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El punto de vista del vencido, un cuento de João de Melo - Zenda
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El punto de vista del vencido, un cuento de João de Melo

Dice Eduardo Pitta que, en sus libros, João de Melo «nunca es indiferente al destino de los que nada tienen, al estigma de las divisiones sociales, a los dramas de la soledad. A su manera, cada uno de estos cuentos recupera este patrón de preocupación. Son historias cotidianas, la materia de siempre de la literatura«....

Dice Eduardo Pitta que, en sus libros, João de Melo «nunca es indiferente al destino de los que nada tienen, al estigma de las divisiones sociales, a los dramas de la soledad. A su manera, cada uno de estos cuentos recupera este patrón de preocupación. Son historias cotidianas, la materia de siempre de la literatura«.

João de Melo (Isla de San Miguel, Azores, 1949) fue nombrado en 2001 Consejero Cultural de la Embajada de Portugal en Madrid, cargo que desempeñó durante nueve años. Autor de más de veinte libros, Zenda publica “El punto de vista del vencido”, uno de los cuentos de Los navíos de la noche, editados por La Umbría y la Solana.

El punto de vista del vencido

Hay siempre algo de grandioso en la derrota
que no pertenece a la victoria
(Jorge Luis Borges)

Al principio, lo más extraño fue no entender de dónde venía, ni cómo llegaba hasta allí, ni a quién se dirigía, el sonido que entonces se repetía en el interior de mi cabeza. Además de lejano, se diluía en el aire, amortiguado bajo el peso de mi sueño y por el silencio de la noche. Siendo él tan remoto en su evidencia sonora, podía muy bien estar sucediendo en el otro extremo de la ciudad, y no dentro de casa. Yo lo oía solo con el pensamiento del cerebro durmiente, probablemente en mitad de un sueño, hasta finalmente despertar y concluir que me estaba destinado justamente a mí y a nadie más. Emergiendo de la fatiga que me había prostrado, me dejó muy alarmado, entre la sorpresa y el pavor de qué estaría pasando a mi alrededor, y justo de puertas adentro. Con todo a oscuras en el edificio y en la calle, no tenía noción de qué hora sería. Pero sería plena madrugada, no cabía duda. Según se podía deducir del sosiego y de la oscuridad, y del hecho de que yo estuviese tan cansado y tan lleno de sueño. Me sobresaltaba la insistencia y la intensidad de ese ruido, que retumbaba por toda la casa como una trompeta o un antiguo cuerno de guerra. La primera idea que me vino a la mente fue la de una tragedia cerniéndose sobre Lisboa, la cual me incluía a mí, a nuestra casa y a mi familia en la misma amenaza de peligro.

Ya despierto, pero aún amodorrado, concluí en lo obvio: se trataba a fin de cuentas del timbre de la puerta. Un toque redondo y áspero reverberando en su estridencia nocturna, en contraste con el silencio de la casa. Después el interruptor comenzó a ser pulsado, dos y tres veces seguidas, por un dedo vigoroso, lleno de ira, un dedo que me atestiguaban sus muestras crecientes de impaciencia. Sonidos prolongados alternaban con otros, breves e intermitentes como los del código Morse, en un alarde de rencor propio de quien tocase una campana a rebato. Atacado de los nervios, en un frenesí que me erizaba por dentro, pasé del recelo inicial a la certeza de que se volvía a repetir lo que tantas veces me había sucedido: amargarme la vida con vigilancias y persecuciones; someterme de nuevo a lo que muy buenamente quieran hacer de mí.

Me senté abruptamente en la cama. El corazón en una palpitación loca. La cabeza latiéndome, dilatándose tan solo por dentro. Aquella violencia ruidosa me hería los cinco sentidos, resumiéndolos en uno solo: el oído. La noche real, inmensa, estaba fragmentándose allá en lo alto y cayendo sobre mí como el vidrio de una claraboya que reventase encima de mi cabeza. Persistía todavía el alarido del timbre: una cuerda estridente que atronaba el edificio entero, aunque tocase solo y únicamente dentro de nuestras cuatro paredes.

Saliendo de entre sus pesadillas, llegó el turno de que Marília se despertase sobresaltada. Se asustó, pues había sucumbido también al cansancio de un día de trabajo y se había hundido en un sueño más pesado que el mío. Cuando despertaba en medio de la noche, le sobrevenían unos espasmos nerviosos que recordaban convulsiones. En un susurro de voz somnolienta, y del mismo modo afligida, me preguntó en voz baja quién era y lo que pretendía de mí, si acaso no se trataría de alguien perseguido, huido de la Dictadura, necesitando esconderse durante unas horas en nuestra casa, como de vez en cuando nos sucedía; o si, por el contrario, eran ellos, otra vez ellos en nuestra puerta, los miserables de costumbre, que venían de nuevo para prenderme y llevarme con ellos. Dado que se puso a llorar, me fue inevitable concluir que había encontrado la respuesta a sus preguntas. Ahora, la voz se retraía mientras ella sollozaba, en una mezcla de cólera y de susto disconforme. El corazón de las mujeres trabaja más deprisa y más cerca de la verdad que el de los hombres. El de ella tenía el don añadido de adivinar, de presentir a distancia los pasos de mi perdición.

Busqué el despertador en la mesita de noche. En verdad ¿quién podría ser sino la policía política? A aquella hora, nadie con buen juicio andaría evadido de puerta en puerta por las calles de Lisboa, ni tocaría con tal insistencia el timbre de la puerta de quien necesitaba descansar durmiendo en la paz de su cama, con trabajo y deberes que cumplir al día siguiente. Marília me agarró del brazo, con los ojos abiertos, dilatados por el terror. Sin dejar de llorar, me pidió que no encendiese la luz, no me moviese ni me levantase, ni les abriese la puerta: lo mejor era que fingiésemos que no había nadie en casa, que nos habíamos ido ambos. Acabarían por desistir y marcharse. O por tumbar la puerta y después cargar ellos con el escándalo del jaleo a horas tan impropias, ante la extrañeza y la indignación de los vecinos de al lado, de los pisos de encima y de abajo. No íbamos a ser nosotros los que les facilitasen las cosas, ¿no?

—¿O crees que sí? –se alarmó, al darse cuenta del pesimismo de mis ojos vencidos y ya desesperados.

Mi respuesta consistió en hacerle una caricia con las dos manos en el cabello y en el rostro, que ahora se desfiguraba más, convulsionado por un nuevo asomo de llanto. Intenté sonreírle sin dolor ni demasiada tristeza y tranquilizarla, a fin de infundirle un poco de confianza en lo referente a mi situación; pero me salió una sonrisa tan triste, tan resignada a su mala suerte, que la hizo llorar con más fuerza y dejar caer la cabeza, abandonándose a mis brazos. Deshecha por dentro, y de nuevo por mi causa. ¡La manía que yo tenía de andar siempre pisando el riesgo e incurriendo en las temeridades de la política! Tenía una hermosa cabeza, mi mujercita, redonda y coronada por unos discretos caracoles negros como el carbón. Ella sabía que yo la adoraba tanto por esa belleza como por sus recelos y cuidados respecto a mí. Se le había metido en la cabeza hasta la convicción que era ella quien me protegía del mundo y cuidaba de mí, de la ingenuidad de mi fe en todo, y no al contrario de esas y de otras ilusiones.

Marília no significaba solo el amor y la comodidad de una vida, sino sobre todo la fuente de donde manaba el hilo de agua de mi coraje cívico, ese hilillo bravo, limpio, determinado, que me había llevado ya a soportar dos prisiones, y en ellas las privaciones del sueño y los largos interrogatorios, por entre delirios e imágenes alucinadas. Eran bárbaras las torturas practicadas por perros ensañados que, a pesar de que eran policías, vestían de civil: las torturas del sueño y las tentaciones de los agentes que representaban el papel unas veces de malos, otras de tan bonachones que hasta estaban en contra de los métodos violentos del poder y de la autoridad, y comprendían que nunca hubiese habido, ni habría, una unanimidad de opinión relativa a ningún régimen político, incluso en Portugal. Lo más normal en esta vida, en el nuestro como en cualquier otro país del mundo civilizado – decían los agentes «bonachones» de los interrogatorios -, era que hubiese por ahí quien no estuviera de acuerdo con el gobierno. Y que tal hecho le fuese reconocido como derecho a la opinión y a la dignidad. ¡¿Qué duda podía caber en cuanto a eso?!

