Algunos científicos creen en Dios
«No esperes resultados diferentes si siempre haces lo mismo». Esta contundente frase, atribuida a personajes tan dispares como Mark Twain, Churchill o Einstein, encierra una verdad absoluta e incuestionable: todo efecto tiene una causa, y si la causa se repite el efecto es el mismo. No hay lugar para el azar o la casualidad; el universo se rige por leyes que conducen siempre al mismo resultado. En otras palabras, vivimos en un universo determinístico.
Newton descifró las leyes del movimiento y las tradujo al lenguaje de las matemáticas. A partir de la posición y velocidad instantánea de algo que se mueve, sus ecuaciones predicen con precisión absoluta la posición y velocidad de ese algo a lo largo del tiempo.
A gran escala, el universo entero no es más que materia y movimiento, de manera que, si le aplicamos el principio anterior, conocido cómo es en un momento dado, su estado futuro es predecible y perfectamente determinado. Es lo que se denomina principio de la causalidad. Nada es aleatorio; si lanzo un dado sobre una mesa, que salga o no un seis es algo perfectamente determinístico, aunque parezca aleatorio. Se obtiene un seis cuando la fuerza con la que arrojo el dado, la posición de mi mano, el deslizamiento sobre la mesa, etc., se alinean para que el resultado sea precisamente ese. No hay nada aleatorio en esta experiencia, tan solo existen variables ocultas, no tenidas en cuenta a priori, que parecen invocar al azar, dando así al proceso una apariencia probabilística. Las probabilidades y las estadísticas son en realidad algo que alguien se inventó para cuantificar este tipo de desconocimiento.
La hipótesis de Laplace
El determinismo es algo absolutamente intrínseco a las matemáticas de Newton, pero no fue explícitamente defendido por él porque era un hombre muy religioso y sus conclusiones atentaban contra la creencia de que Dios está permanentemente detrás de todo lo que sucede en el universo. Fue Pierre-Simon, marqués de Laplace, matemático y físico francés, nacido un siglo después que Newton, quien abiertamente planteó la idea de que nada ni nadie interfería directamente en los movimientos del universo. Sus inclinaciones religiosas no estaban demasiado claras, aunque de vez en cuando él mismo dejaba alguna pista.
Se dice que en cierta ocasión el emperador Napoleón le preguntó acerca de la ausencia de Dios en sus libros de astronomía, a lo que supuestamente respondió: «Nunca tuve necesidad de utilizar esa hipótesis». Laplace fue quizás quien mejor entendió la mecánica newtoniana, desarrollando y ampliando conceptos alrededor de ella. A él, por ejemplo, debemos la idea de que existe un campo gravitatorio que llena todo el espacio.
Cuando le preguntaron qué determina lo que sucederá a continuación, su respuesta, que ha dado lugar a múltiples escuelas de pensamiento, fue: «El estado del universo en este momento». Y añadía: «Debemos considerar el estado presente del universo como el efecto del estado anterior y como la causa del estado que le sigue». En otras palabras: conociendo el estado del universo en cualquier instante, es posible determinar cómo fue en un instante pasado y cómo será en uno futuro. Este postulado es conocido como «principio de conservación de la información»: cada instante contiene la información precisa para determinar la de los otros instantes.
«Si un ser de gran intelecto —decía Laplace— conociera la posición y velocidad de las partículas de materia del universo y comprendiera todas las fuerzas a las que están sometidas, podría calcular su posición y velocidad en cualquier momento del pasado o del futuro».
Traducido a lenguaje del siglo XXI vendría a decir que de existir un ordenador suficientemente potente en el que introducir como dato el estado del universo ahora mismo, sería capaz de calcular el estado del universo un momento antes y un momento después. Evidentemente no existe ordenador alguno capaz de hacer ese cálculo y dado que en la época de Laplace tampoco existía ordenado de ningún tipo, sus contemporáneos bautizaron a este ser de gran intelecto como el «Demonio de Laplace».
