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De culos y manzanas, un cuento de Patricia Esteban Erlés - Zenda
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De culos y manzanas, un cuento de Patricia Esteban Erlés

Patricia Esteban Erlés es la primera dama de una obra tan oscura como apasionante, construida a lo largo de los años y los títulos. Su mirada única y su voz magistral le han convertido en referente del universo fantástico en español. Los cuentos de Manderley en venta abren la puerta a obsesiones con el espacio doméstico, el extrañamiento...

Patricia Esteban Erlés es la primera dama de una obra tan oscura como apasionante, construida a lo largo de los años y los títulos. Su mirada única y su voz magistral le han convertido en referente del universo fantástico en español. Los cuentos de Manderley en venta abren la puerta a obsesiones con el espacio doméstico, el extrañamiento de la rutina, el juego gótico, fantasmal y negro de lo insólito, la inquietud de la normalidad.

Un libro indispensable para acceder a uno de los mundos más singulares de la literatura actual. Nadie hace lo que hace ella. Que se lo digan a las hermanas gemelas o a las muñecas que acaban encerradas en sus páginas. Tengan cuidado con este libro. En Manderley entramos todos.

En Zenda publicamos De culos y manzanas, uno de los cuentos que componen Manderley en venta.

De culos y manzanas

Para los amores fallidos, sin ellos no hay historias

Cuando Culo de Manzana me dejó llevé a cabo un dramático ejercicio de exorcismo para arrancarla de mi vida. Borré todos sus correos, rompí las cartas que me había mandado en sus fases de romanticismo más exaltado y eliminé nuestro perfil de la página de contactos donde nos habíamos inscrito en busca de nuevas experiencias. Sin embargo, confieso que no reuní el valor suficiente para deshacerme de las fotos que acompañaban nuestros escuetos datos de presentación (pareja de treinta años, atractiva, liberal…) y acabé pasándolas a un archivo del ordenador que se llamó culodemanzana.doc. Intuía que se acercaban tiempos muy difíciles para mí.

Para entonces, Culo de Manzana ya estaba con otro. Siempre pensé que la historia venía de antes, aunque cuando tuvimos ocasión de hablar de ello juró y perjuró que habían empezado a tontear por mail a últimos de octubre y que no se vieron en persona hasta cinco días después de la que para ella fue nuestra «bronca definitiva». Como si eso pudiera servirme de algún consuelo, no te jode. El caso es que me enteré muy pronto de los detalles de aquella devastadora relación, tanto más devastadora porque hasta bien entrado el mes de diciembre yo todavía albergaba la esperanza de una reconciliación gloriosa, como gloriosas habían sido todas las anteriores. Claro que antes no estaba él, tan alternativo, tan cool, tan ufano en su faceta de expendedor ambulante de entradas para los mejores estrenos teatrales y los conciertos de esos cantautores sexagenarios que a ella le chiflaban. El muy cretino tuvo que encontrar por casualidad el blog donde Culo de Manzana colgaba algunos de los relatos que nunca le premiaban en los modestos concursos locales a los que concurría, y dejar un ingenioso comentario cargado de oscuras intenciones en uno de sus posts más flojos.

La primera noche se bebieron toda la cerveza de la calle Alfonso mientras hablaban como cotorras de la nueva poesía aragonesa y el cine mejicano de Buñuel, temas en los que él, modestamente, se autoproclamaba experto. Se enamoraron perdidamente y nadie en la ciudad dejó de saberlo: iban de la mano a festivales de cortos, al Rastro, a cenar en restaurantes de comida minimalista. Una buena amiga me contó que a mediados de diciembre se había encontrado a Culo de Manzana en la sección de complementos de El Corte Inglés, comprando un gorro de lana y unos guantes Thinsulate, porque, según le explicó, riendo alborozada, qué locos estamos, maja, este chico es la pera, se iban a Moscú a pasar el fin de año. Hace falta ser idiota.

