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Heroína estelar, por Elia Barceló - Zenda
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Heroína estelar, por Elia Barceló

Elia Barceló (Elda, 1957) acumula premios literarios como yo acumulo camisetas de superhéroes. Pero no es eso por lo que la considero una diosa. Tampoco es por ser la mujer más importante de la ciencia ficción en castellano (ay, los guetos y las etiquetas). Elia cuenta con mi veneración por su asombrosa, insultante regularidad. Todo...

Elia Barceló (Elda, 1957) acumula premios literarios como yo acumulo camisetas de superhéroes. Pero no es eso por lo que la considero una diosa. Tampoco es por ser la mujer más importante de la ciencia ficción en castellano (ay, los guetos y las etiquetas).

Elia cuenta con mi veneración por su asombrosa, insultante regularidad. Todo lo que escribe es bueno, y lo es desde hace treinta años. Envidia.

En este relato, Elia nos lleva a un lugar incómodo y extraño, pero a la vez sorprendentemente reconocible, digno de la mejor literatura de anticipación. (Juan Gómez-Jurado)

En el último momento, justo antes de atravesar la membrana tras de la que se encontraba mi planeta natal, mi casa, el lugar donde nací, las piernas empezaron a temblarme exactamente como veintidós años atrás, en el momento en que, sabiendo que cien millones de pares de ojos humanos me contemplaban, tuve que reunir todo mi valor para dar el paso al frente que me llevaría a lo desconocido. «Heroína» me habían llamado hasta la saciedad en los medios de comunicación, en las redes sociales, en las conversaciones de bar de todo el planeta. Una mujer de treinta y tres años que, por primera vez en la historia de la humanidad, va a entablar contacto con una especie inteligente extraterrestre; que ha sido elegida como embajadora de su propia especie y va a acompañarlos de vuelta a su sistema solar, a conocer su forma de vida, a dejar que aprendan la nuestra.

Yo, entonces, no me sentía heroica. Es difícil resumir lo que me corría por dentro, además del miedo, que hasta ese momento apenas si había asomado tímidamente su asqueroso hocico en alguna pesadilla. Era una especie de alegría salvaje por el triunfo que representaba haber sido elegida entre todos los candidatos, y un enorme alivio de que todo hubiese terminado y poder salir por fin de este planeta donde tanto había sufrido desde mi infancia, y un orgullo desconocido de que yo —la niña maltratada, la adolescente violada, golpeada y casi asesinada, la joven becada para estudiar ingeniería informática en Suiza y aceptada en el programa espacial europeo— hubiera conseguido realizar la idea loca que me salvó la vida durante mi recuperación en el hospital, mientras trataba de superar la pérdida de mi mejor amiga que había sido violada como yo y después quemada viva en plena calle, en un buen barrio de Nueva Delhi: la loca idea de irme de este planeta de mierda donde a un par de adolescentes que volvían de las clases de tarde del instituto un grupo de cinco hombres jóvenes de clase media las pudiera ultrajar y casi matar a golpes antes de quemarlas con gasolina para ocultar su crimen. Tres meses tardé en recuperarme en el hospital y eso me dio el tiempo necesario para decidir que quería ser astronauta y así, al menos, tener la posibilidad de salir de vez en cuando de un planeta donde, además de las guerras, las mujeres somos sistemáticamente usadas, humilladas, asesinadas por los hombres, muchas veces, incluso los más cercanos, los miembros de la familia; un planeta donde, estadísticamente, faltan millones de mujeres porque han sido asesinadas al nacer, o porque se les han negado los cuidados médicos que habrían podido salvarlas, o porque han sido agredidas de todas las formas posibles por sus padres, hermanos, abuelos, esposos…, simplemente porque son mujeres.

Durante mi infancia, el maltrato consistió básicamente en la negligencia tanto de mi padre como de mi madre por el simple hecho de haber nacido niña cuando ellos esperaban un varón. Más tarde me di cuenta de que, en el fondo, había tenido suerte. Otras habían sufrido abusos y torturas por parte de sus familiares más cercanos. Yo, al fin y al cabo, solo había sido olvidada y despreciada. Pero eso era algo que compartía con muchas otras niñas indias, chinas y de distintas nacionalidades que íbamos al mismo colegio y por eso nunca me pareció demasiado extraño. Todas sabíamos que ser niña era una desgracia, y punto; una simple cuestión de mala suerte en la lotería biológica de la que nos sentíamos vagamente culpables —por no estar a la altura de las expectativas de nuestras familias, por el dinero que les iba a costar conseguir que alguien quisiera casarse con nosotras y mantenernos el resto de nuestras miserables e inútiles vidas—, pero que de pequeñas no nos angustiaba demasiado, al menos no mucho entre los seis y los doce años. Luego era cuando, ya en la secundaria, algunas compañeras empezaban a ser obligadas a casarse con hombres viejos y violentos y no las volvíamos a ver. Desaparecían tras los muros de sus nuevas casas y ya no podíamos comunicarnos con ellas, hasta que algunas veces nos enterábamos de que habían muerto y sus maridos se habían vuelto a casar.

