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Cultura, capitalismo y política - Zenda
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Cultura, capitalismo y política

Comerciantes de arte roban paredes y puertas con obras de Banksy, un festival erótico disecciona los males políticos de España para estimular el consumo de pornografía, un autobús tránsfobo hace las veces de instalación itinerante, se estetiza el espacio público en Cataluña para hacer invisible al adversario… Estos son solo algunos de los ejemplos que...

Comerciantes de arte roban paredes y puertas con obras de Banksy, un festival erótico disecciona los males políticos de España para estimular el consumo de pornografía, un autobús tránsfobo hace las veces de instalación itinerante, se estetiza el espacio público en Cataluña para hacer invisible al adversario… Estos son solo algunos de los ejemplos que utiliza el autor de este ensayo “sobre el estricto presente”, del que publicamos la introducción, para sostener que en los últimos años la cultura ha forjado una relación asfixiante con el capitalismo y con la política. Esta obra muestra con contundentes ejemplos un certero análisis del presente en que, paradójicamente, mientras el arte se vuelve políticamente correcto y renuncia a las estrategias de la vanguardia, la política opta por tácticas transgresoras y escandalosas para captar la atención del otro.

Somos los primitivos de una nueva era.
Mário de Andrade, Paulicea desvariada

Los dadaístas son parecidos,
niños en pañales de una nueva época.
Hugo Ball, La huida del tiempo

Son reveladoras las notas de los poetas latinoamericanos que hace cien años veían cómo sus ciudades sufrían una transformación pasmosa. En los suburbios tropicales empezaban a crecer postes de luz y enmarañados cables donde antes solo había bananeras. Las redes del tranvía se esparcían por la metrópolis. Cualquier mortal podía experimentar ahora la inverosímil sensación de velocidad. En Bogotá sonaban timbres, como diría el poeta Luis Vidales, revolucionario invento que reemplazaba a la rústica aldaba y al arcaico grito. Los aviadores recortaban distancias y se convertían en héroes. No solo Lindbergh, también latinoamericanos como el cuzqueño Alejandro Velasco Astete, a quien Martín Chambi inmortalizó en uno de los homenajes que le hicieron, avivaban la imaginación con sus hazañas a bordo de un avión sobre los Andes.

El claxon, los motores y las hélices fueron las nuevas musas. La sentimentalidad romántica, con sus decorados lunares y decadentes, fue reemplazada por el brillo del metal y la simultaneidad de la urbe. Tanta novedad hizo sentir a los jóvenes de Brasil, de Perú, de México como una horda de primitivos que conjuraba su asombro escribiendo sobre aviones, automóviles y avisos luminosos, el fabuloso inmobiliario de la recién llegada modernidad. Dejaban de ser decimonónicos que oteaban las constelaciones desde su torre de marfil y empezaban a bajar a la calle a untarse de gente, de conflictos sociales, de anarquismo; a ser mordidos por esa serpiente bicéfala, el radicalismo político, que proyectó a unos hacia el comunismo y a otros los lanzó a las trincheras opuestas del fascismo.

En efecto, eran salvajes de una nueva época . Con esas mismas palabras definió a su generación Oswald de Andrade: primitivos colmados de entusiasmo y fantásticos presagios que trataban de entender las transformaciones sociales generadas por inventos llegados del otro lado del mundo. Y como primitivos que se sentían, fueron en busca de los primitivos reales: en Perú los quechuas y aimaras de los Andes, en Argentina los gauchos de la pampa, en Brasil los tupíes selváticos, en Colombia el linaje de la diosa Bachué, en el Caribe los negros africanos, en México el campesinado y los herederos de Teotihuacán.

Para defenderse del mundo moderno buscaron la raíz nacional que, por arcaica y desconocida, resultaba completamente nueva: una fuente espiritual vigorosa que les permitía bailar con singular gracia en un ambiente cada vez más cosmopolita . Querían ser —y en efecto fueron— salvajes que hablaban inglés y francés y sabían de París más que los parisinos . Aunque hubo poetas salvajes y nacionalistas, enemigos de todo lo extranjero excepto del fascismo de Mussolini y de la Acción Francesa, fueron los cosmopolitas quienes abrieron caminos novedosos para el arte latinoamericano . De lo más antiguo y arcano a lo más nuevo y universal . La mezcla de estos dos mundos revolucionó la poesía y la plástica de los años veinte, y de ahí en adelante . Era, en realidad, un reflejo de lo que ya había

ocurrido en Europa . Hastiados de modernidad y de burguesía, luego desencantados de Occidente por culpa de la Primera Guerra Mundial, los artistas renegaron de sus tradiciones y empezaron a pintar, esculpir y comportarse como salvajes .

