, busca algo en su bolso.

—¿Y cómo te llamas? —le pregunta al hombre, que acaba de poner una cafetera de hierro sobre el fuego—. No te lo he preguntado y seguro que a mi madre no le hace gracia saber que estoy sola, en la casa de un extraño en mitad del bosque y en plena noche.

—Santiago. Ese es mi nombre, pero todo el mundo me llama Santi.

Clara camina despacio hasta la cocina, sin soltar su bolso.

—Encantada, Santi —le tiende la mano.

—¿Lo ves? Ahora ya no somos dos extraños, y soy un buen tipo, no tienes nada de qué preocuparte: tu madre puede estar tranquila.

—Sí. Estoy deseando contárselo a ella —responde Clara con una sonrisa—. El misterioso leñador que me salvó en mitad de la noche de una avería en el coche.

Se ríen. La cafetera empieza a protestar sobre el fue­go y Santi se vuelve para retirarla.

—¿Quieres leche y azúcar? —pregunta él, mientras coge dos tazas del único estante de la cocina.

—No, gracias. Me gusta el café solo.

Santi echa un poco de café en las tazas y le da una a Clara.

—Extraño. No es lo habitual en las chicas. Quiero de­cir, que suele gustaros el café con un poco de azúcar.

—Bueno, es que yo no soy como las demás chicas —responde ella—. Siempre me dicen que soy muy madura para mi edad. Supongo que será por eso.

Clara deja su bolso y se sienta en el sofá de tela, frente a la chimenea. Santi deja su taza humeante en la mesita de madera, junto a la de Clara, y después vuelve a la cocina para buscar algo en un armario.

—Supongo que tienes edad para beber —bromea él, todavía desde la cocina—. Soy de los que creen que el frío se pasa mejor con un chorrito de licor en el café.

Santi lleva en la mano una botella de coñac. Sonríe cuando se sienta junto a ella en el sofá, tan cerca que sus piernas se rozan.

—Sí, claro tengo edad para beber —dice ella con una diminuta sonrisa en los labios—. Pero no acostumbro a hacerlo. Hace algunos años, mi madre tuvo un pequeño problema con el alcohol, nada grave, pero…, bueno, des­pués de eso nunca me ha interesado mucho el alcohol.

—Vaya, cuánto lo siento —dice Santi, y parece que lo dice de verdad.

Pero abre la botella y añade un chorro generoso en su taza. Clara le mira hacerlo en silencio, puede sentir el olor del licor flotando en el aire.

—Sí. Fue una época difícil para nuestra familia —continúa ella—. Estábamos solo nosotras dos. Mi herma­na murió y mi padre nos había abandonado unos meses antes, así que…

Santi se lleva su taza a los labios, sopla, y bebe un trago. Cuando acaba de beber tuerce el gesto por el sabor del coñac al final de su garganta.

—Está fuerte. Puede que me haya pasado con el licor —confiesa él—. Pero me estabas hablando de tu familia, perdona. ¿Tu padre os abandonó? Vaya, que lástima. Si yo tuviera una hija tan guapa como tú estoy seguro de que no la dejaría nunca. Ni tampoco a su madre.

Da otro trago al café, mucho más largo ahora. Clara le observa beber con los ojos muy abiertos. Ella no se ha llevado la taza a los labios ni una sola vez.

—No quiero aburrirte con mis dramas familiares — responde Clara con una sonrisa tímida—. ¿Qué hay de ti? ¿Novia? ¿Novio? ¿Nada?

—No, nada. Ya te he dicho que me gusta llevar una vida tranquila, aquí, en mitad del bosque. Y de todas formas, mis relaciones con las mujeres no siempre han sido… sencillas.

Clara parpadea sorprendida.

—¿Sencillas? No entiendo.

Santi suspira amargamente y le da otro trago a su café.

—Bueno, los hombres y las mujeres somos muy di­ferentes, ya sabes, y al final siempre surgen… tensiones. Problemas.

A pesar del fuego en la chimenea, Clara se mueve incómoda dentro de su jersey de lana. Tiene frío y tira de sus mangas hacia abajo como si quisiera ocultar sus ma­nos. Santiago la estudia: vulnerable y sentada junto a él, con su pelo rubio claro, sus dedos frágiles escondiéndose bajo las mangas, sus labios rosados sin maquillar… San­tiago traga saliva y da otro trago a su café para ayudarse.

Clara siente sus ojos fijos en ella, se levanta despacio del sofá y recorre la estancia principal de la cabaña. En la mesa donde el portátil sigue abierto, algo llama su aten­ción: es una bola de nieve, de esas que tienen un paisaje en miniatura en su interior que parece nevado al agitar la bola. Solo que en esta no hay ningún paisaje. Una bailari­na rubia, con zapatillas de ballet y un delicado vestido de color rosa la mira impasible desde el otro lado del cristal. Clara coge la bola y la agita con delicadeza. Una tormenta de nieve falsa se despierta en su interior.

—Qué cosa tan bonita. Cuando era pequeña me en­cantaban las bolas de nieve —murmura, sin dejar de mi­rar la nieve que flota alrededor de la bailarina—. A mi hermana y a mí nos encantaba ver cómo las ciudades en miniatura se cubrían de nieve. ¿De dónde ha salido? No te ofendas, pero no hace juego con el resto de la decoración.

Santiago se levanta del sofá, lleva la taza en la mano y le da otro trago antes de llegar hasta ella.

—Es de un antiguo amor. Lo único que me queda de ella —responde—. Debería tirarla pero soy un sentimen­tal. Los recuerdos, ya sabes.

