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Historias de editoriales (VI): Como el Cid - Zenda
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Historias de editoriales (VI): Como el Cid

Cada semana le preguntaba al gerente, en plena liquidación de la empresa, si había alguna novedad. Por fin, en octubre pudo hablar con V., recién llegado de vete a saber dónde, bronceadísimo y de buen humor a pesar de que, según dijo, había vuelto por falta de liquidez. Vamos, que se había pulido todo. Como...

Con el editor por la selva y mi contrato de rescisión en la mano, me concentré en no dejar de escribir ―el ánimo no me acompañaba, pero quería terminar lo que había empezado―, y en aclarar el tema del ISBN. Saber que la novela no constaba en el registro me había afectado tanto o más que todos los avatares pasados. Era como si lo sufrido hubiera sido por nada, como si todo hubiera sido una pesadilla absurda, un último golpe.

Cada semana le preguntaba al gerente, en plena liquidación de la empresa, si había alguna novedad. Por fin, en octubre pudo hablar con V., recién llegado de vete a saber dónde, bronceadísimo y de buen humor a pesar de que, según dijo, había vuelto por falta de liquidez. Vamos, que se había pulido todo. Como siempre que volaba en uno de sus picos de optimismo, le aseguró que no había de qué preocuparse, todo se solucionaría ahora que estaba de vuelta. Le escribió un correo aportando algo de información:

«En cuanto a los prefijos ISBN todavía no sé nada, mañana hablaré en persona con C.F. del ministerio de cultura»

Bien, al menos sabíamos quién era su interlocutora en el ministerio, y en caso de nueva desaparición podríamos contactar con ella. La siguiente línea era otro déjà vu:

«Por favor, tómate nota del número (de teléfono) que te indico a continuación, es el definitivo y lo llevo conmigo a todas horas.»

Era un misterio el problema que tenía este hombre con los teléfonos. O no: imagino que cambiaba con frecuencia de compañía, por impago. Perdí la cuenta de la cantidad de números distintos que nos facilitó entre mayo de 2008 y octubre de 2009. Pero lo mejor de su mensaje al gerente (me reenvió las partes que me afectaban), habida cuenta que desde agosto estaba rescindido el contrato entre nosotros, fue esto:

«Y ya por último, he recibido una oferta de una editorial de Italia que está interesada en comprar los derechos de autor de mi novela y de El final del ave Fénix, por eso necesito saber cómo quedaste al final con Marta. El contrato para la compra de derechos de autor lo recibiré vía email en unos días. Como ves, esto se mueve, y comienza a necesitar una estructura aunque sea mínima, quizás sea el momento de hablar en serio de la Editorial que dábamos por «finiquitada»»

Después de año y medio, era el momento de «hablar en serio». Sin empleados, sin autores, sin libros… Habíamos pasado por la etapa rusa, la mexicana, ahora tocaba la italiana… No llegamos a Hollywood porque no se le ocurrió. Durante noviembre y diciembre los temas estrella fueron, por mi parte, conseguir el alta del ISBN al menos antes de ir al Rastrillo ―el último cartucho con esa aciaga edición―; y por la de V. su empeño en vender los derechos ―que ya no tenía― de mi novela a una editorial italiana. Y va y no le hago caso. Tengo cada cosa… Menudo cabreo se pilló.

Esa edición primigenia de El final del ave Fénix, como la leyenda del Cid, aún conquistó alguna plaza después de muerta.

"Lo bueno de la experiencia con Centurione es que como escuela para sobreponerse a los imprevistos no tenía parangón"

A través de una amiga me surgió la posibilidad de acudir al Rastrillo de Nuevo Futuro, que se hace todos los años en Navidad en muchas ciudades, incluida la mía. Era agosto compartíamos sombrilla en la playa del Perellonet, y una invitada suya, tras leer la novela, me propuso ir a la caseta para autores que montaba todos los años. Yo lo había visitado alguna vez para comprar regalos de navidad y no recordaba lo de los libros, pero acepté encantada, casi temblorosa. «Ningún problema», respondí emocionada y sin saber cómo podría hacerlo, dada la situación de la editorial y de los libros.