Esta forma de pensar choca frontalmente con la acción humana y el libre albedrío. El determinismo defiende que todo está determinado por las leyes físicas del universo y que el ser humano no es nada especial dentro de él. Todo lo que hace está sujeto a estas leyes y el libre albedrío es por tanto consecuencia de ellas mismas.
Asumiendo que la capacidad humana de decidir libremente existe y no es una ilusión (recuerda los experimentos del profesor Benjamin Libet que hemos comentado en artículos anteriores), se trataría en última instancia de una capacidad dirigida tan solo por las circunstancias en las que en cada momento se ve inmerso el individuo.
Algunos, sin embargo, defienden la idea de compatibilidad entre el libre albedrío y un mundo determinístico. Efectivamente, el futuro está determinado por el presente, pero es tan extremadamente complejo que nos resulta imposible conocer cómo va a ser. Debemos por ello actuar sobre la base de expectativas y medir nuestras acciones tomándolas a ellas mismas como referencia, sin preocuparnos de ese futuro que, aunque determinado, resulta en la misma medida incierto. En otras palabras, hagas lo que hagas dará igual, porque todo está ya escrito, pero aun así serás responsable de tus acciones.
El mundo es un autómata “clase IV
Para ilustrar la idea de algo que aun siendo determinístico resulta impredecible, se recurre con frecuencia a ejemplos basados en autómatas celulares. Un autómata celular es una máquina teórica auto replicante, que se reproduce en función de determinadas reglas. Por ejemplo, observa en la figura adjunta: la línea de celdas superior representa una primera generación de individuos (1 y 0) y la línea de abajo representa la segunda generación.
El estado de una célula en la segunda generación depende solo del estado actual de la célula progenitora y del de sus dos vecinos inmediatos. Las reglas de reproducción pueden deducirse fácilmente observando las dos filas: progenitor 1 con vecinos 1 y 1, descendencia 1; progenitor 1 y vecino a la izquierda 1 y a la derecha 0, descendencia 1; etc.
Si partimos de una primera generación 0001000, las siguientes generaciones pueden determinarse a priori con facilidad, incluso tras billones de iteraciones. El universo de este autómata (denominado «Regla 222»), es absolutamente determinístico y también predecible.
La Regla 222 se corresponde con un autómata muy sencillo denominado clase I.
Fijémonos ahora en otro autómata un poco más complicado. El de la «Regla 110», autómata clase IV.
Analizando las sucesivas generaciones de este autómata se descubren patrones que se repiten de forma extraña y aleatoria, de manera que si quisiéramos conocer el valor de una célula tras millones de generaciones sería imposible hacerlo a priori, sin recorrer una a una todas las generaciones anteriores.
El aspecto de la descendencia en este autómata es el que se muestra en la figura.
Algunos científicos y pensadores defienden la tesis de que el universo es un gran autómata clase IV, de forma tal que su estado futuro, aunque esté determinado por el momento actual y las leyes de la física, no puede predecirse ni conocerse de antemano sin recorrer todos los posibles estados intermedios.
El futuro está escrito, pero nadie, ningún demonio de Laplace y ningún superordenador, puede conocerlo de antemano.
Posiblemente lo del universo determinístico que no se puede predecir te suene un tanto raro, y quizás te parezca aún menos intuitivo. Si esta es la impresión que te ha causado, prepárate para lo que viene a continuación.
Somos átomos y vacío
Hasta el momento nos hemos movido dentro del universo macroscópico, el de las cosas a gran escala que podemos ver y tocar. Echemos ahora un vistazo a lo que sucede dentro del universo cuántico, el de las partículas subatómicas.
Si eres seguidor fiel de esta sección, sabrás ya que la materia está hecha de partículas que llamamos átomos, los cuales se componen a su vez de otras partículas más pequeñas conocidas como electrones, protones y neutrones. Estos últimos se confinan en un núcleo, alrededor del cual giran los electrones manteniéndose en órbitas estables. El cuerpo humano está formado por muchos, muchos átomos. Si quisiéramos poner una cifra deberíamos pensar en algo así como un «1» seguido de 28 «0» (1028). A pesar de su gran cantidad, estos átomos solo ocupan un 0,0000000000001% de nuestro volumen corporal: el resto es simplemente vacío. Este vacío enorme tiene un aspecto sólido gracias a la intensidad de las fuerzas electromagnéticas que actúan entre nuestros átomos, manteniéndolos muy cerquita y apretados unos contra otros, sin que por ello dejen de estar separados.