Mis padres no parecían tener mucha prisa en casarme. Después de mí habían sido bendecidos con tres varones y por eso no tuvieron inconveniente en dejarme estudiar hasta completar el bachiller; así pasaba fuera la mayor parte del día. Luego, después del «accidente», como siempre lo llamaron, me apartaron definitivamente de la familia que, con mi violación pública, yo había manchado sin remisión, y se olvidaron de mí. Si no hubiera sido porque nuestro caso se hizo viral en las redes y la universidad de Zúrich me ofreció una beca para completar mi educación, lo que me permitió independizarme, no sé qué habría sido de mí. Estudié física e ingeniería informática.

Luego, cuando ya trabajando para la Agencia Espacial Europea como astronauta, se produjo el primer contacto y las IAs consiguieron desarrollar un sistema de comunicación entre ambas especies, llegó el mensaje de que los visitantes deseaban entablar contacto con un ser humano y, a su través, ir conociéndonos mejor.

Me presenté voluntaria en cuanto me llegó la información. Cumplía todos los requisitos y no tenía a nadie que pudiera sufrir por mi ausencia. El problema era, como casi siempre me había sucedido en la vida, que era mujer. En la última preselección éramos dos mujeres y diez hombres. Lógicamente, no era esa la única cuestión: cada país de entre los grandes tenía su candidato, y en lo único que parecían estar de acuerdo era que la representación de la Humanidad tenía que ser confiada a un hombre. Estadounidense, ruso, chino, británico, alemán, indio…, ahí no conseguían ponerse de acuerdo, pero en el sexo nadie tenía la menor duda: tenía que ser un varón. La heroicidad —y nadie dudaba de que aquello requería a un héroe— era cosa de hombres.

Los medios de comunicación aprovecharon al máximo la frase del presidente de Estados Unidos —quien por aquella época era un cretino impresentable, ignorante, machista y corrupto— que, cuando le preguntaron si no apoyaría la candidatura de una mujer, dijo que no era posible porque, en ese caso, la mitad de la población humana no estaría representada. Al parecer, ni él, ni millones de varones en todo el mundo eran capaces de comprender que, eligiendo a un hombre, la otra mitad tampoco estaría representada. O lo comprendían, pero les daba igual.

Por los rumores que me llegaron, los que hablaron a favor de mi candidatura en el proceso de selección —un consejo compuesto por quince hombres y cinco mujeres— opinaban que enviar a un ser humano a una misión con pocas garantías de supervivencia, donde hasta pensaban que los extraterrestres podrían practicar al candidato una vivisección, tampoco era un plato de gusto para nadie y que las mujeres teníamos «genéticamente» más resistencia al sufrimiento y al dolor que los varones.

«¿No quiere ser una heroína, como llaman en todos los periódicos a Indira Chandra, la joven violada que con siguió ser astronauta? Pues que lo demuestre y se vaya con esos tipos que ni siquiera tienen forma humana. Ella ya tiene costumbre de que la maltraten», parece ser que dijo el presidente ruso cuando las sucesivas votaciones eliminatorias llegaron al punto en que solo quedábamos un coronel estadounidense de la Space Force y yo.

Se llamaba John Weaver y casi lo único que recuerdo de él es que, antes de que nuestros dos nombres fueran presentados a los moai, me dijo: «Hazte a la idea de que al final tú y yo acabaremos follando mientras los aliens nos graban. Lo normal es que quieran llevarse a una pareja, ¿no crees? Como Adán y Eva. Para comprender nuestras costumbres reproductivas. Al menos te ha tocado un tío bastante presentable, ¿te parece? Lo pasaremos bien». Recuerdo sus palabras, sus bíceps abultados, y la sonrisa de lobo que le torcía la boca. Sabía lo que me había sucedido en la adolescencia y también sabía que los que me odiaban me llamaban «Iron Maiden», la «doncella de hierro», porque desde entonces nunca había vuelto a tener relación con un hombre. Debía de encontrar muy divertido mi potencial sacrificio, en el caso de que los moai decidieran llevarme a mí también, porque él estaba seguro de ser el elegido. De lo único que dudaba era de si yo también sería incluida en el paquete.

