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Nunca fuimos héroes, de Fernando Benzo - Zenda
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Nunca fuimos héroes, de Fernando Benzo

Pocas novelas relatan con mayor precisión la lucha contra el terrorismo vasco que este thriller de Fernando Benzo, ex secretario de Estado de Cultura. El autor demuestra un conocimiento exacto de la metodología seguida por la banda terrorista y de las técnicas policiales para desmantelarla y las relaciones —a veces incluso personales— que se establecieron...

Pocas novelas relatan con mayor precisión la lucha contra el terrorismo vasco que este thriller de Fernando Benzo, ex secretario de Estado de Cultura. El autor demuestra un conocimiento exacto de la metodología seguida por la banda terrorista y de las técnicas policiales para desmantelarla y las relaciones —a veces incluso personales— que se establecieron entre los agentes del orden y los terroristas del norte del país. Nunca fuimos héroes es la otra cara de la moneda que Fernando Aramburu lanzó al aire con Patria. Si ésta explicó las consecuencias del conflicto en la sociedad civil, Benzo describe las repercusiones que ese mismo conflicto tuvo en la vida personal de los policías que dedicaron su vida a la lucha antiterrorista.

Desde que a los veintitrés años publicara su primera novela, Los años felices (Premio Castilla-La Mancha), Fernando Benzo (Madrid, 1965) no ha dejado de escribir. Durante algunos años se centró en el relato breve. Tras recibir numerosos premios literarios, sus principales cuentos galardonados quedaron reunidos en el libro Diez cuentos tristes. Regresó a la novela con Mary Lou y la vida cómoda (Premio Kutxa Ciudad de Irún) y desde entonces ha publicado La traición de las sirenas, Después de la lluvia (Premio Ciudad de Majadahonda), Los náufragos de la Plaza Mayor, Nunca repetiré tu nombre y Las cenizas de la inocencia.

Nunca fuimos héroes fusiona su pasión por la novela policiaca con sus experiencias y conocimientos de la lucha antiterrorista, en una mezcla inseparable de ficción y realidad.

Era una pena. Después de casi treinta años siendo policía. Y, además, dedicándose a lo que se había dedicado. Nadie le creía las raras veces que lo decía. Pero era la pura verdad: en todos esos años, no había disparado nunca su arma ni había dado un solo puñetazo. Cuando mencionaba aquello, el que lo oía mostraba invariablemente un mal disimulado gesto de decepción. Preferían imaginarle a tiro limpio o dando una buena paliza a alguien. Pero esa era la realidad. Nunca. Y eso hacía aún más absurdo que aquella noche fuese a romper semejante récord. Y, encima, ahora que ya ni siquiera era poli. Todo por aquellos dos imbéciles, un par de inofensivos borrachuzos. No se merecían semejante honor, pensaba Gabo, intentando tomarse con humor la situación. Pero se lo estaban ganando a pulso y, además, se dijo, quizá él se estaba haciendo mayor y ya se sabe que los años achican la paciencia y agrian el carácter. Lo cierto es que veía venir lo que iba a ocurrir con la indiferente resignación con la que uno afronta las cosas que sabe inevitables.

Habían entrado en el bar poco después de las ocho, cuando acababa de abrir. Aún no había llegado la clientela habitual de los sábados por la noche: alguna pareja de novios con poca imaginación para divertirse, algún grupito de chicos o chicas que pasaban a tomar unas cervezas baratas antes de la discoteca, algún viejo harto de ver la tele a solas en casa, y él. Todos gente del vecindario. Aquel era un bareto de barrio, uno más de las docenas de bares idénticos y anodinos desperdigados por las calles de la ciudad. Un local sin pretensiones, de esos en los que solo se entra para tomar un café rápido por la mañana, una reparadora caña a mediodía y un solitario cubata nocturno. Poco más. Clientela conocida, ingresos justitos y ninguna ambición. Pero a veces aparecían desconocidos como aquellos dos. Y solían ser un incordio. Ese tipo de clientes nunca se dejaba demasiado dinero y en cambio solía dar bastante lata, ya fuera porque se empeñaban en intentar ligotear con las chicas o montar pelea con los chicos, o en hacer cualquier otra cosa que rompiese la monótona calma de aquel apacible local.

