Cuando se construyó el cementerio del Père-Lachaise, no se puede decir que los parisinos lo miraran con benevolencia. Acababa de iniciarse el siglo XIX, la capital francesa veía cómo sus dimensiones se incrementaban y las autoridades resolvieron instalar en las afueras cuatro nuevos camposantos que aliviasen la carga de las necrópolis ya existentes. Uno de esos nuevos recintos fue el del Père-Lachaise. Diseñado por el arquitecto neoclásico Alexandre Théodore Brongniart, recibió ese nombre en memoria del sacerdote François d’Aix de La Chaise, que fue confesor del rey Luis XIV e influyó bastante en las decisiones que tomó el monarca en su enfrentamiento con los jansenistas. No fueron muy demandadas las sepulturas del nuevo espacio, que se abrió el 21 de mayo de 1804 para acoger la inhumación de una niña de cinco años. Los vecinos entendían que quedaba demasiado alejado de sus predios y se inclinaban por descansar en los mismos lugares en los que habían enterrado desde tiempo atrás a los suyos. Tuvieron que trasladarse allí las sepulturas de algunos personajes bien afianzados en el imaginario colectivo, como Molière o La Fontaine, para que las élites parisinas comenzaran a mirar con buenos ojos aquel nuevo cementerio que se acabaría convirtiendo en uno de los más visitados del mundo.
Una de esos enterramientos que contribuyeron a dar relumbrón a la necrópolis es, todavía hoy, uno de los más visitados por cuantos visitantes se dejan caer por el Distrito XX. Se trata del templete que acoge los restos de Abelardo y Eloísa, cuya insólita historia de amor pasó a los anales tanto por el relato que de la misma hizo su protagonista masculino como por la peculiaridad de los avatares a los que ambos tuvieron que hacer frente. Pedro Abelardo —castellanización recurrente de su verdadero nombre de pila, que era Pierre Abélard o Pierre Abaillard, o Petrus Abelardus, si se prefiere emplear su firma latina— fue filósofo, teólogo, poeta y monje y defendió con firmeza el conceptualismo, es decir, la tesis de que, aunque las abstracciones universales no tienen una correspondencia material en el mundo externo, sí existen como ideas en la mente humana, donde implican algo que trasciende los meros significantes. Él mismo contó su vida en un libro que tituló Historia calamitatum y en el que el victimismo es una constante ya desde el título. Abelardo nació en 1079 en Le Pallet, una villa fortificada próxima a Nantes, y tuvo la buena educación que se le supone al vástago de una familia acomodada. En vez de optar por la carrera militar, se puso a estudiar lógica y dialéctica y a los veinte años se trasladó a París para instruirse, de la mano del archidiácono Guillermo de Champaux, en la gramática y la retórica. Obtuvo el título de magister in artibus y comenzó hacia 1112 una carrera docente que le llevó por Melun, la colina de Saint-Geneviève y Laon. No debía de ser Abelardo un tipo especialmente agradecido —en su autobiografía, él culparía de sus desmanes a la envidia y los celos—, porque desde que dio sus primeros pasos en la enseñanza comenzó a ridiculizar a quienes habían sido sus mentores (el citado Guillermo de Champaux, también el profesor de teología Anselmo de Laon) hasta conseguir que sus discípulos los abandonaran para seguirle a él. Cuando regresó a París en 1114, obtuvo un gran éxito en la escuela catedralicia de Notre Dame, pero no tardaría mucho en padecer los disgustos que terminarían dilapidando la reputación de la que se había hecho acreedor.