Estaban en todos los conciertos de La Campana, en todas las exposiciones de La Esfera, en todos, absolutamente todos, los bares. Zaragoza se convirtió en una trampa gigante, por eso nunca me sentía seguro en ningún sitio y bebía nervioso mis cervezas, con los ojos puestos en la gente que cruzaba la puerta como si le debiera dinero a alguien que estuviera a punto de aparecer. Nunca paraba mucho tiempo en ningún garito y tenía un miedo atroz a encontrármelos de pronto, de frente, porque temía echarme a llorar como un crío. Aborrecía al tipo ese que me había borrado de su mapa, pero lo cierto es que a Culo de Manzana seguía amándola con la misma desesperación de siempre. Aunque no la vi durante todo aquel tiempo fui sabiendo, también por comentarios de amigos comunes, de la transformación física que se estaba operando en ella, no la conocerías, me decían. Cuando pregunté cuáles eran aquellos cambios me dijeron que ahora iba de rubia platino, que estaba más delgada y lucía minifaldas casi imperceptibles y botas de tacón alto. Otra buena amiga, rozando el colmo de la observación sádico detallista, añadió que hasta olía de forma diferente. Su nuevo perfume tenía notas cítricas, precisó, seguramente de mandarina, cedro y bergamota. Pero cómo, pensaba yo, desolado, si ella era de manzana.

Me sentía completamente perdido y no era para menos. La mujer a la que quería y con la que había pasado el último año y medio de mi vida se había desintegrado en menos de un mes. No había cadáver por el que llorar, en todo caso una Cyndi Lauper de provincias que cerraba todas las noches el Zeta del brazo de ese tío insoportable que siempre salía fumando en las fotos. ¿Que cómo lo sé? Pues porque busqué su nombre en el Google y la caja de los vientos le vomitó a mi curiosidad insana varios cientos de entradas. Presentaciones de cortos cutres y documentales más cutres aún, decenas de premios que le suministraban sus amigos periodistas merced a sus pésimos relatos. Revistas poéticas que incluían los aforismos que pensaba en el váter y hacía con el culo. Crónicas de fiestas absurdas. Fotos. Fotos suyas en las que aparecía mirando a la cámara desde diferentes ángulos, mucho más flaco que yo, tocado con un ridículo sombrero de gánster o con boina de italiano neorrealista, vestido de negro y con el eterno Ducados colgándole como una baba del labio inferior. Pero lo peor vino cuando se me metió en la cabeza que ese tío me miraba a través del cristal como dándome el pésame. Aquello ya fue superior a mis fuerzas. Una noche salí de mi burbuja de alcohol e internet para encontrarme sentado frente al ordenador, escupiéndole a la pantalla la misma letanía, Cabrónhijodeputadevuélvemela, más y más alto cada vez. La vecina de al lado daba golpes en la pared y chillaba que iba a llamar a la policía. Había tocado fondo.

Intuía que ella se hallaba sumida también en su propio proceso de desmemoria acelerada, solo que con resultados mucho más satisfactorios. Supongo que por pura felicidad defenestró mi muñequito verde del messenger y puede, no lo sé, la verdad es que olvidé preguntárselo, que hasta borrara mi móvil de su agenda. Lo cierto es que por mucho que miré la pantalla de cuarzo líquido, nunca recibí un mensaje suyo, ni siquiera para saber cómo estaba; todo lo mío había dejado de importarle, en una palabra, y a mí solo me quedaba consolarme con sus fotos.

En este punto de la historia debería explicar que Culo de Manzana odiaba las fotos normales porque decía siempre que salía horrorosa, como movida y desigual, mira qué careto, decía, parece un reloj blando de Dalí. No me dejó sacarle fotos en la excursión que hicimos al Monasterio de Piedra, ni tampoco en nuestro único viaje al extranjero, que fue un fin de semana largo en Londres para el puente de la Inmaculada. Pero cuando estábamos en la cama y yo desenfundaba la cámara digital se operaba en ella una increíble transformación. Después de la catástrofe y de mi pérdida de fe en el universo entero, me refugié como un eremita en aquella colección de imágenes donde ella, menos mal, continuaba tumbada para siempre en mi cama, ella era ella aún, tan guarra a escondidas. Porque sacar la cámara y poner el culo en pompa era todo uno, y vaya culo, suspiraba yo cada vez que lo miraba, en la vida volveré a encontrar algo así de prodigioso. No exagero si digo que había merecido los elogios de todos y cada uno de los candidatos a iniciarnos en el mundo de las orgías que habían contactado con nosotros, nadie decía nada de mi polla, ni siquiera de sus tetas, pero su culo, realzado con el tanga negro floreado o aquel otro de la mariposita de gasa lila, era el reclamo perfecto. Cómo disfrutábamos leyendo todos aquellos mensajes incendiarios, las odas a su culo de manzana.