La recitación malévola, el razonamiento «hipócrita» de los «bonachones».

Ayudé a mi mujer a levantarse de la cama y a ponerse la bata. Me acerqué a la ventana para intentar espiar. La abrí un poco, solo lo necesario para asomar la cabeza al exterior, y pregunté a los de abajo quiénes eran y lo que pretendían de nosotros a aquellas horas. Una voz fría, que hablaba y tosía, me respondió diciendo secamente:

—¡Policía!

Por instinto, retrocedí y me escondí tras las cortinas, en el cuarto a oscuras, como si reaccionase a un aguijonazo de la uña del diablo. Afuera, las tinieblas arremetían contra las luces amarillas de las farolas públicas. Pero no tardarían en empujar la madrugada, en dar paso a los tonos incipientes y claros del día a punto de nacer. «La hora del lobo», pensé entonces. Ni noche ni mañana. El silencio de un edificio interior durmiendo, en unas calles sin tráfico ni gente de paso por allí; el cielo, bajo una amenaza de lluvia, cargando las nubes por encima de las casas. Y yo a punto de caer en la trampa y de ser engullido por los lobos.

Eran tres, todos con sombrero y gabardina. Una brigada de la policía política, la conocida como de la defensa del Estado, venía a buscarme, a proceder a una búsqueda domiciliaria más o menos sumaria, cosa de poca importancia. Nada más que eso: palabra de honor del agente, un tal Magalhães (así se anunció él) que yo no conocía y a quien había sido confiada la misión de prenderme. De ahí a nada, dándose cuenta de la forma desastrosa en que me habían anunciado sus buenos propósitos, enmendó el tono de voz y lo volvió grueso, imperativo, como quien no admitiese más charlas conmigo:

—¡Abra, y deprisita, profesor! ¡No me haga perder más tiempo aquí en la puerta, al frío!

¿Quién no conocía las mañas y las crueles ironías de un agente cualquiera de la policía política, se llamara Magalhães o respondiese por otro apellido cualquiera? No me importaban los nombres, pero sí el timbre de aquellas voces frías, los ojos, las bocas blandas o duras, los modos brutales o los gestos sutiles. Yo sabía que, a partir de ahí, no habría ningún espacio de maniobra a mi favor, ni ninguna garantía de respeto por las personas de mi casa. El mal está en que nos dejemos atrapar desprevenidos en nuestra jaula. En el caso de que no facilitase la entrada de la policía o no bajase por mi propio pie a su encuentro, el agente mandaría levantar una barrera de ojos para quedarse allí de guardia, espiándome desde la esquina, junto a la puerta o frente a las ventanas del inmueble. Hasta que me entregase, me harían chantaje emocional con mi mujer; apretarían cada vez más el cerco al edificio y a la calle donde vivíamos, a la cual no podríamos, ni yo ni ella, bajar sin que nos rindiésemos a la claridad escandalosa del día y yo volviese a dejar tras de mí un rastro hecho de secretos, murmullos sospechosos, escarnios y hasta odios ciegos por parte de los vecinos que entre dientes me tenían por uno más de los «de en contra», un despreciable «conspirador», un «subversivo político», tal vez hasta un comunista. Esos eran los términos usados por el régimen contra los opositores. Era muy probable que los vecinos concordasen con ellos acerca de mi persona.

Tal como había hecho en dos ocasiones anteriores, le pedí a Marília que me preparase una maleta de mano con algo de ropa, los objetos de higiene diaria, mis medicamentos para el asma, el libro que estaba leyendo y que con seguridad sería de inmediato aprehendido a la entrada de la prisión. Le recomendé, finalmente, hablándole casi en secreto al oído, que, nada más que ellos me llevasen y desapareciesen conmigo en la primera curva, despertase de un telefonazo a Colaço, nuestro abogado, poniéndole al corriente de lo sucedido y pidiéndole que se volviese a ocupar de mi caso. Sólo entonces presioné el botón que abría la puerta de la calle, que sonó como un tiro en la oscuridad del edificio. El pestillo se había disparado allá abajo, en el recibidor de la entrada al fondo de las escaleras, y acto seguido se oyeron ruidos de pasos en el interior. Oí voces maldiciendo el frío que hacía en la calle y la poca suerte de quien tenía una profesión tan ingrata como aquella, muchas veces sin derecho a una cena decente con la familia, ni a ir a la cama a horas más o menos seguras, ni a calentar y consolar el cuerpo en el confort de un hogar, como las otras personas. Decidí retardar la invasión de mi casa manteniendo mi puerta trancada en las dos cerraduras, una de ellas vulgar de Linneo, la otra atravesada por un armazón de hierros por la parte de dentro, y que yo había mandado chapar a un cerrajero. La mantuve cerrada hasta recomponerme un poco más por esa visita tan indeseada, aún de noche, y despedirme como es debido de mi mujer con besos, abrazos y caricias en el pelo. Me puse por fin a las órdenes de Magalhães y de su brigada, que con seguridad se había especializado en invadir domicilios a deshoras, contraviniendo los escritos de la ley. Entraron empujándose unos a los otros, precavidos como ladrones, amontonados y brutos, tropezando con todo, cuando abrí la puerta y me mostré dispuesto a acompañarlos sometido a las armas, bajo prisión. Protesté diciendo que aquello era, una vez más, una prepotencia y una ilegalidad inconcebibles, propias de las dictaduras y de sus agentes públicos. Perversos, estaban violando mis derechos de ciudadanía, cometiendo el abuso de una violación del domicilio, con una violencia sin propósito, sin una orden de busca y captura firmada por un juez, ni una orden de detención que me tratase de acuerdo con las leyes de mi país. Pero el agente se limitó a levantar un brazo hastiado, a mandarme callar como si estuviese haciendo parar el tráfico en un cruce y a decir que se sabía de memoria el razonamiento de mis quejas. Vi su manaza agitarse en el aire, los dedos gordos, inquebrantables, y las uñas casi cuadradas, anchas como habas. Pero yo era muy hombre para él, si lo agarrase a solas y al alcance de mi mano. Me vi, sin embargo, obligado a callarme. Sin los otros dos allí cerca, sería fácil para mí echarle las manos al cuello y apretarle el gaznate hasta que se desmayara. Y hacerlo con alma. Así, ni pensar en moverme, ¡cuánto más resistirme a él! Estaría bien, una pelea a mi puerta o dentro de casa, conmigo agarrándole por el cuello de la chaqueta o por la garganta y empujándolo hacia el descansillo. Un escándalo perfecto, a los ojos del edificio entero. ¡Ni a mí me parece razonable imaginármelo!

Mandó a los suyos que fuesen por toda la casa, en busca de indicios y pruebas que me incriminasen en la conspiración contra el régimen, en mis repetidas traiciones a la patria. Golpeó un cigarrillo contra la uña del pulgar, lo encendió, expelió una fumarada que me pareció blasfema a aquella hora de la noche en que nadie fuma, ni come ni bebe, ni va a ninguna parte. Fumó paseando de lado a lado enfrente de nosotros, con una pose tan solemne que yo diría algo episcopal, hasta que Marília no aguantó más y gruñó de cólera en su rincón del cuarto. Lloró, gritó, les llamó de todo, cornudos e hijos de esta y aquella que había parido tal policía política en Portugal. Magalhães se detuvo delante de mi mujer con malos ojos, con modales de persona ofendida en sus bríos, y la avisó, dedo en ristre, que tuviese cuidado con lo que vomitaba por esa boquita; quien dictaba orden de prisión a un subversivo político como yo, podía mandar apresar también uno o dos o tres más de la misma ralea, los que fuesen necesarios. ¡Y atención, señora mía!, ¡no fuera que ambos acabasen de luna de miel en el Fuerte de Caxias, no!