Hoy en día volvemos a ser primitivos de una nueva época . Ya no es el ascensor ni las máquinas de pistones lo que nos fascina, sino el smartphone y el vínculo directo con un mundo virtual de redes sociales que no sabemos bien si dominamos o si nos domina. Por ahí andamos, con el mis- mo pasmo, con la misma euforia, tratando de ubicarnos en una realidad entablada con imágenes virales, memes, fake news, insultos, linchamientos y nuevos relatos que buscan la hegemonía; tratando de entender una nueva lógica de comunicación en la que todos participamos en caliente, al instante, en función de la simpatía o el odio que inspire el interlocutor . El resultado es una violencia en el debate público que no se veía desde los años treinta . Si durante setenta años la civilización intentó frenar los extremismos, desplazarlos a los márgenes de la actividad política y desactivar su poder seductor, la visceralidad del entorno virtual los ha revivido con enorme fuerza . Es alarmante compro- bar que, cada vez con más frecuencia, la sensatez y las pos- turas moderadas resultan dudosas como táctica para ganar unas elecciones . Abiertas todas las compuertas, violados ciertos tabúes y pudores que matizaban los odios y las filiaciones tribales, vuelve a lanzar su aullido el salvaje.

Este ensayo trata sobre el más estricto presente. Es decir, sobre ciertas tendencias culturales, sociales y políticas que se han configurado en los últimos cinco años, y que seguramente tendrán continuidad en el lustro que viene . A veces se remite al pasado, pero solo para explicar las raíces de fenómenos actuales . Su tema es, a la vez, muy simple y muy complejo: las relaciones no siempre libres de tensiones y conflictos que se dan hoy en día entre la producción cultural, el capitalismo y determinados proyectos políticos.

Para dar comienzo no sobra recordar que la gracia del arte radica en que es la actividad libre por excelencia . Eso ya lo justifica; con eso basta para celebrar su existencia. Pero esta actividad libérrima y creativa ha sido rondada permanentemente por dos amantes peligrosas. Al menos a lo largo del siglo xx, la política y el capitalismo han tratado de multiplicar sus fuerzas fundiéndose con ella . Una ha querido convertir el arte y la estética en un epifenómeno de la lucha ideológica, incluso en un arma que aplasta y apabulla al enemigo; el otro tiende a reducir los productos del intelecto a simples mercancías culturales o insumos que estimulan el turismo, la gentrificación, las industrias creativas o lo que hoy se conoce como «marca país»: un lifting a la imagen internacional operada por las instituciones culturales del Estado.

Algunos episodios históricos han demostrado que estos dos son objetivos antagónicos . Al pelear por la cultura, el capitalismo y la política terminan repeliéndose . Mientras el arte preste sus servicios al capitalismo, difícilmente los prestará a la política, y mientras los presta a la política, lo más probable es que atemorice a los capitalistas . Un pequeño adelanto: de la festiva y estetizada Cataluña huyeron miles de empresas después de octubre de 2017 . Convertida en arma política, la estética ha transformado a Barcelona en el escenario de grandes dramas ideológicos, poco favorables a la actividad económica . Por el contrario, inserto en las industrias culturales, el arte puede ofrecer la más insurgente de las propuestas, la más revolucionaria de las críticas, el más transgresor de los espectáculos, y su resulta- do será un público eufórico y deseoso de participar en el suculento negocio del consumo rebelde.