—Sí, ya lo sé…

Clara agita la bola otra vez. En un lado, en la base, hay una pequeña llavecita. Ella la hace girar despacio.

—«Para Elisa», siempre me gustó esa melodía —añade.

Las notas de la canción llenan al aire de la cabaña, Santiago le da otro sorbo a su café pero entonces se da cuenta de algo.

—¿Cómo sabías qué canción sonaba en la bola de nieve? Lo has dicho antes de que la melodía empezara a sonar —dice, extrañado—. ¿No me digas que eres adivina o algo parecido?

Clara se ríe quedamente. Deja la bola de nieve sobre la mesa otra vez, la música todavía baila en la habitación.

—No, nada de eso. Mi hermana mayor se llamaba Elisa, por eso sabía qué melodía iba a sonar. Nuestra ma­dre le regaló esta bola de nieve el día en que ella cumplió diecinueve años. Es curioso, cumplía años un día antes que mamá.

Santiago frunce el ceño, su mano tiembla ligeramente cuando vuelve a llevarse la taza a los labios.

—Qué raro —dice después de beber—. Yo no conocí a tu hermana, ya te he dicho que esa bola de nieve perte­neció a un antiguo amor…

Entonces la mano de Santi se vuelve blanda y torpe, no puede sujetar la taza, que cae al suelo rompiéndose en mil pedazos. Pero Clara no se mueve, solo le dedica una sonrisa.

—¿Te encuentras mal, Santi? —Clara saca una bolsi­ta de plástico del bolsillo. Todavía se aprecia el rastro de un polvo blanco en el plástico—. Vaya. Será por la sobre­dosis de Lorazepam que te he puesto en el café. Y encima tú lo has acelerado con el licor.

Los ojos de Santi miran la taza rota en el suelo. Comprende lo que ha pasado pero ya es demasiado tarde. Se agarra al borde de la mesa para intentar mantenerse de pie, sus piernas fallan, sus rodillas son de chicle.

—¿Qué? ¿Qué me has hecho…? —consigue hablar pero su lengua es espesa.

—Algo mucho mejor que lo que tú le hiciste a mi hermana, Elisa.

Santiago cae al suelo de la cabaña, ya solo puede mo­ver el brazo. Le cuesta respirar y nota un hilo de baba caliente cayendo por su barbilla.

—Tú nunca saliste con mi hermana, ella ni siquiera te conocía antes de que la mataras. Elisa se bajó una tarde del autobús que la llevaba a la universidad y ya nunca más volvió a casa. Fue el día de su cumpleaños. Llevaba esa bola de nieve en el bolso cuando desapareció porque mamá se la había regalado aquella mañana. Nunca encon­traron su cuerpo.

—Zorra… —murmura él.

Pero Clara sonríe.

—¿Sabes? Cuando era solo una niña te veía sentado en el juicio mientras mi madre lloraba, y después, cuando te libraste, te vi en los periódicos y en las televisiones durante meses hablando del terrible «error judicial» que se había cometido contigo. «La injusticia de Santiago Ji­meno» —Clara hace una pausa para contener los recuerdos—. Pero hace un par de años, otra chica desapareció en esta misma carretera después de perder el autobús. Y lo supe. Comprendí lo que tenía que hacer.

Santiago intenta arrastrarse por el suelo para llegar hasta el teléfono en la mesita y pedir ayuda, pero no lo consigue.

—Si habías matado a mi hermana y a esa otra pobre chica, puede que también quisieras matarme a mí. Al fin y al cabo, todos dicen que soy la viva imagen de mi herma­na mayor —añade—. Pero tenía que ponértelo fácil: sola y perdida en mitad del bosque.

—La grúa…, he llamado, he dado tu matrícula y tu nombre —murmura él contra el suelo—. Sabrán que has estado aquí.

—Los dos sabemos que no has llamado a nadie.

Era verdad. Santiago solo había fingido que hablaba por teléfono.

—No voy a decirte dónde está enterrada. No la en­contrarás nunca —masculla, y después hace algo que pre­tende ser una risa pero suena más como un jadeo.

Clara le mira con desprecio desde arriba.

—No estoy aquí para eso.

Camina hasta su bolso en el sofá y rebusca hasta dar con unas bridas de plástico que ha preparado antes con cuidado, se arrodilla junto a él y le ata las manos a la es­palda. Después se inclina hacia su oído, y susurra:

—A ti tampoco te encontrarán nunca.

Tres horas después, Clara está sentada tras el volante de su Golf. La luz roja del salpicadero se apagó cuando le añadió aceite para motor que había cogido de la cabaña. Ya ha enterrado a Santiago en un lugar secreto del bosque, el mismo donde había dejado preparado el agujero para él unos días antes. No sabía si aún estaba vivo cuando lo enterró boca abajo contra la tierra húmeda. Después volvió a la casita, limpió y aspiró la cabaña para borrar su presencia. Antes de marcharse cogió la bola de nieve y la guardó en su bolso.

Ahora la bola de nieve está en el asiento del copilo­to, la bailarina la observa mientras deja atrás la carretera secundaria. Si se da prisa, todavía puede llegar a tiempo al cumpleaños de su madre. Y tiene un regalo muy espe­cial. Clara mira la bola de nieve con una sonrisa, y pisa el acelerador.

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Alaitz Leceaga

Alaitz Leceaga (Bilbao, 1982) es escritora. Su primera novela es El bosque sabe tu nombre (Ediciones B). @AlaitzLeceaga @AlaitzLeceaga

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