Dolores los ignoraba con la práctica que da haber pasado media vida detrás de la barra de un bar. Los dos tipos no paraban de exigirle que los invitara a una copa y de proponerle que se uniera a ellos, primero a la bebida y luego ya se vería a qué. Ambos eran bastante corpulentos. Hablaban español con ese acento ruso o ucraniano o lo que sea que resulta un poco cómico porque recuerda a los malos de las primeras películas de James Bond. Un par de tipos con pinta de estibadores de los muelles de San Petersburgo. Gente muy apetecible. La mejor compañía para acabar una velada de sábado.

A Gabo no le preocupaba Dolores. Sabía defenderse. Había sobrevivido ya a mucho en la vida para que una pareja de rusos cocidos a whiskies la amilanasen. Hacía veinte años que llevaba sola el negocio y en ese tiempo era fácil imaginar la multitud de pelmazos con los que habría tenido que lidiar. Dolores no necesitaba caballeros andantes que acudieran a su rescate. Desde que se librara de un marido cabrón con la mano muy larga, el bolsillo muy flojo, un rostro de cemento armado y, gracias a Dios, un cáncer de páncreas que le fulminó antes de los cuarenta, dejándola viuda y propietaria única del bar, no había necesitado de ningún hombre ni para espantar moscones ni para quitarse el frío. Dolores era seria, resistente, desconfiada y noble. No había que preocuparse por ella.

Antes de que lo hartasen por completo, aquellos dos llevaron a Gabo a recordar otra noche, muy lejana ya en el tiempo. La escena era tan parecida que resultaba imposible no acordarse. Una tasca de Elgóibar no mucho más grande que el bar de Dolores y otro par de borrachos, estos vascos en vez de rusos, pero de tamaño semejante. Estaba allí con Javi, el Dandy y Cata. Era cuando ya salían por ahí juntos, superadas las desconfianzas y recelos de las primeras semanas compartiendo piso, durante las cuales más que relacionarse aún se vigilaban unos a otros tratando de decidir de qué pie cojeaba cada uno. Era raro que los cuatro libraran a la vez, así que las pocas veces que ocurría aprovechaban para ir a divertirse un poco, siempre fuera de San Sebastián. Jamás pisaban los bares de la Parte Vieja ni ningún local del barrio de Aiete, donde estaba su piso. No era bueno dejarse ver. Como decía Javi, vivían igual que los malos. Escondidos y tratando de pasar desapercibidos. Una mierda de vida en la que daba igual de qué lado estuvieras, solía decir.

Aquella noche en Elgóibar, a los borrachuzos les dio por Cata. Volvía del baño y caminaba hacia la mesa cuando uno de ellos la cogió por la cintura y le dijo que por qué no se quedaba con ellos un rato. Cata, como Dolores, no se dejó achantar. Sin perder la calma, apartó al tipo de un empujón y se libró de su brazo. Él la llamó zorra y Javi lo oyó y, antes de que pudieran pararle, ya estaba delante de los dos exigiendo una disculpa. Javi era pequeñito y tenía un pronto muy malo. Nunca le importó ni el número ni el tamaño de quienes tuviera enfrente. Había que andar frenándole para que no fuese peleándose con toda la humanidad. Cuando los dos vascos oyeron su cerrado acento gaditano, se partieron de risa y le dijeron que por qué no les bailaba un poco de flamenco. No hizo falta más. Antes de que pudieran contenerle, Javi ya había tirado a uno de ellos al suelo de un puñetazo y le estaba metiendo los dedos en los ojos al otro mientras le decía que iba a bailar flamenco su puta madre.