Este ensayo habla de esos dos fenómenos: del proceso mediante el cual la vanguardia, que durante las primeras décadas del siglo xx fue una aliada de la política revolucionaria, a finales de los sesenta se convirtió en mercancía; y de lo que ha ocurrido en los últimos años en Europa, particularmente en España: el regreso de la política salvaje, de corte radical, ya no con el sello característico de las ideologías de izquierda y derecha —el comunismo o el fascismo—, sino agazapada bajo la máscara populista . En efecto, entramos en una nueva época en la que los dramas sociales y las reivindicaciones políticas sirven para promocionar y vender arte, y en la que algunos recursos estéticos y ciertas estrategias disruptivas del arte están siendo usados con éxito para publicitar y llevar a las instituciones al extremismo político.

Hay una paradoja detrás de estos fenómenos. Aunque era América Latina la que luchaba por asemejarse a Europa, ha sido Europa la que finalmente se ha dejado seducir con relativo éxito por el populismo latinoamericano. Aunque no es propiedad ni invento exclusivo de América Latina, el populismo encontró un terreno fértil en varios de sus países, empezando por la Argentina de Perón. Aquel fue el primer caso de un fascista reconvertido en demócrata que, con el respaldo de nuevos electores hasta entonces marginados de la contienda política, consiguió transformar desde dentro las instituciones democráticas para que se plegaran a sus intereses.

Al menos desde 1945, con Perón y Evita, el populismo ha sido político y cultural, estético y sentimental, simbólico y performativo, y su llegada a Europa no ha hecho más que acentuar sus rasgos. En España ha sido evidente la importancia que Podemos, desde la izquierda, y el nacionalismo catalán, desde la derecha, le han dado a la cultura. Si el primero quiso hackearla para imponer nuevos significados a las palabras e impulsar nuevas hegemonías, el radicalismo nacionalista la ha utilizado para victimizarse, apabullar e invisibilizar a los catalanes no independentistas; de paso, para crear un gran espejismo destinado a afectar la percepción de la prensa internacional.

Esta es una historia que aún no ha terminado. Tan solo hace unos meses, en el verano de 2018, hubo una enorme tensión en las calles de Barcelona y de otros municipios de Cataluña por asuntos estéticos. Los independentistas colgaban lazos amarillos en el espacio público; los no independentistas pasaban detrás retirándolos. Los Comités de Defensa de la República (CDR) atacaron con pintura amarilla la casa del juez que ha instruido el caso de los sublevados, y luego otro grupo lo resarció de manera simbólica limpiando el estropicio. Los ataques a los juzgados no han cesado, solo que últimamente la pintura ha sido reemplazada por estiércol y basura. Y todavía hay más. La nueva estrella de la música española, Rosalía, nacida en Sant Esteve Sesrovires (Barcelona), ha recibido ataques por no cantar en catalán y olvidarse de los «presos políticos» cuando sube al escenario a recibir algún premio. Joan Manuel Serrat, el músico catalán más conocido en el mundo entero, se vio obligado a interrumpir un concierto en Barcelona por motivos similares: desde el público le gritaban que cantara en catalán canciones que había compuesto en español hacía cuarenta y siete años. Aunque el procés parece haber acabado y es poco probable que los líderes del catalanismo vuelvan a intentar una revolución o un golpe que atente contra la institucionalidad española, la pugna simbólica y estética, y su concomitante lucha por los sentimientos y las conciencias, siguen adelante.

En cuanto a Podemos, es evidente que su retórica revolucionaria se ha descafeinado y que la enemistad entre sus dos figuras más visibles, Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, los ha sumido en problemas internos que han debilitado su acción política externa. Dejaron pasar la cresta de la ola —su momento populista— y ahora, más aburguesados, más desgastados por el rodaje de la política y más acoplados a las rutinas del poder, se ven forzados al pacto y a la moderación. Como si fuera poco, la reciente aparición en España de un partido ultraderechista, aliado de los euroescépticos que ya habían aflorado en otros países del continente y vocero de propuestas tan radicales y adversas a la Constitución del 78 como aquellas con las que Podemos asomó la cabeza en 2014, revuelve aún más el tablero político nacional. Pero tanto Iglesias como Errejón, así ahora compitan desde plataformas políticas distintas, son hábiles estrategas políticos. Especialmente Errejón, cuya estrepitosa salida de Podemos fue un ejemplo de los golpes de efecto que hoy en día lanzan los políticos para conquistar la atención del público. Desde hace casi veinte años sus esfuerzos intelectuales, al igual que los de Iglesias, han ido encaminados a entender la manera como la televisión, el lenguaje, el cine, el teatro y las acciones callejeras pueden convertirse en instrumentos de guerra electoral y en aparatos de control ideológico. Antes solían empuñar juntos esas armas culturales contra sus rivales políticos; ahora los golpes de efecto se los propinan entre ellos. Como ocurre con el independentismo, a esta historia también le quedan varios capítulos por delante.