Vi sus labios palidecer y fruncirse de rencor, y lágrimas airadas cayéndo de sus ojos impotentes, cada vez más furiosos. Muy poco tiempo después llegaron los dos que habían estado pasando revista a la casa: las manos llenas de carpetas, periódicos y papeles en desorden, los libros y los cuadernos de temas y con los sumarios de mis clases. Me mandaron que me vistiera, y yo me vestí. Me dijeron que los acompañase sin objeciones ni resistencia, y yo los acompañé sin objetar ni resistirme. Que no me pasase de listo, y ni lo intenté. Fui escoltado hasta el descansillo. Con un guiño y una media sonrisa disfrazando el dolor de mi revuelta, me despedí de la mujer que me inspiraba coraje contra la Dictadura. Todavía la oí ahogar un grito a mis espaldas, dispuesta a reventar de furia, insultando de nuevo a los policías, dando un portazo para ir a espiarme desde la ventana, después abriéndola, recomendándome que no cediese ni abriese nunca la boca ante «esa escoria del régimen». Iría a visitarme ese mismo día en presencia de Colaço, nuestro amigo abogado, y exigirían mi liberación inmediata. Mientras bajaba todos los escalones del tercer piso hacia la calle, la oí insistir en sus recomendaciones. Pero la voz como que se enroscaba ya en mis oídos. Todo lo que decía iba quedando atrás definitivamente, en una vuelta de página, perdiendo poco a poco el sentido.

Al poco, estábamos en la calle, hacía frío, ellos me empujaban hacia el interior de un vehículo discreto, en apariencia normal, o sea, no oficial, pero ya con las dos puertas traseras abiertas. Atravesé la ciudad medio dormido, llevado a lo largo del río, después por la calma orla del mar, que a esa hora despertaba a la primera claridad del día. Tal como había ocurrido en mis encarcelaciones anteriores, llené mis pulmones, aspiré hondo la sal imaginaria del aire que se comprimía entre la masa negra de agua y la soledad negra de mi mente. Volvía a despedirme de la pequeña luz matinal que tanta falta llegaría a hacerme en la celda, en la opresión sin gloria de mi espíritu, en aquellos pasillos vacíos de Caxias que acogían los ojos silenciosos, los dolores secretos, los pensamientos vanos de los presos políticos. Donde la culpa pasaba por inocente y la inocencia nunca dejaba de ser culpabilizada.

Atravesamos los portones del Fuerte, que se abrieron a cambio de un santo y seña entre Magalhães y el retén de servicio. Fui después empujado hacia el interior de una celda y caí de bruces en el charco, aturdido, sin energía ni reflejos de defensa. Miré a mi alrededor, todo continuaba igual: la cama con la mesita de noche al lado, la almohada, el cojín cuadrado, la colcha de modelo militar sobre las mantas de lana. La luz franca y amena del día se filtraba ya por entre los barrotes de la ventana. Todo, sin quitar ni poner, a imagen y semejanza de las veces anteriores.

Para animarme un poco y, si fuera posible, afirmarme mejor en mi sentimiento de coraje, me levanté del suelo y fui a ver al dios Sol rayando allá a lo lejos, en eso a lo que solemos llamar horizonte. Puse un pie en la mesita de noche y levanté el cuerpo a la altura de los barrotes. Y lo que vi me dejó casi en éxtasis. Un gran y hermoso navío blanco pasaba la línea de la desembocadura, con las luces encendidas aún de mañana. Libre como la luz que de él irradiaba. Era esplendoroso verlo deslizarse río abajo, superar la línea costera y entrar mar adentro, silencioso e imponente de belleza, con la altivez de la elegancia y de la indiferencia. Tuve la breve ilusión de avistar cabecitas humanas en la cubierta, tan pronto en movimiento como paradas mirándome, como si me desafiasen a la libertad de ese viaje de evasión hacia el lado contrario del mundo. Al momento volví en mí: aquel no era mi barco, ni mi sueño, ni mi próximo destino. Para evitar sufrir, viéndolo alejarse y ganar la distancia que lo separaba más y más de mí, le hice un gesto de adiós, con la mano por el lado de fuera de los barrotes, al que nadie respondió. Me bajé y me fui dejando caer sobre el jergón, donde me eché boca abajo, con la cara escondida en la almohada. Me puse a llorar. Lloré durante algún tiempo, hasta que el lloro me agotó y me dormí sobre la colcha de la cama, sobre la soledad de mi vergüenza.

*

Los interrogatorios, los castigos corporales y el suplicio de la privación del sueño vinieron más tarde. Yo llegaba armado de una voluntad iluminada por razones éticas, por el valor de todo lo que creía ser inaplazable en mi país; por la vigilia disconforme de mi mujer, quien en casa, en nuestra cama, o ya en la calle para hacerse eco de mi detención, continuaría pidiéndome que no cediese en nada, que nunca abriese la boca para confiarles mi verdad, ni siquiera para mentir a esos sicarios a sueldo de otra gente, y al mando de nadie.

Durante dos días, y de acuerdo con la práctica más corriente en Caxias, me dejaron allí solo, sin decirme nada, sin que me mandaran llamar, presumo que con la intención de infundir en mí un sentimiento de inseguridad y de abandono a mi suerte. En ese momento el tiempo se detuvo en el interior de mi cabeza. Se estancó, largo e inmóvil, rechazando venir a mi encuentro. Fuera de él, la vida se transformaba en un reloj parado en mi soledad, en la vigilia de mi «Huerto de los Olivos», mientras otros dormían y mi sudor se convertía en sangre, angustia, tiempo en suspenso, pero no inexistente. Los espíritus duros se dejan ablandar más deprisa por el desprecio intencional que por gritos y amenazas, o hasta por la violencia física. Sería esa su intención respecto a mí, no me quedaban dudas. Ablandarme el ánimo. Diluir, disolver el plano de mi resistencia interior. Desarmarme, en suma.

Se limitaban a introducir una jarrita de agua y un plato de aluminio con comida a través del postigo, que unas manos esquivas venían a abrir y cerrar, por entre el sonido cavernoso de unos pasos y el tintineo de llaves en el pasillo. La misma sombra callada colaba por la abertura la ración siguiente y recogía la anterior, verdad sea dicha, intacta. También eso representaba en mí un método y una rutina. Ellos sabían que yo intentaría, como las otras veces, hacer huelga de hambre hasta que me autorizaran la visita de mi abogado. Pero la mañana del tercer día, irrumpieron de nuevo en la celda. Con prisa, nerviosos. Que me afeitase y vistiese para salir.

—¡Prepárese para ir a Lisboa! –se dignaron a informarme, sin más explicaciones.

Media hora después, un coche celular me llevaba de vuelta a la ciudad. Allá iba yo, por fin, férreamente custodiado por dos agentes armados con pistolas ametralladoras, camino de la calle António Maria Cardoso, donde quedaba la sede de la policía política. Hasta eso estaba claro y anotado en mis cálculos en cuanto a los tratos, usos y costumbres de la prisión. No me cogerían desprevenido en cuanto a lo que lo que allí me esperaba: los rituales de tortura de la mente, la práctica de torturas a las que me sometieron, a las que siempre recurrían al tratar con sus presos: sus víctimas, sus «ratas». Estaba hecho a la idea de mi mala suerte, dispuesto a ser también «rata» en las manos que me irían a torturar; pero, para eso, tendría que levantar la cabeza ante ellos, exhibir firmeza en los ojos, en los hombros, en todos los huesecillos y músculos de mi cuerpo de «ratón», el cual no tardaría en ser pisado bajo el tacón y la crueldad de sus botas de clavos.