Una vez estuvieron en el coche, volviendo ya a San Sebastián, el Dandy le echó una bronca tremenda. Le dijo que en el futuro intentara recordar que estaban allí para cazar terroristas, no para exterminar a todos los vascos de tasca en tasca. Cata se partía de risa y le decía a Javi que había estado estupendo, que él sí que era un hombre con lo que hay que tener y no como los otros dos. Javi no estaba para bromas. Encendió un cigarrillo, dijo malhumorado que a él no le tocaba los huevos ni Dios y se pasó en silencio y enfurruñado el resto del trayecto de vuelta.

Ahora, más de treinta años después, sentado en un taburete frente a la barra del bar de Dolores, Gabo recordaba aquella escena mientras se acababa su tercer cubata de ron de la tarde. Y sonreía. Pensaba que la vida era curiosa. Él siempre había sido más tranquilo que Javi y, en cambio ahora, tantos años después, cuando ya no tenía ni el cuerpo ni el ánimo para bravuconerías, estaba a punto de comportarse como él.

Se obligó a dejar de recordar. En los últimos tiempos pensaba demasiado en el pasado. Cada vez se descubría más a menudo a sí mismo sumiéndose en los recuerdos. Y eso le desagradaba. Nunca le había gustado la nostalgia. No servía para nada. Salvo para pasar de la melancolía al lamento y de ahí al rencor. Una pérdida de tiempo.

Dolores secaba vasos con un paño y ordenaba los estantes tras la barra, preparándose para el cierre, sin dar la menor muestra de oír siquiera lo que aquellos dos le decían. Ya solo quedaban él y el par de rusos en el bar. Aún no tenía claro si aquella noche se subiría con Dolores a su piso o si se volvería a casa. Así llevaban ellos las cosas. Sin normas ni rutinas establecidas. Subiría con ella, que vivía justo encima del bar. Cenarían algo rápido. Un par de lonchas de jamón de York y un pedazo de queso. Luego harían el amor. Y se quedaría allí a dormir. O se marcharía a su casa, dos calles más allá. Y también comería un par de lonchas de jamón de York y un pedazo de queso, y a dormir. Sin sexo. No era algo de lo que hablaran. No lo pactaban o lo debatían de antemano. Tan solo cuando la noche llegaba a su fin y ella cerraba el bar, ambos sabían ya si esa noche la pasarían juntos o no. Lo sabían sin saber siquiera cómo lo sabían, porque entre ellos no parecían necesarios gestos o palabras para llegar a acuerdos y conclusiones. Mantenían aquella relación que no incluía ni certidumbres ni previsiones desde hacía ya casi dos años, desde aquella primera noche en que ella le sorprendió ofreciéndole que se quedara a tomar una última copa después de que cerrara y, luego, él la había seguido hasta el portal más cercano al bar y después por la escalera hasta el primer piso, donde ella vivía, y por fin hasta la cama, y Dolores se había dejado seguir sin demandas ni preguntas ni necesidad de declaraciones de amor.

Al final, como se veía venir, uno de los rusos se pasó de rosca. Y se acabó de joder la noche. En un momento en que Dolores pasó cerca de ellos, se inclinó sobre la barra, estiró el brazo, la agarró por la muñeca y la atrajo hacia sí pidiéndole «solo un besito».

Gabo agarró con fuerza su copa y se la estrelló en la cara al ruso besucón.

El golpe le tiró al suelo con la frente abierta y chorreando sangre.

El amigo no estaba para líos. Salió corriendo antes aun de que el cuerpo de su compañero hubiese llegado al suelo.

—Pero mira que eres bestia, hombre —le regañó Dolores.

La pareja de municipales apareció diez minutos después. Debió llamarla el ruso a la fuga. Para entonces, el otro estaba ya sentado en una silla, con la camisa teñida por completo de rojo de tanto que sangraba, y Dolores le estaba aplicando hielo envuelto en un paño en el corte de la frente.

Los policías se llevaron a Gabo a la comisaría. Resultaba hasta cómico, pensó. La primera vez que le pegaba a alguien en su vida y acababa detenido. Al menos, le animó pensar que aquel sábado tendría un final diferente a los últimos cien o doscientos sábados de su vida.

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Autor: Fernando Benzo. Título: Nunca fuimos héroes. Editorial: Planeta. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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