Al final, viendo que una y otra vez, en todas las votaciones, la cosa quedaba en tablas, nos presentaron a los dos y fueron los visitantes quienes me eligieron a mí. Solo a mí. No sé lo que pasó con Weaver, si se suicidó, o se sometió a tratamiento psiquiátrico o fundó una religión solo para hombres, como todas.

Entonces fue cuando, por segunda vez en mi vida, me convertí en heroína y volví a abandonar todo lo que me era, si no amado, al menos conocido, para empezar de nuevo. Otra etapa. Un viaje quizá sin retorno, aunque nos habían prometido que me traerían de vuelta a casa una vez hubieran terminado de examinarme a mí y a nuestra especie a través de mí.

Lo que nadie nos dijo era cuánto tardarían.

Los moai, como empezamos a llamarlos porque una garganta humana no era capaz de pronunciar su nombre real, eran extremadamente longevos, extremadamente meticulosos y extremadamente lentos, de una lentitud no solo exasperante sino casi enloquecedora para un ser humano. Por fortuna, se dieron cuenta muy pronto y me «adaptaron» a su ritmo para no perderme. Siempre me trataron bien, con paciencia, con cuidado, con un humor que, muy poco a poco, empecé a descubrir. Incluso se molestaron en crear una especie de avatares muy convincentes de aspecto humanoide con los que yo podía interactuar para no sentirme amenazada o extraña. Tengo que decir que los moais me trataron mucho mejor de lo que nunca un humano lo hubiese hecho conmigo. Pasé con ellos veintidós años terrestres, les abrí mi cuerpo y mi mente, todos mis conocimientos propios y mi interpretación personal de todos los datos que nuestras IAs les habían proporcionado, muchos de ellos falsos, sesgados, intencionadamente positivos para que los moais no se dieran cuenta de que la nuestra es una especie belicosa, agresiva, y tan estúpida que es capaz de destruirse a sí misma con tal de destruir al que considera su enemigo.

Cuando al final de mi estancia me preguntaron si a mí me parecía correcta o necesaria una intervención por su parte para un devenir de mi planeta que permitiera a la Tierra en un futuro unirse a las especies inteligentes de la galaxia, dije que sí sin dudar un momento. Si no nos ayudaban, no lo conseguiríamos nunca.

Entonces regresamos. Yo siempre estuve en su nave, lo que nosotros llamaríamos nave —en el sentido de que es un artilugio que les permite desplazarse— pero que en su interior es como un planeta real. Nunca llegamos a su sistema solar, sino que nos limitamos a viajar por el nuestro, de manera que todos mis conocimientos sobre su especie y su civilización se limitan a lo que he visto y aprendido en esos veintidós años, pero ha sido suficiente para apreciarlos y para confiar en ellos. He aprendido también que es una suerte no tener sexo ni género, ni vivir a merced de las hormonas que controlan nuestras reacciones y nos vuelven agresivos y peligrosos para nuestros mismos congéneres.

Si aquí hablo en masculino genérico es porque así lo aprendí en mi infancia, pero no son machos ni hembras en el sentido que los seres humanos damos a esos términos. Son moai, y a ellos les resulta tan extraña nuestra bipolaridad como a nosotros la ausencia de ella.

No son seres sin sentimientos, de razonamiento perfecto y matemático. No son máquinas, ni robots, ni inteligencias artificiales. Son distintos a nosotros. Eso es todo. Eso es lo que resulta tan difícil de comprender y de aceptar.

–––––

Después de la conferencia de prensa en la que Indira Chandra se limitó a leer un breve texto —apenas cuatro minutos— que habían preparado para ella, la astronauta quedaría a disposición de los equipos científicos que se encargarían de los interrogatorios sobre su estancia en la nave extraterrestre.

A pesar de que se había estipulado que no se permitirían preguntas, antes de que Chandra —aún vestida con el traje de máxima protección para evitar cualquier tipo de contagio— saliera de la sala, escoltada por una nube de policías y personal de seguridad, una periodista gritó:

—¡Indira! ¿Has sido feliz?