De manera que salvajes, sí. No como en los años treinta del siglo pasado, porque el fascismo y el comunismo han sido derrotados y es improbable que un partido vuelva al poder izando sus banderas. Salvajes, más bien, de un nuevo tiempo populista en el que ciertas ideas fascistas y ciertas ideas comunistas han vuelto a seducir a la opinión pública y a polarizar las sociedades, esta vez camufladas dentro de programas democráticos. La radicalización de la democracia de la que hoy tanto se habla no ha significado una depuración de la misma. Ha significado, más bien, que los radicales han empezado a participar en la contienda electoral con fórmulas salvajes, incorrectas, escandalosas, adaptadas de los realities, de las redes sociales e incluso inspiradas en los sabotajes de la vanguardia artística. Quienes despreciaban los rituales de la democracia liberal han descubierto que en aquella fiesta podían emborracharse, decir idioteces, manosear a la novia y salir en hombros aupados por carcajeantes invitados que solían detestar esos actos ceremoniosos. El radical deslenguado que dice lo que le sale de las tripas sin pensar en las consecuencias ya no solo está en las redes sociales; también aparece en los platós de televisión y en los mítines políticos.

Sí, se ha puesto interesante la política. En España, sin duda, donde la arremetida de los independentistas catalanes en octubre de 2017 le quitó el sueño a más de uno, pero también en Estados Unidos, en Brasil y en prácticamente cada país relevante donde se convocan elecciones. En todos estos lugares el capitalismo cultural, apoyado en sus festivales, ferias y bienales, convive con una política cada vez más estetizada y una nueva estirpe de aspirantes al poder dispuestos a utilizar el desplante y la incorrección como efectiva estrategia publicitaria. No es que hayamos dejado de ser hedonistas consumidores de espectáculos. La novedad es que ahora la política radical empieza a ser uno de los espectáculos predilectos, y en él también participamos todos. Twitter, Facebook, Instagram… Comentando el espectáculo lo agrandamos, lo inflamos, lo difundimos. De manera que no solo consumidores, también productores. Si la vanguardia quiso romper la barrera entre espectadores y actores para que la vida se hiciera arte, las redes sociales han roto la barrera entre consumidor y creador de contenidos convirtiéndonos a todos en fabricantes de espectáculo.

Esta estetización ofrece ventajas, y es que mientras en el arte se puede todo, en la política siempre hay límites. La democracia tiene un índice de flexibilidad restringido, más allá del cual se pervierte y empieza a ser otra cosa. Por eso resulta seductor camuflar la política tras la cultura y aprovechar sus recursos para llevar la democracia hasta donde no debería ir. La fiesta, el ritual, los símbolos, los disparates y las performances, tan joviales, tan artísticos, son en realidad la nueva dentellada del salvaje. La violencia física ha sido desterrada de las luchas políticas, pero la violencia simbólica cobra cada vez más relevancia. De manera que sí, vivimos tiempos interesantes, feroces, y aún no sabemos cómo domarlos o civilizarlos. El camino es culebrero, diría el cumbiambero Aniceto Molina, así que lo mejor es abrocharse el cinturón.

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Autor: Carlos Granés. Título: Salvajes de una nueva época: Cultura, capitalismo y política. Editorial: Taurus. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro

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Carlos Granés

Carlos Granés es antropólogo, ensayista y conferenciante. Su libro El puño invisible (Taurus, 2011) obtuvo el Premio Internacional de Ensayo Isabel Polanco, y es también autor de La invención del paraíso (Taurus, 2015). Ha dado conferencias sobre literatura y arte en universidades e instituciones culturales de Colombia, España y Argelia. Es asistente de dirección de la Cátedra Vargas Llosa, proyecto que pretende promover la literatura, las ideas y la cultura en América Latina y España, además de generar debate en torno a los problemas más urgentes del mundo contemporáneo.

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