Había tres señores encorbatados, con una postura propia de quien había venido para acusarme de mis delitos de  opinión, sentados al otro lado de su mesa censoria: uno de ellos, el del medio, era gordo, como la base invertida de un tronco de araucaria cortado de raíz, los otros dos parecían unos tocones lisos y delicados. Estos se servirían de sutilezas y no de groserías, al contrario que el gigante que se había acomodado en el centro. Ahí estaban: eran los mismos, sin quitar ni poner, de mis dos prisiones anteriores. Solo yo me consideraba cada vez más «otro», distinto de mí mismo a medida que se repetían las experiencias de reclusión. Mi primera vez, tan pronto como llegué y me presenté ante aquel triunvirato, el pánico se apoderó de mí e hizo que me orinase totalmente piernas abajo. De puro miedo, de un absoluto terror. Nunca había recibido un sopapo ni una simple bofetada de nadie, ni siquiera de los colegas de escuela y de instituto, tampoco de mis padres y abuelos cuando era adolescente con humores sinuosos y risas sarcásticas. Ahora, estos me iban a pegar y torturar hasta que yo confesase todo lo que había estado haciendo contra el país y su gobierno, y les denunciase a los cómplices de mis ideas y acciones en la política. Entonces lloré de rabia y de vergüenza. No consiguiendo enmascarar la incontinencia urinaria, me sentí un débil, un chaval frágil, un miserable, con aquel líquido caliente resbalándome hasta los pies y esparciéndose por todo el suelo, el rubor invadiéndome la cara y las orejas, al extremo de que los propios agentes, con aparente lástima de mí y algo embarazados con mi infantilidad, intentaron animarme:

—¡Venga, hombre: nadie va a hacerle daño! No se ponga nervioso, mantenga la calma, nosotros somos gente de bien, no lo que por ahí dicen de nosotros.

Mi cerebro repitió, dos, tres veces seguidas, en eco:

«¡Nadie va a hacerle daño!, ¡Nadie va a hacerle daño! ¡Nadie va a hacerle daño, daño, daño…!».

El caso es que yo no era entonces más que un muchacho. Y no pretendía más que demostrar mi coraje. Pero sucedió lo de orinarme entero, de temblarme tanto las piernas y la voz, de haberme puesto a tiritar como si estuviese desnudo delante de ellos, transido de frío y temblando de miedo. Después, conseguí recomponerme. Me enderecé, mordí los labios, les hice frente. Volví a ser un hombre.

Ese primer encarcelamiento de mis tiempos de muchacho no pasó, según ellos, de «un procedimiento de rutina». Me avisaron de que tuviera cuidado, de que mirase bien con quien andaba metido y liado, pues continuaría bajo vigilancia. Al segundo día, tras nuevos avisos y consejos, me mandaron preparar los bártulos, y vuelta a casa. Así se amansan los resistentes. Así se quiebran las fuerzas de los héroes. Sin barbarizarlos. Con modos tiernos, paternales. Ya la segunda vez, nada fue igual: empezaron con que no les gustaba la insolencia de mis ojos y de mi boca. Como medida preventiva de esa altivez de rematado estúpido, trataron de abofetearme, a la vez y de forma rotativa. Así fue cómo me reventaron los labios y me dejaron sangrando por la nariz. Pero solo las primeras bofetadas me dolieron. Una hoguera ardiéndome en la cara, con un pitido dentro del oído maltratado y la cabeza queriendo desintegrarse por dentro, el cuerpo recorrido por los escalofríos del orgullo herido y de la ira reprimida. Me vi aguantar, firme y con los dientes apretados, las agresiones. Gané fama de duro con la fuerza de mi resistencia a las torturas siguientes. Los guantazos, los estrangulamientos, sus manos, crispadas y rencorosas, llenándose con mi pelo. Me sacudieron la cabeza contra las paredes, me tiraron de mis patillas despeluzadas. Ahora, con la experiencia que tengo, estando ya en mi tercer encarcelamiento, malo sería que no me hubiese convertido en un hombre y de valor, más duro, más tenaz en integridad y persistencia contra su comedia y fingimientos.

Tuvo entonces inicio nuestro diálogo de sordos. Ellos imputándome conspiraciones, unas concretas, otras en abstracto, y yo encogiéndome de hombros, cerrando los labios con fuerza para no responder a nada ni ceder a provocaciones. Me interrogaban los tres, uno tras otro. El del medio pasaba la palabra al de la derecha y este al de la izquierda, que estaba sentado en la punta opuesta de la mesa. La voz más ruda, que ocupaba el centro de la mesa, debía de pertenecer al jefe. Las otras, hasta el momento amables y pacientes, establecían frases cortas, aunque muy bien elaboradas en su gramática, el sujeto, el predicado, los complementos en el sitio adecuado, invocando leyes, artículos, párrafos, y muchas, muchas veces la palabra patria por entre los decretos que ellos manejaban y que yo desconocía y despreciaba. No sé explicar por qué, pero vi al momento que, en esa ocasión, el agente que se había sentado a mi derecha era quien representaba allí el papel más peligroso y más perverso. Poseía una cabeza y un rostro afilado, con ojos y nariz de ave carnívora. Severos, los labios se unían en una furia apenas contenida, imitando el pico cruel, listo para cambiar de humor, de manso a histérico, de hambriento a depredador, para picotearme como a una presa. Y después las manos: no era necesario ser muy experimentado en detenciones políticas para imaginar que las suyas serían hábiles pellizcando, golpeando de una forma que yo diría científica, en el estómago, en el hígado, hasta manejando el alicate en los casos más extremos, para destrozarme las uñas o aplastar los dedos del preso torturado.

Hablaron, fingieron, dijeron todo lo que se les vino a la cabeza. Se cansaron hasta el punto de que yo mismo perdí la cuenta de los muchos y presuntos crímenes de asociación conspiradora, de los documentos de protesta por mí firmados y distribuidos que denunciaban los abusos, la prepotencia y las arbitrariedades del régimen. Decidieron culparme de los peores males del país: haber participado, como activista y conspirador, en reuniones clandestinas contra el gobierno; había andado por ahí, como un vagabundo cualquiera, metiendo por debajo de las puertas panfletos nocturnos que incitaban al pueblo a la revuelta, a la huelga contra los patrones y a favor de los sindicalistas detenidos por desobediencia a las órdenes de las autoridades. Creí oír y entender que me acusaban también de incitar a la juventud a negarse a ir a la guerra en las colonias: ¡había tantos refractarios, tantos desertores, tanta gente traicionando la patria y huyendo a Francia! Y siendo yo un granuja y un mal agradecido, un hombre lleno de privilegios y estudios, me había permitido el lujo de cubrir con maledicencias e insultos su gobierno y al propio Presidente de la República, al que se referían religiosamente, inclinando la cabeza en una venia discreta, como «el más alto magistrado de la nación». Tanto o tan poco dijeron, que me reconfortó imaginar cómo todo eso, un día, formaría parte de una parodia, de una risa futura sobre mi tragedia del momento. Las cosas, situaciones, personas y sistemas siempre tuvieron los días contados. Lo mismo que yo y ellos. Siendo así, debía continuar resistiéndome, callado, sin ceder a las provocaciones, sin ningún propósito de pasar por héroe o por un obstinado. Limitarme a dar tiempo al tiempo: irritarlos, consumirlos en su violencia impulsiva y después seguir adelante con mi plan de dejarlos en el centro escondido de mis actos y de la vida de allá afuera. Quería obligarles a perturbar su calma y a enfurecerse conmigo mandándome de allí al aislamiento, a los interrogatorios por turnos, las bofetadas y los puñetazos, la farsa del poli bueno que alternaban con figuras broncas, sádicas, horrendas, a menudo bestiales. Mientras los entretuviese, otros irían dando los pasos que yo había perdido pero que volverían a pertenecerme.