La verdad es que viéndola vestida no podía imaginarse uno que poseyera semejante culo. Curiosamente, los vaqueros no le sentaban nada bien y por eso solía llevar faldas discretas que le disimulaban algo el perímetro de las caderas. Soy caderona, suspiraba desalentada cada vez que se miraba en los probadores, qué le voy a hacer. No tenía uno de esos culos que se llevan con ellos todos los ojos conforme van contoneándose por la calle, pero era porque no lo sabía. Culo de Manzana no había sido consciente de su poder antes de que yo llegara a su vida, jamás se había preocupado de moverse como merecía, fui yo, yo, quien le mostró el catálogo de posibilidades que ofrecía aquel tesoro. Por mi parte, me consideraba realmente afortunado, no dejaba de reconocer mi suerte y sentía que aquel culo era mi descubrimiento, casi me atrevería a decir más: era mi creación, porque yo lo adiviné casi a tientas la primera vez que nos acostamos y lo traje a nuestra vida en común como sacado a la superficie desde una ciénaga. Sucedió una de las últimas noches del mes de agosto en que empezamos a salir. Después de que se nos fuera la mano con la sangría en un italiano terminé acompañándola al piso que compartía con dos compañeras de curro. Me invitó a subir y echamos el consabido polvo urgente en su cuarto, de esos que ni fu ni fa, sin terminar siquiera de quitarnos la ropa. Ella me gustaba de verdad y para que la cosa no resultara tan fría la besé en los labios al terminar y le pregunté en voz baja si podía quedarme a dormir. Hacía un calor sofocante y mientras se desvestía de espaldas a mí pude ver a través de la persiana cómo se filtraba el reflejo intermitente de los coches que pasaban por la calle, trazando en su cuerpo un arabesco de líneas discontinuas y súbitas oscuridades que captaron mi atención, a pesar de la crisis etílica. Siguiendo con los dedos el ritmo de aquel baile de luciérnagas pude adivinar la maravilla. El conjunto de volúmenes y pendientes de Culo de Manzana fue surgiendo ante mis ojos y sin pensarlo extendí las manos para tocarlo como si yo mismo lo estuviera moldeando para crear la pieza más perfecta de un alfarero inspirado, redondo y geminado en dos increíbles pomos que sobresalían, comprobé luego, adoptara ella la postura que adoptara. Le pedí que se pusiera a cuatro patas, y fue así, cuando ella se irguió ligeramente ebria, cómo aquella manzana gigante que remataba su cintura con la generosidad de un corazón apareció ante mis ojos, rindiéndome pleitesía y provocándome, como una esclava que antes hubiera sido prostituta y conservara la mirada turbia de otros tiempos, intuyendo que tal vez aún podía resultarle útil. Aquella fue la primera de muchas noches en las que me la follé dos veces.

Me encantaba ver cómo ella se crecía, consciente de su poder, cómo se tumbaba entre las sábanas arqueando el lomo y me lo ofrecía entero, redondo y simétrico, partido por el tanga en dos gloriosas mitades que recordaban a la manzana del cuento de Blancanieves. Yo, a mi vez, me tomé muy en serio la promoción virtual de su manzana y me pasaba horas ensayando los mejores encuadres, la distancia perfecta para fotografiarlo con toda la parafernalia que merecía. Su culo se convirtió en el centro de gravedad de nuestra relación, todo giraba en torno suyo. Ella estaba feliz porque se sentía hermosa, yo la amaba cada vez más, conforme se iba inventando a sí misma. Su culo le devolvía una imagen inédita de su cuerpo, ella salía de la concha de chica discreta en la que había permanecido siempre, limitada por su baja estatura y los rasgos irregulares de su cara, mientras que observarla, conocerla y tenerla se convertía en la pasión de mi vida. Culo de Manzana era un auténtico milagro.

Llegamos a inventarnos un lenguaje obsceno, a fuerza de acuñar el sinfín de metáforas groseras que nos inspiraba su jopo. Voy a pelarte la manzana, recuerdo que le solté yo una lluviosa tarde de domingo en cuanto me abrió la puerta, blandiendo ante sus ojos un paquete de Gillette blue for woman. Te voy a dejar la manzana tan brillante que los pintores de bodegones se van a dar de hostias por pintarla, le decía mientras le embadurnaba el culo con aceite esencial de aloe vera. Otras veces ella me pedía que le mordiera su manzanita, y yo cumplía órdenes, hasta que el culo se le ponía rojo Royal Gala. Por no hablar de cómo la sodomicé con mi gusano hambriento, por dos veces, en un probador de El Corte Inglés, mientras le tapaba la boca con la mano. Aquel culo me inspiraba, yo me sentía poseído por mi faceta de artista porno hasta el punto de que en una ocasión lo fotografié rodeado de manzanas de verdad, para que se viera que no existía punto de comparación posible. De hecho, ella posa con una Starking perfecta sobre la grupa en la que, a día de hoy, todavía es mi foto favorita. Podría pasarme horas mirándola. Culo de Manzana, con su pelo corto y su cuerpo casi adolescente tiene algo de novicia en la expresión y mira de soslayo a la cámara desde muy lejos, puesta a cuatro patas y con el rostro apoyado en la almohada. Me conmueve cada detalle de esa foto, hasta el simple hecho de distinguir la pulserita china de la suerte que solía llevar en su muñeca derecha, y que desapareció en la versión que publicaron los del servicio de contactos, lo mismo que sus ojos, tras la banda esa que les ponen a los menores y a los delincuentes y su tatuaje, supongo que por una simple cuestión de confidencialidad. Víctima de la costumbre, abría el archivo una y otra vez, varias cada día, y miraba la imagen sin darme cuenta del paso del tiempo, con los ojos clavados en la manzana roja que ella sostenía sobre su culo, como si fuera un llameante sagrado corazón al que necesitara encomendarme.