Hablé con el gerente, y le quedaban algunos libros supervivientes de aquellos quinientos y pico rescatados. Conseguí veinte a precio de coste, a cuenta de lo que me debía la editorial. Total, no lo habría cobrado de ninguna forma…

A dos días de la cita llamé a la amable señora para concretar horario y ver dónde podía dejar los libros. En Valencia cada año montan el rastrillo en un sitio distinto y no lo tenía claro:

―Puedes traerlos a la Casa de Campo a partir de las 10:00.

"Huelga decir que nunca cobré una liquidación de la editorial; igual que las monjitas no recibieron su donativo y el impresor se quedó colgado con toda la producción; si la información que tengo es correcta, cerró a consecuencia del pufo"

¿La Casa de Campo? ¿Eso no está en Madrid? Como en una película, rebobiné la conversación playera completa y lo entendí. La persona que me había invitado era madrileña y hablaba de su ciudad, sin nombrarla, y yo de la mía. Una más, esta vez atribuible únicamente a mi ímpetu y a las circunstancias de la conversación, en plena playa, tirada sobre la toalla y medio amodorrada. Lo bueno de la experiencia con Centurione es que como escuela para sobreponerse a los imprevistos no tenía parangón. De nuevo hice de transportista y porteadora, los cargué en el coche, y aterricé en la Casa de Campo, arreglá pero informal, con mis libros y la misma ilusión que si nunca hubiera naufragado en las frías aguas de la decepción. Como anécdota, la entonces Reina Doña Sofía pasó por el puesto, acompañada de una jovencísima Princesa Letizia, y se llevó dos libros, uno de ellos el mío. Si lo leyó o no, no tengo noticia. Era un bonito broche para tan desgraciada aventura. Luego ha acabado en manos menos ilustres, como las del Chapo Guzmán, pero esa es otra historia.

Huelga decir que nunca cobré una liquidación de la editorial —el compañero de Madrid tampoco, e intuyo que ninguno de los autores a los que no llegué a conocer―; igual que las monjitas no recibieron su donativo y el impresor se quedó colgado con toda la producción; si la información que tengo es correcta, cerró a consecuencia del pufo. Tampoco el gerente, o cualquiera que trabajó allí, vio un euro.

La editorial cerró y desapareció.

No volví a saber de V. hasta que, un año más tarde, me pidió amistad en Facebook, tan tranquilo. Lo bloqueé antes de decir alguna barbaridad. Entonces se la pidió a mis familiares, por los viejos tiempos.

Para entonces, ya había vuelto a publicar El final del ave Fénix con otra editorial. Otra aventura, aunque nada podrá superar a la primera, que contaré en la próxima entrega.

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Marta Querol

La valenciana Marta Querol llegó a la escritura por accidente. Estudió Económicas e Ingeniería de Calidad y su trabajo se desarrolló siempre en este último campo. Con su primera novela, El final del ave Fénix (Ed.Centurione 2008, Editorial Aladena 2010, Ediciones B 2012), cometió la insensatez de enviarla al premio Planeta y fue una de las diez finalistas de 2007. Había encontrado su camino. A esta le siguió Las guerras de Elena (Ediciones B, 2012) y Yo que tanto te quiero (CERSA 2015, Ediciones B México 2016). Con esta saga familiar ―que le gustaría pensar son unos Buddenbrok a la española― ha conquistado a lectores de todo el mundo y las tres han ocupado puestos destacados en las listas de Amazon, aunque ella sigue siendo invisible para la crítica especializada. Tampoco pensó nunca que haría televisión y radio ―en esto último sigue― o que escribiría en el periódico centenario de su ciudad (Las Provincias) y sin embargo lo hizo durante cuatro años con su columna Piedra, papel, tijera. Enlaces: martaquerol.es ·  Marta Querol en Facebook  · @Marta_Querol

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