Ahora era el agente más gordo el que toma la iniciativa de la acusación. Rudo. Va dictando a los autos lo que bien quiere y entiende sobre mí en materia de acusación. Alguien golpea teclas frenéticas en una máquina de escribir, allí justo al lado: veo el rostro triste del funcionario, su cabecita clavada en el vano de la ventana abierta de par en par, que da a una cabina telefónica o un confesionario, no mayor que eso, con una puerta pegada a su espalda curvada. Parece claro que van a mandarme que firme al final, sin leer ni revisar lo que presumo son todos los crímenes políticos que me son imputados «en nombre del Estado portugués». Pero es obvio que no lo leeré, ni he de firmar nada sin estar en presencia de Colaço, mi abogado. El agente gordo, que detestaba abogados y presos recalcitrantes, se irritará con mi manía de poner en duda sus evidencias, y encima pidiendo defensas y lujos que solo existen en las películas extranjeras, sabiendo yo que, cuando lo crean oportuno, me asignarán un defensor de oficio en el Tribunal Plenario, donde se juzgan los crímenes políticos que tanto tiempo hacen perder a nuestra policía, a los magistrados y al juez supremo. Si fuese él quien mandase, la cosa estaría tan clara como el agua: una deportación a la África portuguesa, con trabajos forzados en las minas de sal o en las plantaciones de café en mitad de la selva. Para su desgracia, él no tenía tales poderes, no mandaba lo suficiente. Tal vez pierda la paciencia conmigo, tal vez se levante de la silla, dé una vuelta lenta a la mesa y venga a ponerse de pie, enorme y musculoso, enfrente de mí; tal vez me agarre con ira el cabello, como hacía la profesora de Primaria. O me apriete el gaznate, intentando asfixiarme. O tal vez me dé un puñetazo de lleno en lo alto de la cabeza, en el cuello, en el tabique nasal. Eventualmente, un rodillazo en el estómago, o en el pecho, para hacerme desmayar. Si así fuese, será el primer aviso serio a mi integridad física, el inicio de mi prueba de fuego en esta tercera detención política. Inconsciente, vendrán otros a buscarme para llevarme al puesto de socorro. Una vez ahí, alguien me lanzará un balde de agua fría por la cabeza, lo que será tal vez suficiente para despertarme. Partiré entonces de regreso a Caxias sin ver mi caso ni resuelto ni archivado, con media misa rezada y otro tanto, o más todavía, por celebrar.

*

Me levanté temprano en mi celda a oscuras, despertado por el chirrido de la puerta al abrirse y dar paso a dos carceleros que me hablaron en un tono de voz apremiante e imperativo. Que me levantase deprisa y les siguiese. Por mi propio pie. No habían venido a cargar conmigo a la espalda. Y ahora sí que me iba a enterar: vería lo que costaba haber decido jugar al gato y al ratón con los señores agentes de Lisboa, pobres, que tan buena voluntad habían manifestado respecto a mí. Pero yo, un preso ingrato y testarudo como pocos, en lugar de colaborar firmando todo y marcharme a casa, descansado, había decidido infravalorar a la policía y hacerme el «héroe valiente». Una pena: un señor tan apuesto, con tan buen aspecto, profesor en mitad de una carrera tan bonita, someterse a confesar todo y alguna cosa más no de forma espontánea, patriótica, sino solo bajo el poder de gritos, maltratos y excesos tan excusados; ¡ay, pobre de mí, qué pena tenían por mi persona!

¡Replicar a carceleros! Ni siquiera eso había cambiado desde la última vez que allí había estado. Me habían privado de todo: de mi ropa, del reloj, del libro que había traído, del recreo diario para una media hora de sol en el patio de la prisión, de las visitas de Marília y del abogado. Me esperaba la parte peor del camino a mi calvario.

—Ahora sí –me dije a mí mismo, caminando a su lado–. Vas a ser un hombre entre los hombres. Nada de seguirles el juego. No revelarás nombres, ni hechos, ni proyectos, ni ideas de conjura. Nada de nada. Aunque te arranquen las uñas o te desgarren los dedos con un alicate. Un hombre, ¿has oído?

Tal como en las detenciones anteriores, tuve que pasar puertas y pasillos de aquel mismo pabellón, entrar en una sala cuadrangular, esperar allí de pie, a solas, en el centro de esa arena de torturas, ser espiado hasta que viniese alguien a darme órdenes, mandar desnudarme de cintura para arriba. Exponer así mi desnudez me fragilizaba ante sus ojos. A otra orden, me sentaría en un banco como los de cocina, que tienen inestable equilibrio en las prisiones políticas. Fue, exactamente lo que pasó.

Llegaron dos de los que habían estado conmigo en la sede, el corpulento y el delgadito, y a ellos se juntó un tercer individuo que yo no conocía. Se dirigió a mí diciendo que se llamaba Teixeira, jefe de brigada. Apuntó el dedo a los otros dos, por si no los reconocía, y me presentó a los agentes Barata (el más gordo) y Gomes (el escuálido). Magalhães, ese no había venido, ni apareció nunca más. Ninguno de los otros se dignó a dirigirme una mirada, reservándose desde ese momento, sin duda, para el festín colérico que vendría a continuación. Me fingí distante y soberbio, para estar a su altura, diciéndome y repitiéndome a mí mismo que no les daría la ocasión ni el placer de verme asustado, mucho menos de verme de nuevo orinarme piernas abajo, en ese trance desgraciado de mi estreno en prisión. Iba a ser un hombre, claro, y provocarlos y desesperarlos con la obstinación de mi silencio. No aceptaría como interlocutores a unos canallas que se pretenden dueños y señores de mis actos y de mis ideas. La infamia del régimen, la dictadura nacional, no era en nada distinta de la de ellos. Yo me oponía al sistema en el nombre de la dignidad y del sentido del honor, con la conciencia de mi deber de lealtad para con el pobre pueblo que emigraba a Europa, embarcaba a las tres guerras de África e iba a misa los domingos para escuchar la resignación y la ausencia de Dios en sus desgraciadas vidas, rezando por la salud, por el discernimiento y por la felicidad de nuestro dictador, por la santa conversión de Rusia, por el pan con lágrimas de cada día.

*

Cada vez que cedía al peso del sueño, cerrando los párpados para dormir, una fuerte palmada en la mesa me hería el cerebro. El susto me provocaba un sobresalto en el corazón. Parecía un mensaje o una declaración de locura, ese enjambre de voces babilónicas calentándose con mis ideas, como anunciándome las primeras alucinaciones. Hacía tres noches y tres día y medio que no dormía. Estaba de pie frente al hombre que me vigilaba en el turno de la tarde; el hombre que en todo momento me exigía que me mantuviese despierto, con los ojos bien abiertos, y que de repente se erguía de la silla, me cogía por los sobacos y se ponía a andar conmigo en torno a la mesa, pegados a las cuatro paredes de la sala, cada vez más deprisa, hasta agotarme. Cuando parecía que iba a caer redondo en el suelo y desmayarme, él me daba una patada con el empeine o me presionaba los dedos ya muy pisados por sus botas de clavos. Yo aullaba de dolor. Gemía en mi desesperación, lloraba como un niño, pidiendo y suplicando que acabasen conmigo de una vez. No llegaría a ser, con toda certeza, el hombre valiente de mi segundo encarcelamiento, en el que había probado, mudo y con los dientes apretados, las mismas torturas e idénticos tormentos. Me sentía muy cansado, tan exprimido en las últimas fuerzas que me imaginé todo hinchado por dentro, las tripas, el hígado, los riñones, la vejiga. No tardaría en explotar, en morir de pie agarrado al hombre que tan pronto corría a mi lado llevándome consigo como frenaba el paso con brusquedad, para que todo dentro de mí volviera a contraerse y me doliera aún más que antes. Ojalá el sufrimiento se volviese extremo e insoportable, a punto de perder la conciencia y desligarme del cuerpo, mi pobre cuerpo exhausto, dolorido, ya resignado a la idea de su muerte. Lo peor para mí era que persistía la terrible lucidez de la mente, más aguda a medida que aumentaba el cansancio y las agresiones se multiplicaban, tanto en número como en el grado de violencia. Cada vez más cerca de la conciencia de mi dolor que el cuerpo de sus funciones vitales.