El invierno se acabó por fin y llegaron las soleadas mañanas de marzo. Justo en aquellos días conocí a una chica que paseaba a su perro por el parque en el que yo solía sentarme a leer los domingos, y a dos o tres más por internet. Fui tomando contacto con el mundo exterior a mi dolor, si bien de forma ralentizada, como si fuera un enfermo convaleciente de mi propia vida. Primero le di un beso fugaz a la dueña del pastor alemán junto a la fuente, luego me magreé furtivamente con una de las internautas en el cine, finalmente pasé una noche de hotel con otra, para volver al principio y decidir que Ana, la chica del parque, era la que más me gustaba. Empezamos a salir sin su mejor amigo y en estas andábamos cuando Culo de Manzana reapareció sin previo aviso, una noche de sábado.

Me pilló desprevenido. Ana tenía un examen el lunes en la escuela de idiomas y se había quedado en casa aquella noche, pero yo decidí en el último momento salir a tomar una cerveza con unos compañeros de trabajo y ya estaba arrepintiéndome y planeando una huida discreta cuando la vi de lejos a través de la barra, riéndose con un grupo de amigas. Durante un rato me costó recordar cómo se respira y, es muy probable, aún seguiría petrificado en el mismo sitio, con el bostezo congelado en la cara y aferrado a mi cubata, si ella no me hubiera descubierto mirándola. Llevaba un vestido estampado corto y bastante vulgar, pero estaba guapa, con el pelo estudiadamente despeinado y los labios muy rojos. Conforme se iba acercando me sobrevino una portentosa erección que me hizo lamentar haber salido de casa esa noche, haberme levantado de la cama por la mañana, haber cometido el error de nacer. Tenía un nudo en la garganta, sentía un puño atenazando mi estómago y me temblaban las piernas cuando llegó a mi lado, pero todavía fui capaz de medio sonreír y darle dos besos. Procuré no apartar la vista de su cara, pero mis ojos querían irse cuello abajo, resbalarle en los pezones, agarrarla por las caderas, juntarla a mi cuerpo para aprisionar su culo con las manos hasta fundirla conmigo. Todo eso pensaba mientras le daba un par de insípidos besos y asentía con la cabeza a los pocos fragmentos de su exaltado saludo (qúebienquéalegríaquébienteveoquétal) que lograban burlar el volumen disparatado de la música.

Celebraba una despedida de soltera o algo así y todas iban ya muy pedo. Ella también. Le olía el aliento a whisky, y pude percibir el jodido tufo a mandarina mezclado con el de tabaco y un sudor reciente. La deseé con ferocidad, al tiempo que hubiera querido apartarla de un empujón, tirarla al suelo y vomitarle encima, por todo el daño que me había hecho, por cómo me había borrado con un simple clic de ratón que para mí había supuesto la puta Hisroshima y se había montado una vie en rose con otro, que para colmo era un imbécil y un cantamañanas. Sentí ganas de salir corriendo para no patearle las tripas, pero no me moví de mi baldosa, porque justo entonces ella me preguntó si me iba a ir pronto a casa, estas tienen para rato y a mí me están jodiendo viva los pies y me encontré diciéndole que sí, que me estaba yendo desde hacía una hora, que la acercaba si quería.

