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Gare de Montparnasse - Miguel Barrero - Zenda
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Gare de Montparnasse

El director del Robert Houdin sintió verdadera fascinación por el prodigio. En el tiempo que llevaba al frente del teatro —lo había comprado en 1888 con el dinero que le correspondió tras dejar de lado el negocio de calzado que regentaba su familia—, había dado rienda suelta a su querencia por el ilusionismo y gustaba...

El 22 de octubre de 1895 tuvo lugar un aparatoso accidente en la estación de Montparnasse. La locomotora de vapor que tiraba del expreso que cubría la ruta entre Granville y París tenía averiados los frenos y terminó atravesando la fachada. Unos meses después, el 28 de diciembre, el joven director del Théatre Robert Houdin, un coliseo decadente que había pertenecido al célebre escapista, acudía invitado a un evento que pasaría a la historia y en el que los hermanos Auguste y Louis Lumière hicieron la primera presentación comercial de un invento que estaba llamado a cambiar el mundo. La exhibición pública del cinematógrafo se celebró en el Salon Indien du Grand Café, que ocupaba un sótano en el número 14 del Boulevard des Capucines, y conmocionó profundamente a la sociedad parisina de la época. Se proyectaron allí varias películas que daban cuenta de lo valioso que resultaba el artilugio para registrar y fijar los acontecimientos de la vida cotidiana. Una de las piezas que, a modo de demostración, los atónitos espectadores pudieron contemplar aquella tarde mostraba la llegada de un tren a la estación de La Ciotat.

"Se llamaba Georges Méliès, y aquella tarde en el Grand Café fue testigo de la maravilla que los Lumière acababan de ingeniar"

El director del Robert Houdin sintió verdadera fascinación por el prodigio. En el tiempo que llevaba al frente del teatro —lo había comprado en 1888 con el dinero que le correspondió tras dejar de lado el negocio de calzado que regentaba su familia—, había dado rienda suelta a su querencia por el ilusionismo y gustaba de diseñar trucos y maquinarias con los que enriquecía las limitadas posibilidades del escenario que tenía bajo su tutela. Se llamaba Georges Méliès, y cuando aquella tarde en el Grand Café fue testigo de la maravilla que los Lumière acababan de ingeniar, les hizo una oferta para incluirlo en sus funciones. No lo escucharon, pero tampoco se rindió. Aunque al principio intentó construir él mismo su propio cinematógrafo, terminó adquiriendo un aparato que pertenecía al inventor Robert William Paul. En abril de 1896 empezó a programar proyecciones en su teatro, pero aquello le pareció poco y pronto empezó a planear sus propias películas. La primera se tituló Partida de naipes, y marcó el inicio de un camino en el que poco a poco fue experimentando para conseguir efectos que exploraban todas las posibilidades del cinematógrafo. En algún momento se le ocurrió interrumpir la grabación para modificar lo que registraba el objetivo, de forma que la realidad se alterase ante el espectador por arte de magia. También fue él quien empezó a probar la doble sobreimpresión de los negativos y el primero que empleó fundidos a negro.

Georges Méliès.

Fotograma de Viaje a la luna, de Méliès.

Empeñado en sofisticar todo lo posible el arte que prácticamente estaba inventando él mismo sin darse cuenta, levantó en Montreuil, a las afueras de París, un estudio de cine con todos los adelantos que su imaginación pudo concebir y no tardó mucho en dar forma a lo que hoy se considera su obra capital. Viaje a la luna se inspiraba en dos novelas —De la Tierra a la Luna, de Jules Verne, y Los primeros hombres en la Luna, de H. G. Wells— y supuso un avance importante para la narrativa cinematográfica gracias a la famosa secuencia del disparo del cañón y el posterior impacto en el rostro lunar. No sólo no le reconocieron entonces sus aportaciones a un lenguaje en constante evolución, sino que tuvo que ver cómo sus aspiraciones fracasaban. No recibió dinero por la explotación de su película en los Estados Unidos, y la transformación progresiva de la industria y el estallido de la Primera Guerra Mundial acabaron por dañar considerablemente su negocio. Convirtió su estudio en un teatro y aún montó en él algunos espectáculos, pero el desencanto pudo más y terminó retirándose en 1923, cuando las deudas y una creciente sensación de fracaso acabaron por minar su voluntad.

"¿Se fijó el cineasta derrotado en aquel joven español de aspecto pugilístico y mirada arisca que deambulaba a veces por el vestíbulo de la estación?"

Pasaron dos años hasta que se reencontró con Jeanne d’Alcy, que había sido una de sus actrices predilectas en los estudios de Montreuil y ahora atendía una tienda de golosinas en el vestíbulo de la estación de Montparnasse. Se casaron y comenzaron a hacerse cargo juntos del negocio. Ese mismo año, en enero, había llegado a aquella misma estación un joven aragonés que acababa de abandonar la madrileña Residencia de Estudiantes para intentar abrirse camino en el mundo del cine. Tuvo ciertos problemas para obtener el respaldo familiar, porque su madre pensaba que ser cineasta era algo parecido a ser payaso, y no venció sus prejuicios hasta que un notario amigo de la familia la convenció de que con el cine se podía hacer dinero. Aquel joven había asistido, unos años atrás, a la apertura en Zaragoza de las primeras salas de proyección y vio en ellas varias películas que excitaron hasta lo indecible su curiosidad adolescente. Entre aquellos filmes que comenzaron a perfilar su porvenir, recordaría siempre uno en el que seis astrónomos viajaban a la luna y, por accidente, terminaban enfrentados a los selenitas.

Luis Buñuel

Fotograma de Un chien andalou, de Luis Buñuel.

¿Se encontró Luis Buñuel a Georges Méliès en la estación de Montparnasse, en alguna de las ocasiones en las que fue a España o volvió de allí durante su etapa parisina? ¿Llegó a reconocerlo tras el mostrador de aquel establecimiento de golosinas en el que Méliès despachaba como un tendero anónimo, sin que nada delatase su condición de gran pionero del cinematógrafo? ¿Se fijó el cineasta derrotado en aquel joven español de aspecto pugilístico y mirada arisca que deambulaba a veces por el vestíbulo de la estación; llegó a saber que él fue uno de los surrealistas que reivindicaron su Viaje a la luna como una de las piezas inaugurales de una nueva mirada sobre la vida y sobre el arte? ¿Estuvo Buñuel presente en el acto en el que, en 1931, se le concedió a Méliès la Legión de Honor, despojándolo para siempre del anonimato y otorgándole el reconocimiento que merecía por su trayectoria y por sus logros? No hay respuesta para ninguna de esas preguntas, pero me gusta creer que alguna mirada tuvieron que cruzarse en algún instante el zagal que llegaba a la capital francesa cargado de expectativas —no tardaría en cumplirlas: en 1929 estrenó su primer cortometraje, Un chien andalou, y al año siguiente presentó L’âge d’or; ambas le concederían un lugar de honor en el escaparate de las últimas vanguardias— y el cineasta frustrado que creía que la suya había sido una obra absolutamente efímera e inane. Cómo no querer pensar que hubo algún rapto de lucidez en el que los dos fueron conscientes de que sus caminos se entrelazaban en aquel vestíbulo de la Gare de Montparnasse, donde tiempo atrás una locomotora enloquecida sembró un espanto similar al que causaba en las pantallas la llegada del tren de los Lumière. El mismo del que se acababa de bajar Méliès un poco antes de que Buñuel se encaramase a sus vagones. El mismo en el que siguen viajando, casi un siglo después, los sueños que ellos supieron traducir a imágenes.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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