La mente. Fue gracias a ella como reconocí mis gritos. Gritaba de fuera hacia dentro. Sufría fuera de mí. La voz se asemejaba a un eco, a un retorno al origen de la boca y de los oídos. La mente servía de espejo al cuerpo. Un modo de ver mi rostro hinchado, con manchas violáceas, azules, purpúreas; las heridas abiertas que volvían a deshilacharse alrededor de los ojos, en la cabeza y en las sienes; sangre escurriéndose del cabello y goteando a los pies del hombre furioso que se desesperaba con mi silencio de preso testarudo; de ese hombre que perdió súbitamente la paciencia y concibió la idea triunfal de cortar el mal por la raíz y matarme, «como parece que yo pretendía», dijo él. Tiró del brazo hacia atrás, cerró el puño, lo torció en un movimiento de rosca para causarme aún mayores daños y me acertó de lleno en la boca. Los dientes sufrieron un impacto brutal, manteniéndose, con todo, firmes, alineados dentro de las encías. Pero los labios, otra vez cortados, escupieron sangre; la cabeza, chirriando, rodó toda por dentro y la mente giró con ella. El mundo cayó frente a mí y se puso patas arriba. Me costó entenderlo así, al contrario de lo habitual, con el techo en el suelo y este encima de mí, en un cielo todo forrado de nubes. Pero debían de ser cosas de la mente desprendiéndose de su peñasco: mareos mezclados con nuevas y cada vez más absurdas confusiones. Y dolores. Muchos dolores. Sonidos, palabras y frases perdiendo el sentido, en la turbación del agua interior de mi memoria, de las muchas vidas que yo ya había tenido antes de esta de ahora.

Horas después, fue aún peor. Vinieron los tres al mismo tiempo, cuchicheando entre sí que era imposible que pasase del sexto al séptimo día prácticamente sin dormir y que continuase sin hablar, sin delirar, sin acabar ya completamente loco. Una cosa así solo muy de vez en cuando se veía por allí, pero con hombres de hierro que nada tenían que ver con mis antecedentes carcelarios. Habían intentado todo de todas las maneras: empezaron por golpearme con pequeños sacos de arena de playa, toallas mojadas, instrumentos tan limpios que no dejaron marcas en el cuerpo del agredido. Persistían en impedirme dormir, cada vez que iba a desfallecer de extenuación o me ponía a decir cosas confusas y delirantes que nadie entendía. Pero el médico de la prisión, el doctor Toledano, había asegurado que yo todavía tenía cuerpo y salud para resistir a los interrogatorios. Bastaba con que continuasen dándome un vaso de agua con azúcar, un huevo cocido por día, caldo de gallina, de vez en cuando una taza de leche, templada o fría. Sobre todo, que me concediesen un poco de tiempo de sueño, no mucho, apenas lo suficiente para restaurar la lucidez que me iba faltando con el pasar de las horas y para devolverme las ganas de colaborar.

En lugar de eso, me ofrecieron pan duro sin nada más; cuando ni era pan con nada, me daban un caldo, que parecía haber sido vomitado, con judías carillas y un pescado frito con demasiadas espinas que me sabía a ácido caústico; una detestable carne con menestra, como la que daban en la mili todas las semanas los lunes; o espaguetis a la no sé qué con albóndigas bañadas en salsa de tomate. La comida, deduje yo, formaba parte del hospedaje, como instrumento de tortura y no de cortesía. Ayudaba a abrir camino al hastío, la debilidad, la muerte por repudio y por repugnancia de todo y algo más que nos estuviese reservado en los secretos y en el abandono del Fuerte de Caxias.

Había ganado, es cierto, el aire alucinado de los que poco a poco van perdiendo el juicio. Pero también eso había sido calculado y previsto por ellos, de acuerdo con la experiencia acumulada de anteriores presos políticos. Yo veía bichos y más bichos subiendo y bajando por las paredes: grandes arañas, alacranes, escorpiones, ciempiés, escarabajos gigantes que más parecían un pelotón de fusilamiento marchando a mi encuentro. Juraba ver en el suelo, a mi alrededor, un enjambre de abejas sin alas viniendo de carrerilla a cercarme, a comerme vivo. Tuve otras visiones fantasmagóricas, como la de entrar un caballo alado, blanco, dentro de la sala, y ponérseme a mano, teniendo que agacharse hasta quedar de rodillas en el suelo, para que yo lo montase. Al momento, abrió las leves alas, las meneó, las sacudió como si acomodase el aire bajo los sobacos, voló conmigo sacándome de allí rompiendo el techo y dejándolos a ellos boquiabiertos con mis poderes de evasión.

Al extremo del agotamiento, pasé a oír voces allí mismo, al lado, muchas voces, unas de bebés desesperados que lloraban hambrientos, las otras de mis padres pidiendo que por el amor de Dios no me lastimasen más, me perdonasen la vida, y también recomendándome que aprendiese de una vez por todas a conocer mis límites, a saber perder lo que no podía ganar yo solo. No me di cuenta de que ambos ya habían muerto, pero sí de que estaba a su espera hacía mucho tiempo, años y años seguidos, sin que jamás hubiesen vuelto a sus puntos de partida. El rostro de mi madre se iluminó en una sonrisa cariñosa y triste. Intenté acariciarlo y cubrirlo de besos, echándolo desesperadamente de menos, con todo mi amor de su único hijo. No lo alcancé: cada vez que extendía los brazos, su rostro parecía deformarse y huir de mi contacto. A continuación, oí distintamente la voz de Marília, allí tan cerca que se diría dentro de la misma sala, pero detrás de un biombo: aquellos perros estaban torturándola, a ella también, a mi querida mujer, porque lloró de rabia, los llamó puercos y bastardos, me llamó a gritos para que acudiese y la librase de sus garras de osos. Perros y puercos con uñas de osos, por tanto. Pero no sabía que se trataba de una alucinación. Desvarié: después de haber pasado por todo esto, aún soy un caballero, puedo muy bien prescindir de la vida a favor de mi mujer. Siempre había estado preparado para morir por ella, si fuera preciso. Di dos pasos en dirección a su llanto, intenté lanzarme hacia delante para salvarla. Pero uno de los agentes tiró de mí con brutalidad cogiéndome por el cuello de la camisa, y se puso a reñirme, colérico, de nuevo muy ofendido. Chilló, chilló, pero no entendí la razón de sus gritos de odio contra mí. Me había limitado a intentar socorrer a Marília: llevarle una sonrisa, un poco de regazo como a ella tanto le gustaba, si fuera posible una toalla para limpiarle el sudor y la sangre del rostro. A fin de cuentas, ella no había sido allí convocada, nada tenía que ver con mi vida pública; el papel de Marília consistía en amparar y moderar mi temeridad, en enorgullecerse, aunque fuese un poco, del coraje de su hombre contra los encarcelamientos y torturas de la policía política, contra las crueldades del país en que vivíamos y garantizarme que esperaría hasta el fin por mi llegada, del mismo modo que llevo años esperando por mis padres muertos, por su regreso imposible a la vida y a su casa en este mundo.