No sólo se dedicaba Abelardo a la enseñanza. También componía, en lengua romance, piezas que entretenían a los estudiantes y gustaban especialmente a las mujeres. En torno a 1115, un año después de su regreso a la capital, conoció a Eloísa, hija ilegítima de un noble que también había recibido una instrucción temprana en la lectura y la gramática. Estaba a cargo de su tío Fulberto, a la sazón canónigo de la catedral de París, y ya había adquirido cierta notoriedad cuando Abelardo inició con ella una correspondencia que en principio tenía como fin ofrecerle sus servicios como docente, pero pronto comenzó a adquirir otros tintes. Las Cartas de los dos amantes (Epistolae duorum amantium) son un compendio de reflexiones sobre el amor y el deseo que constituyen un texto fundacional de la literatura francesa y hacen que se considere a Eloísa la primera escritora de occidente cuyo nombre superó las barreras del olvido. Los intercambios epistolares terminaron dando paso a los encuentros en carne y hueso, que a su vez desembocaron en una relación que no contaba con el beneplácito de nadie y que, para colmo, fue descubierta por Fulberto cuando los dos amantes se encontraban en pleno ejercicio de sus efusividades. El tío de Eloísa impuso entonces un alejamiento, pero se las arreglaron para volver a encontrarse. El destino fue tan contundente que quiso que ella se quedase embarazada, lo que hizo que Abelardo terminara disfrazándola de monja para secuestrarla y llevarla a Le Pallet, que quedaba fuera de la jurisdicción de las autoridades francesas. Allí nacería su hijo, al que pusieron por nombre Astralabe y cuyos cuidados quedaron encomendados a Denyse, la hermana de Abelardo. Éste regresó a París para obtener el perdón de Fulberto y le prometió que contraería matrimonio con su sobrina, cosa que no acababa de agradar a ésta porque entendía el matrimonio como una suerte de claudicación de la mujer, dado que lo relacionaba con el interés de la esposa por adquirir un nivel social derivado de la condición de su marido. Terminó cediendo, sin embargo, aunque el matrimonio se mantuvo en secreto y ella rehusó someterse al orden que su propia familia ha asumido al aceptar el enlace. Así, cuando Fulberto hizo saber que Abelardo y Eloísa eran pareja de pleno derecho, el primero envió a la segunda al monasterio de Argenteuil, pero, incapaz de reprimir su pasión, terminó saltando el muro para yacer con ella. Eso ya fue demasiado para Fulberto, que por su cuenta y riesgo hizo castrar a Abelardo. Eloísa decidió entonces tomar definitivamente los hábitos y eso marcó el inicio de un distanciamiento progresivo de quien fuera su amado. Los vaivenes personales de Abelardo —a quien acusaban de compaginar sus obligaciones religiosas con sus devociones maritales, y que para colmo terminó viendo cómo sus ideas teológicas eran condenadas en el Concilio de Sens— encontraban eco en la frustración de Eloísa, que se veía enclaustrada en la disciplina monástica en contra de su voluntad real. También ella tuvo que soportar dudas por su condición de célibe y esposa, pero se obstinó en fundar una regla monástica exclusivamente femenina y llegó a ser nombrada abadesa del Paraclet.
Abelardo falleció en la primavera de 1142, en la casa madre de la abadía de Cluny, y fue enterrado en Paraclet. Veintiún años después, el domingo 16 de mayo de 1164, Eloísa exhalaba su último suspiro en la abadía de Cherlieu y su cuerpo fue sepultado encima del de su esposo, a quien tiempo atrás había dedicado una composición fúnebre («Contigo soporté las desgracias / que contigo, cansada, duermo») que forma parte del corpus que la convirtió en una de las intelectuales más importantes de su tiempo, amén de un referente para las que habrían de venir después. El 16 de junio de 1817, los restos de ambos se trasladaron al cementerio del Père-Lachaise, en cuya séptima división reciben desde entonces a quien quiera visitarlos. Los arqueólogos cuestionan que los restos que acoge esa tumba sean realmente los de los infortunados amantes, pero eso no es óbice para que valga la pena acercarse por ese rincón a rendir homenaje a su memoria, por ver si eso les resarce en parte de su historia de amor y calamidad.
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