Ella volvió la cabeza, miró fijamente a la mujer que había preguntado y esbozó una sonrisa lenta, muy lenta.

—He estado a salvo. Protegida y respetada en mi cuerpo, mi vida y mi dignidad. He aprendido mucho más de lo que nunca creí posible. Si este planeta sigue siendo como era cuando yo me fui, estoy segura de que muchas mujeres y niñas comprenderán lo que digo.

Al día siguiente todos los medios de comunicación citaron la frase, los colectivos feministas aplaudieron la respuesta, una gran parte de la población se declaró admiradora de la mayor heroína de la humanidad. Después de las primeras semanas de interrogatorios, se le organizó un tour del mundo para que todo el que lo deseara pudiera ver con sus propios ojos a la mujer que había estado con una especie extraterrestre y había vuelto para contarlo. Una mujer, además, que en veintidós años no había envejecido un solo día: su piel era tan tersa y sus ojos tan brillantes como cuando se marchó. Llenó estadios de fútbol, plazas inmensas, macroescenarios…, estrechó millones de manos, los políticos de todos los países y todos los partidos hicieron lo imposible por invitarla a toda clase de eventos y hacerse fotos con ella, igual que los grandes empresarios, los multimillonarios, los aristócratas, los artistas e intelectuales, los famosos de toda clase.

Entonces empezaron las muertes.

Inexplicables. Imparables. Sin aviso, sin síntomas, sin tratamiento, sin curación. Millones de hombres y cientos de miles de mujeres de todas las edades, colores y razas murieron en unas cuantas semanas. Las muertes eran rápidas e indoloras. Era como si, de repente, algo detuviera el corazón de las víctimas en unos segundos. No había manera de recuperarlos por muy rápido que se actuara.

No hacía falta ser experto en estadística para darse cuenta de que las muertes de hombres eran muy superiores a las de mujeres, aunque también estas eran numerosas. Nadie se explicaba qué estaba pasando ni por qué, ya que muchas de las víctimas jamás habían estado en contacto con Indira Chandra, ni habían ido a oírla hablar ni le habían estrechado la mano. Los virólogos y biólogos del mundo entero estaban desesperados. La mujer estaba perfectamente sana y no había nada en su organismo que pudiera provocar un contagio o que no fuera totalmente humano.

En los interrogatorios, ahora constantes con todo tipo de especialistas, Chandra se limitaba a contestar la verdad: que no tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo, aunque confiaba en que los moai supieran qué estaba pasando y para qué. Le pidieron que intentara comunicarse con ellos, pero la nave había partido meses atrás y los mensajes que enviaban no recibían respuesta.

Las muertes continuaron durante unas semanas más y, de repente, todo terminó como había empezado. La población masculina quedó reducida a menos de la mitad de la original, la femenina bajó un diez por cien. Prácticamente todos los habitantes del planeta habían perdido a varios seres queridos, o personas de su entorno inmediato. Todos comprendían el dolor de los demás. Lentamente, comenzó a instaurarse una sensación —más que un sistema— de solidaridad, de ayuda mutua. También muy poco a poco, cuando los supervivientes empezaron a reflexionar sobre lo que había sucedido, se dieron cuenta, o al menos creyeron comprender, que la mayor parte de las víctimas que ellos habían conocido eran personas violentas, agresivas, altamente competitivas, ególatras, posesivas, controladoras. Pasados dos años también empezaron a sentir que no tenían ya tanta necesidad de saber si las personas de su entorno eran hombres o mujeres, si reaccionaban eróticamente con el mismo sexo o con el otro o con ninguno o con los dos, o cada vez con uno distinto. Todo lo que durante millones de años había sido básico, estaba perdiendo su antigua importancia.

Muchos decían que los seres humanos estaban dejando de serlo y era fundamental revertir el proceso, pero a la mayoría le gustaba la nueva sociedad que empezaba a surgir: más lenta, más tranquila, menos competitiva, menos agresiva. Las guerras fueron bajando de intensidad. El fútbol dejó de tener la importancia que había tenido, igual que muchos otros deportes de competición. Se crearon nuevos modelos de vida no basados en la familia tradicional. Los partidos de siempre se hundieron porque los ciudadanos ya no se interesaban por las opiniones de un líder basadas en ideologías excluyentes o fundamentadas en el miedo, el odio y en el concepto del enemigo o de la nacionalidad. Fueron surgiendo modelos alternativos de solidaridad, de trueque, de apoyo mutuo. Los supermillonarios que habían creado su riqueza exprimiendo al máximo el modelo capitalista liberal habían muerto, así como los que habían heredado sus puestos. El sistema dejó de resultar atractivo a la mayoría de la población.