Los policías no podían entender nada de lo que estaba pasando dentro de mi cabeza. Verme ahora así, sonriendo, después de todo aquello por lo que había pasado –tanta zurra, tantas noches perdidas–, los había puesto en contra de mi obstinación. Como si los hubiese insultado, me cayeron de nuevo encima, me tiraron al suelo, enrabietados, los tres sentados en mi cuerpo, sobre las piernas y las caderas muy lastimadas, llamándome perro sarnoso, comunista, traidor a la patria, hijo de no sé cuántas viejas que me habían parido. Descargaron algunos puñetazos más en mi espalda, me estrangularon con las manazas apretándome el cuello. Me fui sintiendo ceder, caer, casi apagándome. Uno de ellos, ciertamente más desequilibrado que los otros dos, me agarró del pelo y golpeó mi cabeza tres veces seguidas contra el suelo. Me dio puntapiés en el estómago, en el pecho, en las costillas. Histérico, completamente ido, una criatura bestial. Primero, no puede describirse la crudeza de quien siente la cabeza chocando contra el cemento. Una descarga turbia recorriendo de arriba abajo, desde la base del cuello hasta la punta de los dedos de los pies. Después, los puntapiés al azar por todo el cuerpo, y yo ya sin reaccionar a la violencia ni al dolor.

Fue entonces cuando algo se partió aquí dentro, no sé el qué, pero seguramente los huesos. Comprendí que habían decidido pasar al asalto final de mi trinchera, hecha de agua y arena, y por eso sin comparación posible con su fortaleza. También habían oído el sonido de mis huesos al quebrarse. Se habían dado cuenta de su exceso tarde, demasiado tarde. Habían escuchado mis gritos de dolor pidiéndoles que, por favor, o por amor de Dios, no me matasen.

O si no, que lo hiciesen de una vez por todas, con limpieza y por misericordia. Un hilo agudo parecía rasgarme de arriba abajo, como si me hubiesen descuartizado ¡Imposible resistir, imposible aguantar, imposible continuar siendo un hombre! Estaba dispuesto finalmente a hablar, a responder a todas las preguntas y a firmar lo que ellos quisiesen: no soportaba tanto sufrimiento, tanta humillación, tanta vana crueldad; yo a fin de cuentas no quería morir tan pronto, aún con tan poca edad, lejos de la familia y del mundo. No quería, no quería, no quería.

(«Todo menos morir a manos de estos facinerosos», recuerdo haber pensado).

Al momento quedaron como extasiados, incrédulos con su victoria sobre mí. Si habían escuchado bien, yo estaba implorándoles por mi vida. Cuando tal cosa sucedía con un detenido, eso era música para sus oídos. Señal de que el preso abdicaba de sus contumacias y se consideraba vencido. No habría mejor ocasión para imponerle las condiciones de la rendición. No obstante, aún me gritaron varias veces al oído preguntándome si estaba realmente dispuesto a «cantar sus nombres», a decirles todo, todo, todo, quiénes eran, dónde vivían, lo que hacían en la vida los que conmigo (o con mi complicidad) conspiraban contra nuestra patria. Confirmé que sí con la cabeza y después con una voz exangüe; haría lo que fuese necesario para acabar con mis pesadillas. Y helos aquí que, por fin, suspiran, felices, aliviados. Uno de ellos dijo entre dientes, dejando caer los brazos:

—¡Por fin, maldito estúpido del infierno! Cantarás todo lo que nos gusta oír.

Como recompensa e intercambio de servicios, me ofrecieron un cigarrillo, que rechacé porque ya en aquel entonces no fumaba. No obstante, me llevarían ese mismo día al hospital de la prisión: un baño bien caliente, sábanas limpitas y planchaditas, médicos asistiéndome, comidita de la mejor, la limpieza y las suturas de mis heridas para más tarde aparecer decente y bien tratado ante la familia, en un regreso tranquilo a casa y a mi vidita de profesor. Nunca más volverían a molestarme ni a hacerme mal. Asentí de nuevo con la cabeza que sí, con los ojos cerrados, retorciéndome de dolores en el estómago, en la cabeza, en los huesos rotos, en los músculos despojados de su capacidad de acción. Estaba casi, casi muriéndome, y suspirando por eso, ¿no era así? Iría a morir sin gloria ni pasión, abatido y aniquilado por quien no se molestaría siquiera en hacerme un funeral. Sin provecho ni ejemplo para nadie. Constaba, en secreto, que la única cosa prohibida dentro de los muros de Caxias era que los presos muriesen a manos de sus verdugos: venían al momento organizaciones internacionales en defensa de los acusados de delitos políticos y montaban broncas contra el régimen, contra el buen nombre del señor presidente del consejo de ministros, contra el país empeñado en su esfuerzo de defensa de Ultramar y hasta contra la Iglesia portuguesa, que se callaba y nada veía con los ojos cerrados, rezando también por la salud del dictador.

Dos dolores insoportables, el de los huesos ofendidos y el de mi rendición a los enemigos. De ahí la locura, una demencia desbocada dentro de mi cabeza. Ya no me daba cuenta de casi nada, ni distinguía entre la realidad y la polvareda de las alucinaciones. La mente se había reducido a la idea de una derrota sin honra. Mi pensamiento apenas entendía que, de ahí en adelante, iba a ser otra persona. Sin razón, sin causas, sin palabras, sin amigos. «Roma no paga a traidores». Nadie con una gota de dignidad me recibiría con los brazos abiertos, cuando estuviese de vuelta en el mundo. No forma parte de las reglas de etiqueta ni de la bondad de los humanos comprender y aceptar los puntos de vista de un vencido. Como la historia la escriben siempre los vencedores, también a ellos, los torturadores, les pertenece inventariar y redactar los hechos y las circunstancias que les fui revelando, por entre los dolores de la tortura y mis lágrimas de arrepentimiento, y que ellos repetían entre sí, como si cantasen victoria.

Me mandaron decir los nombres de los que estaban contra la soberanía portuguesa en Angola, Mozambique y en Guinea, y yo dije los nombres; y los de cuantos deseaban o predecían la muerte del señor presidente del consejo de ministros; y los de cuantos luchaban contra la censura previa a la prensa, la policía política, el partido nacional único, la falta de elecciones libres y justas, la prohibición de libertad de expresión y de pensamiento; y los nombres de aquellos que estaban de acuerdo con el derecho de huelga, con la educación gratuita, con la salud pública, con la seguridad social del Estado, con el trabajo, con el sindicalismo y con el amor libre. Una palabra-clave, sobre las demás, los enloquecía y enrabietaba: revolución. Tal vez por ser esa la palabra que amenazaba volver los hechizos contra los hechiceros. Si alguna vez tuviese lugar una revolución en Portugal, saldrían a la calle multitudes sedientes y embriagadas, con sus gritos de muerte al dictador, a los ministros y paniaguados del gobierno, exigiendo justicia popular, juicios sumarísimos con la participación del pueblo, quién sabe si fusilamientos al romper la aurora, contra una barrera, un muro, unos matorrales más escondidos, un cañaveral a la orilla de un riachuelo o de una gruta llena de piedras sueltas y de vegetación. Tal vez fuesen ellos, policías de defensa del Estado, los primeros a ser pasados por las armas en nombre del pueblo, de la patria y de la libertad. Pero incluso esas cosas tan imponderables solo serían posibles por encima de sus cadáveres. Por eso odiaban tanto la palabra revolución, temiéndola por sí misma y por sus vidas, abominándola, persiguiéndola en defensa de su propia causa. Los revolucionarios saltaban como conejos de sus madrigueras: había que estar alerta, apuntar escopetas, estirar arcos, mantener las hondas y arpones listos para disparar.

Volvieron a exigirme nombres. Querían saber quiénes eran, dónde vivían, lo que hacían en la vida los cabecillas, los inteligentes subversivos de la revolución. Iban anotando los nombres con una especie de fervor religioso, sin distinguir entre los verdaderos y los falsos, porque todos ellos, saliendo de mi boca, pasaban a ser una cuestión de fe o una profecía tan solo mía. Nombres y más nombres destituidos de verdad y de sentido, apellidos inventados y dichos tan solo por decir, y yo llorando a causa de los dolores, con el cuerpo abriéndose totalmente por dentro, con hendiduras ensanchándose en el interior de los órganos y en la piel. Dolores de carnes rasgadas, de fisuras abiertas en los huesos del cráneo y de la pelvis, dolores de cabellos arrancados, dolores bajos, medios y altos como llamaradas agitadas por el viento. Y trasversales, oblicuos y perpendiculares, también. En medio de ellos, pensaba en un pueblo entero, mi ignominioso pueblo, varios millones de portugueses que estarían en contra de la prisión y la tortura (si supiesen que ambas existían cotidianamente en su país) de un hombre que pretendía ser libre, merecer un nombre, su ciudadanía, su propia sombra acompañándolo a la luz del día.