Vamos a fijarnos en uno de los electrones que forma parte de alguno de los muchos átomos de nuestro cuerpo. Si nos acercamos a él con los ojos cerrados, percibimos enseguida su presencia. Notamos que interfiere con el entorno e intuimos por ello que está allí, pero de momento no lo vemos, porque todavía no hemos abierto los ojos.
Pero, ¡qué extraño! No estamos percibiendo su presencia en un solo lugar. Notamos que el electrón está SIMULTÁNEAMENTE en muchos lugares, en todos aquellos donde físicamente podría estar. Es más, adopta, también de forma simultánea, todos los posibles valores que podrían tener sus atributos cuánticos: velocidad, giro, carga, etc. (esta extraña capacidad de estar en varios lugares y en distintos estados a la vez —superposición cuántica— es común en todas las partículas, no es en absoluto algo privativo de los electrones).
Cuando abrimos los ojos vemos, sin embargo, que nuestro electrón se materializa al momento en algo tangible que está localizado en un único lugar del espacio y que adopta una configuración cuántica también única.
¡Qué onda!
Ahondemos en una primera reflexión que se deriva de nuestro experimento. El electrón, en tanto no es observado, se está manifestando en realidad como una onda. Una onda es algo que está en todas partes y que, aunque su presencia se percibe, nadie puede ver ni tocar. Estamos bastante familiarizados con las ondas de radio o las del teléfono móvil, porque ya forman parte de nuestra vida cotidiana. Cuando conectamos el teléfono y se activa la señal de cobertura sabemos que ahí se están recibiendo unas ondas radioeléctricas, aunque no podemos verlas ni tocarlas. También nos resulta familiar una ola del mar, que es asimismo una especie de fenómeno ondulatorio. Una ola no es nada especial; es tan solo agua, como la del remanso de la bahía, pero tiene un efecto que percibimos cuando avanza a lo largo de su recorrido.
Desde que a finales del siglo XIX el científico escocés James Clerk Maxwell formuló sus teorías sobre el electromagnetismo, es sabido y aceptado que la luz es una onda electromagnética. De repente, ya entrado el siglo XX, apareció Einstein defendiendo la naturaleza corpuscular de la luz (lo que le hizo acreedor de un premio Nobel). Einstein desconcertó a la comunidad científica cuando demostró que la luz era precisamente todo lo opuesto a una onda: un flujo de partículas tangibles (fotones) que pueden interactuar como tales con el resto de la materia.
¿Qué es en definitiva la luz? ¿Onda o partículas? La respuesta es muy sencilla: las dos cosas.
Esta es la extraña forma que tienen las partículas de manifestarse. Unas veces como ondas que ocupan todo el espacio y otras veces como corpúsculos materiales que se localizan en un solo punto.
No te deprimas si te ves incapaz de entender nada esto. Uno de los grandes físicos del siglo XX, Richard Feynman, decía que si alguien afirmaba entender la mecánica cuántica es que en realidad no se había enterado de nada.
Bien, aceptemos que el electrón de nuestro experimento se comporta misteriosamente, como algo parecido a esas ondas con las que estamos familiarizados. Pero entonces, ¿por qué y cómo precisamente al observarlo adopta su naturaleza corpuscular, convirtiéndose «por arte de magia» en algo que ocupa un espacio físico y que tiene unos atributos tangibles (masa, tamaño …)? La respuesta es bien simple: nadie lo sabe.
La interpretación de Copenhague y los sabios de Solvay
El desconocimiento científico de este fenómeno ha dado lugar a no pocas especulaciones. La más famosa, por la entidad de sus defensores, es la llamada interpretación de Copenhague.
