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¿Qué era eso del sentido común? - Alberto Olmos - Zenda
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Seis tristes derivas de nuestro tiempo (II): ¿Qué era eso del sentido común?

Las primeras pistas de que el sentido común había que finiquitarlo las encontramos en los años noventa. Basta una simple búsqueda en Google para localizar un curioso listado de insensateces que, de pronto, fue necesario convertir en accidentes impredecibles o desgracias exculpatorias. En 1992, en Albuquerque (Estados Unidos) una señora mayor se quemó con el...

No es fácil definir algo que ya no existe y que una vez se dio por supuesto, sobre todo porque tampoco entonces nos fue claramente descrito. ¿Qué era eso del sentido común? Tirando del significado inmediato, puede especularse con que el sentido común es un pensar de cercanías, nada brillante, simplemente connatural a una mayoría de personas que, enfrentadas a una situación similar, tomarían una decisión idéntica. Cerrar la puerta de casa al marcharse, avisar si se llega tarde, no coger un cuchillo por el filo, soplar un alimento demasiado caliente. Yo diría que el sentido común fue el primer destilado que la civilización hizo del más primitivo instinto de conservación. Una forma de no buscarse problemas, en suma.

"España puede sentirse orgullosa de haber dado muerte de una forma totalmente original al sentido común en los últimos años"

Las primeras pistas de que el sentido común había que finiquitarlo las encontramos en los años noventa. Basta una simple búsqueda en Google para localizar un curioso listado de insensateces que, de pronto, fue necesario convertir en accidentes impredecibles o desgracias exculpatorias. En 1992, en Albuquerque (Estados Unidos) una señora mayor se quemó con el café del McDonalds y acabó denunciando a la franquicia de comida rápida y obteniendo una condena muy lucrativa. La señora se llamaba Stella Liebeck y dio pie a los premios Stella, el famoso listado que les comento donde se premia la mezcla de desfachatez y extravagancia de algunos denunciantes exitosos. Lo que nos importa del caso es su condición de primera derrota acreditada del sentido común, pues el café caliente de esta y otras marcas empezó a servirse en vasos que indicaban justamente eso: que el café estaba caliente. Decirle a la gente que el café está caliente, el hielo frío, que la lluvia constipa o que las grandes olas del mar te aplastan es, obviamente, el principio del fin. Del mismo modo que uno relaja sus aptitudes matemáticas si tiene siempre una calculadora a mano, uno desactiva toda atención y previsión si se acostumbra al marcaje de las normas, las reglas, las advertencias y las exoneraciones. Lo que vemos en esta tendencia a la anticipación innecesaria de los problemas o lesiones que tú mismo puedes causarte por simple estupidez es un sabotaje al criterio autónomo del común de los ciudadanos, empujados poco a poco a adoptar esa lasitud propia de una minoría de contemporáneos que creen que dejarse las llaves dentro de casa una vez por semana no es culpa suya (algo muy parecido ha sucedido con nuestro idioma: muy pocas personas alfabetizadas eran tan torpes como para no entender la diferencia entre “sólo” y “solo” en un texto, o no escribirlo a su vez correctamente, en clara mejora de la comprensión de lo escrito. La Academia decidió hace tiempo, sin embargo, que aquéllos que no sabían poner una tilde determinaran la escritura del común de los hablantes, y ahora sólo hay un “solo”).

Javier Marías escribió sobre Stella Liebeck en el año 2005 y dio por seguro que importaríamos de Estados Unidos todos estos disparates. Sin embargo, creo que España puede sentirse orgullosa de haber dado muerte de una forma totalmente original al sentido común en los últimos años. Esa forma genuina de descartar lo sabio sencillo fue considerar “cuñado” todo lo que sonara cabal.

En efecto, la voz «cuñado» se puso de moda para desacreditar la opinión común frente a la omnisciencia de los expertos, cuyos informes, encuestas, gráficos y afirmaciones se tomaban ya como verdades iridiadas. No ha importado que los expertos se contradigan década a década, que los informes se revelen de parte o los gráficos, burdamente manipulados (algunas veces, digo): cualquier idea era propia de “cuñado” si el que la emitía contradecía un documento con el sello de una universidad o la firma de un notable.

"La tendencia a advertir a la gente de completas obviedades encontró su némesis en esa misma gente pidiendo su derecho a quemarse con el café del McDonalds"

En este sentido, les invito a ver la película Compliance (Craig Zobel, 2012), donde encontramos una de las encarnaciones más emocionantes del sentido común en el personaje de Harold, interpretado por Stephen Payne. Sólo está en escena unos minutos. Bastan para deshacer todo el entramado burocrático y espectral que ha caído sobre, justamente, un restaurante de comida rápida, puesto patas arriba por un policía (digamos) que, desde su supuesta autoridad indiscutible, consigue que los trabajadores del lugar hagan cosas completamente demenciales. La escena en la que este hombre simplemente cuelga el teléfono es la representación exacta del sentido común.