También sé que podrán ser esos mismos millones quienes no perdonen mi flaqueza, con la rendición de mi confesión a manos de los verdugos. Marília, al saberlo, no querrá recibirme de vuelta cuando me suelten, avergonzada de mí y decidida a pedir el divorcio. Yo, por mi parte, seré el origen de una nueva tanda de detenidos, o de un movimiento de fuga hacia la clandestinidad y el exilio. Lo mismo les ocurrirá a mis amigos y conocidos; y a nuestros vecinos de hace tantos años, comentando, escarneciéndome, por siempre haberme considerado no un débil ni un mediocre, sino un traidor a la lucha y a sus causas. Por todas partes, donde quiera que vaya de aquí en adelante, habrá siempre una figura deformada ocupando el perfil y el volumen de mi sombra, superponiéndose a ella; contando en confidencia a todo el mundo que yo a fin de cuentas no valía para nada, ni era una persona de quien debiese alguien fiarse. No había sido lo suficientemente hombre como para morir por mis ideas ni para dar la vida por mi patria futura, la de la democracia y de la libertad. No había aguantado sus palizas, sus sadismos, siempre irónicos y persistentes, ni la privación de sueño, y no soy por tanto un hombre como los demás hombres, con la caución de una moral social que me permita merecer una conciencia limpia, el amor de alguien, mi tiempo de ahora y mi vida de mañana en adelante.

*

Perdí los amigos más antiguos, que eran los que en mí confiaban. Me volví sospechoso incluso ante aquellos que comprendieron que una persona no es de hierro, al ser tan salvajemente torturada en una prisión. ¡Gente piadosa en relación a los mártires beatificados en los altares, y sin embargo sin piedad ninguna hacia los que eran sujetos a tratos degradantes y a las peores humillaciones, ni atender a la flaqueza humana de los presos martirizados por aquello a que llamaban «delito de opinión»!

La historia de mi rendición ante los torturadores no tardó en pasar de boca en boca, primero todavía allá adentro, siendo murmurada de celda a celda, y después aquí afuera, a mi salida de la prisión. Dio origen a una conspiración, silenciosa y defensiva, contra mí. Además de considerarme débil, me dicen que me convertí en un vendido, en un nuevo vulgar mercenario del régimen. Esto a pesar de haberme quedado todo torcido para el resto de mi vida, con los huesos del tronco mal curados y dos costillas, desalineadas, que reaccionan mal al frío y a la humedad. Aún cojeo un poco, pero no lo suficiente como para parecerles un heroico tullido de guerra o una víctima de las torturas de la dictadura. Presiento que ya no cuentan conmigo para nada, ni siquiera para una de esas «confidencias» conyugales que a los hombres tanto les gusta confiar en secreto a los amigos y conocidos. Dejó de estar permitido o aconsejado tratarme, no vaya yo a ser de nuevo preso e incurrir en las tentaciones de acuerdos y arreglos con quien me quiso matar en Caxias.

Y he aquí por tanto mi sello interior, ese hierro al rojo vivo que me marcó por dentro, en mi pasaje de la esperanza a la desilusión de cada día. Si alguna vez llegamos a ser un pueblo y un país libres del dictador y de su policía secreta, eso será quizá un gran problema para mí. Pueden llegar a procesarme por injuria, a acusarme de haber colaborado con las tiranías de la dictadura. Quién sabe si, esté donde esté, no vendrá una multitud a cercarme y prenderme a la puerta de casa, en los dos extremos de la calle donde viva, e imponerme un juicio popular que me condene de nuevo a Caxias, al exilio interno o externo, a un definitivo destierro. O a morir fusilado. Nunca se conoce el principio ni el fin de las revoluciones. Ni dónde habita la esencia, ni cómo y hasta dónde se proyectan sus sombras, como brasas y llamaradas ardiendo en los corazones y en la sangre de las multitudes.

En secreto, Marília se adelantó a las adivinaciones imponderables de la política: me pidió y obtuvo el divorcio. No lograba vivir con un culpable que se dejó deprimir en su rincón, ni con un vencido de la dictadura. Me lo dijo ella. Y no quería llegar a tener un hijo mío, que después pudiese sentir vergüenza de mi historia, si alguien un día se la fuese a contar. Tampoco perdonarme aquello que, en un hombre que se precie, nunca tendrá atenuantes ni perdón. Según ella, el amor y la culpa son tanto o más incompatibles que el agua y el aceite, el agua y el fuego, la corrección y la ropa sucia. No fueron tan solo imágenes, las suyas, sino también insinuaciones bajas e injuriosas, vejámenes y explosiones de cólera que usó contra mí para reducirme de nuevo a mi condición de vencido.

Intento ser lo más discreto posible en todo, ahora: no andar por las calles sino por el lado de las sombras, a causa de la luz del sol; nunca pedir la palabra ni hablar más alto que los demás; no invocar mi humanidad en ninguna circunstancia de la vida, ni proponerme a puestos públicos que me hagan subir en la escala social y hacerme notar. Sobre todo, nunca acusar a nadie de traición ni de cobardía. Bebo. El vino y la cerveza me ayudan a encontrar el hilo entrelazado de la cuerda con que todo el mundo imaginó venir a ahorcarme, pero solo dentro de su cabeza y en el territorio amado de sus preconceptos. Pasarán años, vendrán las nuevas generaciones. Los antiguos verdugos contarán con la caridad humana, con el olvido misericordioso de sus crímenes por parte de los hombres futuros. Olvidar el crimen ajeno exige más que un simple abandono de la memoria: impone el perdón del criminal. Incluso sin haberlo cometido, no seré olvidado ni perdonado por la imaginación impune de mis errores. Dejando de lado el remordimiento, que no existe o no tiene lugar en mí, continuaré siendo un ciudadano marcado por un hierro al rojo vivo, una mancha, una deshonra sin nombre. Las señoras bajarán los ojos al cruzarse conmigo en la calle. Los hombres cambiarán de tema, deprisa, al oírme llegar y darles los buenos días. Y nunca más volveré a ser la misma persona, tanto para mí como para el mundo.

Solo yo sé cuánto todo esto me es inapropiado. Me considero lo contrario de lo que piensan de mi carácter. No llego al extremo de ponerme a la par de un santo sin mácula, mucho menos en la piel de héroe, nada de eso. Pero esos que ahora se alejan y me evitan en nuestros lugares comunes, y que dejaron desde entonces de creer en mí, antes de tirarme su piedra debían comprobarlo primero por sí mismos. Pasar por los mismos infiernos de tortura y de dolor. Resistir a los tormentos infligidos por los mismos demonios. Experimentar aquello de los huesos internos abriéndose y rajándose; y de qué modo la locura amenaza invadir y saquear nuestra cabeza. Sintiendo cómo de repente todo se convierte en noche a nuestros ojos, y aun así el mundo nos pone al borde del silencio y del abismo, al margen de cualquier sueño futuro, donde acabaremos por volvernos más pequeños, más frágiles, agarrados con todas las fuerzas a las rocas para no caernos en el vórtice de las aguas. Las cuatro patas de una sombra para unos pasos perdidos, y el mar tan loco y tan bravo allá muy abajo, bramando.

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Autor: João de Melo. Traductor: Ángel Alonso. Título: Los navíos de la nocheEditorial: La Umbría y la Solana. Venta: Fnac y Casa del Libro.

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Laura di Verso

Leo poesía, con o sin rima. Y me gusta que me cuenten cuentos. Frecuento las redes, poco, desde marzo de 2020, como @lauradiverso.

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