Todo iba muy despacio, tan despacio como los moai mismos, pero iba en la dirección correcta. Alguna vez regresarían y quizá para entonces los seres humanos estuvieran a la altura de poder comunicarse con otras especies inteligentes.

Indira se retiró a una cabaña en Suiza, en un bosque, cerca de un pequeño lago. Tenía costumbre de estar sola y podía trabajar a distancia. Adoptó un perro y dos gatos. El mundo la fue olvidando, a pesar de que su estatua, con la inscripción —Indira Chandra, heroína estelar— adornaba muchas plazas y parques. Sabía que volverían. Se lo habían prometido. Su metabolismo era ahora mucho más lento que el de los demás. Tenía tiempo, podía esperar.

Ahora, por fin, se daba cuenta de que, hasta cierto punto, tenían razón en decir que había sido una heroína: había conseguido superar su desgracia y su odio, había conseguido estudiar en una universidad europea y cumplir su sueño de ser astronauta, había cruzado la membrana que separaba dos mundos para enfrentarse a seres desconocidos que ni siquiera tenían aspecto humanoide, se había abierto a su escrutinio y les había mostrado todo lo que querían saber.

Sin embargo a veces, muy de vez en cuando, se sorprendía pensando en si los moai, estudiando la Tierra a través de ella, habrían llegado a la conclusión de que sexo y violencia siempre iban unidos, aunque no fuera así en la experiencia de otros humanos. No se sentía culpable de la eliminación de tantas personas. Eran nocivas, tóxicas, una plaga que limitaba las posibilidades de paz y armonía de la humanidad. En ese punto Indira Chandra sí que se consideraba una heroína, ya que ser una heroína significaba sacrificarse por el bien común, poner tu interés por detrás del interés general. Lo había mirado en el diccionario. La única «heroína» que contemplaba el diccionario era la droga. Buscando «heroína» salía «véase: héroe» que, al parecer, servía para hombres y mujeres: «Persona que realiza una acción muy abnegada en beneficio de una causa noble».

Era exactamente lo que ella había hecho. Pero no ya por la soledad y el miedo y los veintidós años lejos de su hogar, sin saber si alguna vez volvería. Ella, sobre todo, era una heroína porque había hecho falta mucho valor para pensar solo en el bien de la Tierra y el conjunto de sus habitantes, para no pedirle a los moai que hicieran desaparecer a todos los varones del planeta.

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Autores: Elia Barceló, Espido Freire, Luz Gabás, Arturo González-Campos, Alaitz Leceaga, Manel Loureiro, Raquel Martos, José María Merino, Bárbara Montes, César Pérez Gellida, Blas Ruiz Grau, Karina Sainz Borgo, Mikel Santiago y Lorenzo Silva. Título: Heroínas. Editado por Zenda con el patrocinio de Iberdrola. Ilustraciones: Fran FerrizDescarga gratuita: en Amazon y Fnac

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Elia Barceló

Elia Barceló (Elda, Alicante, 1957). Se la considera una de las escritoras más versátiles de la narrativa española y es una de las autoras de mayor prestigio en el ámbito del fantástico y la ciencia ficción. Ha publicado más de treinta novelas —realistas, criminales, históricas, de intriga psicológica, de suspense..., unas para adultos y otras para jóvenes— y unos noventa relatos, en España y en el extranjero. Ha sido traducida a veintidós idiomas con una enorme acogida entre el público y la crítica, consolidándose como una de las voces españolas más internacionales de la narrativa actual. Es autora de obras de gran éxito como 'El color del silencio', 'El secreto del orfebre', 'Las largas sombras', 'El eco de la piel', 'La noche de plata' y 'Disfraces terribles'. Ha obtenido numerosos premios. En 2020 le fue concedido el Premio Nacional de Literatura en la modalidad de Infantil y Juvenil por 'El efecto Frankenstein', cuya segunda parte, 'El síndrome Frankenstein', acaba de aparecer. Durante muchos años fue profesora de Estudios Hispánicos en la Universidad de Innsbruck, en Austria. Ahora se dedica a la escritura a tiempo completo.

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