En 1927, el físico Niels Bohr pronunció una conferencia en Como (Italia) en la que defendió la teoría de que las partículas eran ondas que colapsaban en objetos corpusculares al ser observadas, siendo la propia observación la que creaba la realidad observada. Es decir, (trivializando un poquito) la consciencia humana sería la responsable de que la onda colapsara para convertirse en una partícula material. Esta interpretación (llamada de Copenhague por ser esta la ciudad de residencia de Bohr) fue, apoyada por personalidades de tanto peso como Max Born o Werner Heisenberg, y, ni que decir tiene, creó entonces tantos adeptos como detractores.
En contraposición a esta interpretación, otros científicos (entre ellos Einstein) se apuntaron a la idea de que en nuestro experimento intervienen con toda seguridad variables ocultas (como en el lanzamiento del dado) que hemos pasado por alto y que son en realidad las que causan este comportamiento extraño de las partículas. La verdad es que, tras casi cien años de investigación y unos cuantos premios Nobel, nadie ha descubierto todavía ni una sola de esas potenciales variables ocultas.
Estas conjeturas, interpretaciones e interrogantes, suscitadas por la doble naturaleza ondulatoria y corpuscular de las partículas, fueron capaces de congregar, en octubre de 1927, a los más eminentes científicos de la época (véase la foto) en lo que fue el Quinto Congreso Solvay, celebrado en Bruselas. Nunca en la historia de la ciencia se ha vuelto a reunir un grupo semejante de mentes privilegiadas: Albert Einstein, Marie Curie, Niels Bohr, Werner Heisenberg, Erwin Schrödinger, Paul Adrien Maurice Dirac, Hendrik Antoon Lorentz, Max Planck, Louis-Victor de Broglie, Wolfgang Pauli, Max Born…
Imagínate que todas estas eminencias estuvieran volando juntos en un globo. De repente el globo comienza a perder altura y no hay más remedio que eliminar lastre para evitar que todos se precipiten contra el suelo. ¿A cuál de estos científicos tirarías por la borda? ¿De quién privarías a la humanidad? Difícil elección, ¿no?
Hoy en día son pocos ya los que piensan en aquella interpretación de Copenhague o en la teoría de las variables ocultas cuando explican el colapso de la onda en la observación. Las más modernas teorías apuntan ahora a la existencia de alguna especie de «entrelazamiento cuántico» entre la materia del mundo macro y la partícula en estado de superposición; entrelazamiento que ocasionaría el colapso de la onda al entrar en contacto cuando se realiza la observación.
Hay también teorías todavía más abstractas, como la que defiende que a nivel cuántico el tiempo y el espacio están disociados, de manera que no puede hablarse de partículas en uno u otro lugar ni de simultaneidad en el tiempo.
El electrón juguetón
Aunque parezca difícil, los científicos manejan interpretaciones si cabe más atrevidas, como la que viene ahora; que, de paso, nos llevará de regreso a nuestro universo determinista.
Para asegurarnos de que no hemos pasado nada por alto y de que tampoco hemos obviado ninguna de esas variables ocultas a las que se refería Einstein, vamos a repetir nuestro experimento con el electrón.
Parece que todo sucede como la primera vez: en tanto mantenemos los ojos cerrados, el electrón se manifiesta simultáneamente en todos los lugares donde potencialmente podría estar y en todos sus posibles estados cuánticos. Al abrir los ojos para observarlo, adopta una forma corpuscular y lo localizamos en un punto concreto del espacio. Esta vez, sin embargo, nos llevamos una sorpresa más, absolutamente inesperada: el estado del electrón que vemos ahora y el lugar donde ha aparecido no son los mismos que en la primera experiencia. ¿Por qué el resultado es diferente, si hemos repetido fielmente el experimento? ¿No habíamos quedado en que haciendo lo mismo se obtiene siempre idéntico resultado? Si lo repitiéramos varias veces, comprobaríamos que los sucesivos resultados en general no coinciden. Tarde o temprano llegaríamos a la conclusión de que la partícula aparece en uno u otro lugar y en uno u otro estado sobre la base de un juego de probabilidades.