También les invito a repensar el curioso caso que nos brindó Bilbao hace no mucho. El ayuntamiento hizo circular unos folletos dirigidos exclusivamente a las mujeres, en los que les advertía de que no anduvieran solas de noche por lugares peligrosos. Fue curioso a mi juicio, porque las mujeres que alzaron la voz contra este folleto o aviso no lo hicieron para decir «¿cree usted que somos imbéciles?», sino para decir «¿acaso no puedo andar yo por donde me dé la gana?». Así, la tendencia a advertir a la gente de completas obviedades encontró su némesis en esa misma gente pidiendo su derecho a —en definitiva— quemarse con el café del McDonalds. Se inició un corto debate sobre si las mujeres podían o no andar solas por la noche, pero nadie señaló que ser mujer no te impedía naturalmente reconocer las señales de peligro en una ciudad de madrugada.

De una simple dispensa en un vaso de café en Albuquerque en los años 90 hemos llegado a cosas mucho más serias. O más graciosas, según se mire. Porque también ahora mismo en España parece ya normal que un delincuente crea que sus actos contra la propiedad ajena no conllevan ningún riesgo, y que ese riesgo es además responsabilidad suya en exclusiva. Así, es lógico (sentido común) pensar que si entras a robar en una casa a lo mejor te encuentras a alguien dentro, incluso a alguien más fuerte que tú o igualmente armado, y que pueda temer por sus hijos y lanzarse sobre ti como una fiera por defender a su familia. Sin embargo, de vez en cuando vemos a los delincuentes llevar a juicio a sus víctimas por el simple hecho de defenderse de ellos con éxito. También es extrañísimo que uno pueda abandonar su casa una semana, volver, encontrarse a alguien dentro y tener que esperar a que se vaya cuando quiera o cuando un juez lo determine; y, mientras, toca tus cosas, las vende o las rompe, pisa tu vida y viola sucesivamente tu intimidad.

"Hay que avisar de todo, de que el café quema y de que los niños se cagan, de que si te dedicas a robar a lo mejor alguien te abre la cabeza"

No me resisto a anotar también el caso de esa gente que tiene su primer hijo y se queja a todas horas en las redes sociales de que, como hay que alimentarlo varias veces al día y cuidarlo y llevarlo al médico, no puede ya tomar gin tonics y su vida es horrible. ¡Nadie les avisó! El sentido común te hubiera dicho que tener un ser vivo de corta edad a tu cargo seguramente te supondría algún sacrificio: no es exactamente igual que comprarse un cactus. El sentido común, de hecho, ha funcionado bastante bien en la cama, pero cada día toma más fuerza la necesidad de que un documento lo sustituya para que la gente entienda si la otra persona quiere mantener relaciones sexuales. Por no hablar del automatismo narcisista que lleva a tantos adultos a grabarse junto a acantilados, en medio de accidentes o en pleno atentado terrorista sin caer en la cuenta de que, amén de protegerse a sí mismos, lo normal sería auxiliar a víctimas y heridos.

Pero, como digo, hay que avisar de todo, de que el café quema y de que los niños se cagan, de que si te dedicas a robar a lo mejor alguien te abre la cabeza, de que si entras en casa ajena a lo mejor todo un pueblo te hace frente y te lincha, de que las pantallas no son buenas para los niños, de que andar solo por la noche por calles mal iluminadas quizá no es una gran idea, aunque peor idea sea hacerte selfies mientras te están disparando; de que si subes fotos a Instagram de tu lujosa mansión tal vez ayudas a que te la desvalijen… El Real Madrid ha tenido que avisar a sus jugadores de que no muestren prácticamente bajo qué felpudo tienen la llave de su casa.

La última vez que estuve en Japón pasé una mañana en Yokohama y, junto a mi novia, recorrí lugares muy higiénicos y algo aburridos de tan perfectos. Había bancos, estanques, estatuas de metal. De pronto, notamos que sobre todos ellos había una plaquita puesta. En los bancos, por ejemplo (es la única plaquita que recuerdo claramente), se te advertía de que no metieras las manos entre los listones, pues podías quedarte atrapado. Lo mismo pasaba con el estanque y las estatuas: se te advertía de que no hicieras cosas que, en realidad, la mayoría no solemos hacer. La descripción de lo que no debías hacer era tan detallada que, obviamente, uno imaginaba que alguien alguna vez hizo esa estupidez, y luego denunció, y luego, en fin, la plaquita.

Vamos hacia un mundo lleno de plaquitas que te digan qué puede pasarte si haces lo que alguna vez hizo un imbécil. Lo cual, necesariamente, muy listos no nos va a volver.

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Alberto Olmos

Alberto Olmos (Segovia, 1975) es escritor y columnista. Ha publicado nueve novelas, entre las que destacan Trenes hacia Tokio (2006), Alabanza (2014) o Irene y el aire (2020). Su primer libro de relatos se tituló Guardar las formas (2016), y su primer ensayo, Vidas baratas: elogio de lo cutre (2021). Es premio Ojo Crítico RNE de Narrativa (2009) y I Premio David Gistau de Periodismo (2020). Escribió y locutó el podcast sobre literatura Todo está en los libros (2022). Vive en Madrid.

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