Vale, gracias, pero ya no vivo en el mismo sitio, contestó, como si nada, y acto seguido empezó a contarme que con su chico muy bien, todo muy consolidado, para qué hacer el paripé de los cepillos de dientes y la ropa interior portátil, pudiendo estar juntos de verdad, bajo el mismo techo. Apenas cinco meses y ya cohabitaban, yo quería gritar, mi polla seguía aullando por ella. Entonces lo decidí, podía estrangularla o emborracharla, pero no dejarla marchar. Pedí dos copas más y acerqué una banqueta para que bebiera sentada. Contra todo pronóstico no protestó ni mostró asombro, quizá porque ni siquiera le di tiempo. Aún es pronto, dije, y acto seguido le pedí que me hablara de aquello, que me lo contara todo, que me dijera si era feliz. Intuía que a Culo de Manzana solo le interesaban dos cosas en el mundo, estar con su chico o, en su defecto, hablar de él, así que se mostró encantada. Pues es que ahora anda por Buenos Aires, de corresponsal en un festival de cine independiente, siempre liao, pero es su vida. Y escuché paciente, y sonreí y pregunté, para enterarme de lo bien que les iba en la cama y fuera de ella, de la magia de su primer encuentro y el amor fou que era cada momento con él… Dos copas más y otras dos. Seis whiskys on the rocks en total, antes de salir casi arrastrándonos del garito, por eso ni se enteró de que acabábamos en mi casa. Solo un poco cuando empecé a besarla, entonces abrió los ojos y volvió a cerrarlos. La fui empujando hacia mi dormitorio sin sacar mi lengua de su boca, encendí la luz para no perderme ni un detalle, le levanté el vestido, la puse a cuatro patas en la cama y me estaba bajando la cremallera del pantalón con una mano y apartándole la braga con la otra cuando algo que vi me dejó muy parado.

Tenía el culo lleno de moratones. Moratones grandes y amarillentos que recordaban a las escamas atornasoladas de algunos pescados. Había también marcas rojas, cardenales con costra, pero eso no era todo. Lo peor eran las dos cicatrices alargadas a ambos lados de las caderas, que colgaban vacías como dos alforjas. Qué te has hecho, qué te ha pasado, le pregunté. Pues qué va a ser, una lipo, farfulló ella, me la ha regalado por el día de los enamorados, no veas cómo me sientan ahora los vaqueros bajitos de cadera, si lo llego a saber fijo que me la hago antes. Claro que a ti te gustaba culona, ¿te acuerdas? No te asustes por las marcas, ayer me quité la faja por primera vez y se ve muy aparatoso, pero no me duele ni nada y en quince días no quedará rastro, anda, sigue, tonto.

No repetimos ni dormimos abrazados. De hecho, por la mañana ella se despertó con el gesto torcido y se vistió con la mente puesta en otra cosa, probablemente en su chico. No dijo nada antes de salir, yo tampoco, y ni siquiera me pareció necesario acompañarla hasta la puerta. No tenía ninguna gana de verla de espaldas. Adiós, Elena, dije pronunciando su nombre real por primera vez en mucho tiempo, tanto que incluso me sorprendió su sonido, adieu, pensé volviendo ante el ordenador, que me recibió con un prolongado suspiro de farmacéutico cansado. En cuanto terminara de hacerme una paja le mandaría a Ana un mensaje de buenos días.

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Autora: Patricia Esteban Erlés. Título: Manderley en venta y otros cuentos. Editorial: Páginas de Espuma. Venta: Amazon, FnacCasa del Libro.

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Patricia Esteban Erlés

Patricia Esteban Erlés (Zaragoza, 1972) es profesora y columnista en Heraldo de Aragón. Ha publicado tres libros de cuentos. El primero de ellos, Manderley en venta (2008), obtuvo el Premio de Narración Breve de la Universidad de Zaragoza en 2007 y fue seleccionado en el V premio Setenil. Su segundo libro, Abierto para fantoches (2008), ganó el XXII Premio de Narrativa Santa Isabel de Aragón, Reina de Portugal. En 2010 publicó su tercer libro de cuentos, Azul ruso, en la Editorial Páginas de Espuma, que también estuvo seleccionado como uno de los candidatos al premio Setenil. Ese mismo año obtuvo el primer premio del concurso de microrrelatos organizado por la Revista Eñe. En 2012 publicó su primer libro de microcuentos, Casa de Muñecas, también en la editorial Páginas de Espuma. Una veintena de sus cuentos han sido antologados en volúmenes colectivos como Pequeñas Resistencias 5: Antología del nuevo cuento español (Páginas de Espuma, 2010), Cuento español actual (1992-2012), (Cátedra, 2012) , Madrid Negro (Siruela, 2016), Las otras y Las mil caras del monstruo (2018, Eolas), entre otros. En 2017 ganó el Premio Dos Passos con su primera novela, Las madres negras, publicada por Galaxia Gutenberg. 

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