Este juego probabilístico ha sido tan minuciosamente estudiado que hoy en día somos capaces incluso de cuantificar la probabilidad de que al realizar una observación encontremos la partícula en un lugar determinado. Esta probabilidad viene dada por una famosa ecuación: la Función de Onda de Schrödinger.
La evidencia empírica de que el mundo de las partículas se rige por probabilidades rompe con la concepción casi axiomática de que el universo es determinístico.
Nos encontramos entonces ante un verdadero enigma: ¿es posible que a gran escala el universo sea determinístico y a nivel cuántico probabilístico? ¿Las partes de algo pueden comportarse probabilísticamente siendo el todo determinístico? ¡Qué lío!, ¿no? Einstein se revolvía contra esta concepción probabilística de la materia, defendiendo hasta su muerte la idea del determinismo: «Dios no juega a los dados», decía.
Algunos científicos más modernos (entre ellos Stephen Hawking o Richard Feynman), y sobre todo muchos divulgadores (Max Tegmark o Sean Carroll), se apuntaron a una teoría que lanzó el matemático Hugh Everett allá por los años cincuenta y que a la comunidad científica de aquel entonces se le antojó como algo descabellado.
Según Everett, si las partículas existen simultáneamente en todos los lugares en los que pueden estar y adoptan simultáneamente también todos sus posibles estados, no hay razón para pensar que la materia a gran escala (que en definitiva está hecha de esas partículas) no esté también en todas partes simultáneamente y adoptando a la vez todas sus posibles configuraciones.
Pensemos un momento en lo que subyace tras el razonamiento de Everett: ayer la materia del universo estaba en un lugar y en un determinado estado. Hoy todo ha cambiado: los planetas se han movido, las hojas han caído de los árboles, la nevera ha congelado los cubitos de hielo que puse por la noche, aquel coche que estaba cruzando el semáforo está ahora aparcado en la acera de enfrente… En definitiva, las cosas que veíamos ayer han cambiado de lugar, han evolucionado y su estado es ahora diferente, aunque los cambios puedan ser mínimos en términos relativos. Ayer existía un universo y hoy existe otro bien distinto. Cada instante el universo cambia de estado y de situación, es decir, en cada instante existe un universo diferente.
Lo que Everett quería decir es que esos infinitos universos (el de ayer, el de hoy, el de mañana, el de hace un segundo, el de dentro de diez años, el que nunca llegó a formarse ante nosotros …), existen SIMULTÁNEAMENTE. En otras palabras: todo lo que puede suceder sucede, y sucede además simultáneamente. El tiempo es una mera ilusión, porque todo está ocurriendo a la vez.
Todo sucede simultáneamente.
No hay nada probabilístico en los fenómenos de la naturaleza, ni en el nivel macro ni en el nivel micro. En cada uno de estos universos que existen simultáneamente los acontecimientos suceden siempre determinísticamente. Cuando en el experimento realizamos la observación, el electrón se materializa en nuestra realidad adoptando un estado concreto, el que le corresponde dentro del universo en el que en ese momento estamos; y simultáneamente se materializa también en los demás universos, adoptando en ellos los otros posibles estados. Siempre, como digo, de forma simultánea y determinística.
¿Existe alguna evidencia científica que avale la teoría de Everett? Evidentemente, no. En realidad, ni siquiera se puede calificar de teoría científica, ya que no es falseable (no hay mecanismo que permita demostrar que es falsa).
El éxito de esta teoría y lo que le hace ganar cada día más adeptos es que permite explicar de forma elegante (y por supuesto original) el dualismo aparente entre el carácter probabilístico del universo cuántico y el determinístico del universo macro. Tampoco ha sido mala fuente de inspiración para algún que otro guion cinematográfico.
Recuerda: no te deprimas por no entender nada de esto. Si fueras capaz de entenderlo, entrarías a formar parte de una selecta minoría formada por una única persona.
Por cierto, yo arrojaría fuera de la barquilla del globo al científico más gordito (al que más pesara).
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