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Fervor de Buenos Aires - Miguel Barrero - Siempre de paso - Zenda
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Fervor de Buenos Aires

Esta ciudad es así, tan anárquica que no hay disposición oficial que la meta en vereda ni dogma que pueda esperar de ella un seguimiento ciego. Se respira en sus aceras el viento turbador de una anarquía que es un cuestionamiento de lo divino y de lo humano, la rebeldía justificada de un lugar que...

Cuenta la leyenda que el miedo escénico impidió a Luciano Pavarotti repetir en el teatro Colón: tras su primer concierto allí, dijo que las condiciones acústicas del espectacular coliseo porteño eran tan perfectas que cualquier error, por pequeño que fuese, quedaba en evidencia. La apreciación bien podría extenderse a toda la ciudad de Buenos Aires, agresiva caja de resonancia de un país acostumbrado a vivir en un estado de tensión permanente y cuyas calles son el espejo de una inquietud que combina los pánicos procedentes de pasados aún frescos con las escasas expectativas ante un futuro que siempre parece abocado a conjugarse como un tiempo imperfecto. Es difícil sentarse a escribir de una ciudad tan contaminada por el tópico —pero qué no está hoy en día contaminado por el tópico—, o es más bien facilísimo, porque uno podría ir enlazando frases repletas de lugares comunes sin siquiera bajarse del avión, pero a la vez hay una necesidad de contar Buenos Aires, de intentar explicarla, seguramente porque esta ciudad no alcanza a explicarla cabalmente nadie y sólo nos interesa escribir para aproximarnos a aquello que desconocemos e intuimos inexpugnable. Uno podría pasar meses enteros en Buenos Aires y no lograría desentrañar nunca el misterio de esta ciudad caótica y excesiva. Tan excesiva que tuvo, a falta de una, dos fundaciones. En la primera, el militar Pedro de Mendoza bautizó al lugar como Santa María del Buen Ayre, según parece por la devoción que los marinos sevillanos que viajaban con él sentían por Nuestra Señora de los Buenos Aires. Tras la segunda, el conquistador Juan de Garay prefirió referirse a ella como Ciudad de la Trinidad, que curiosamente fue el nombre oficial que tuvo la ciudad hasta 1996, por mucho que el uso generalizado convirtiera Buenos Aires en el único topónimo factible.

La avenida Corrientes, durante la noche.

Plaza de Mayo.

"Esta ciudad es así, tan anárquica que no hay disposición oficial que la meta en vereda ni dogma que pueda esperar de ella un seguimiento ciego"

Esta ciudad es así, tan anárquica que no hay disposición oficial que la meta en vereda ni dogma que pueda esperar de ella un seguimiento ciego. Se respira en sus aceras el viento turbador de una anarquía que es un cuestionamiento de lo divino y de lo humano, la rebeldía justificada de un lugar que sólo se siente deudor de los mitos que él mismo ha engendrado. Son abundantes y están muy repartidos, y aunque el tiempo haya despojado a muchos de su significado, la iconografía triunfal continúa alzándose impertérrita en el imaginario colectivo de una vecindad que necesita recordar el fulgor de glorias pasadas para procurar abstraerse de las miserias del presente, regodearse en sus propios iconos para evitar la incertidumbre ante un futuro que se prevé hostil, reconocerse en lo que cree que la hizo grande con tal de no rendirse ante la hostilidad de un aquí y un ahora que sólo en muy contadas ocasiones ofrecen una tregua. La grandeza de la urbe radica en su misma concepción. En su callejero se cortan la avenida más larga y la más ancha del mundo, y los edificios del centro presumen de cierta estética haussmaniana que le han granjeado el apodo de la París del sur. Los porteños no sólo no se sienten agraviados con la comparación. Al contrario, presumen de que la suya sea la ciudad más europea de toda América Latina y ensalzan como un rasgo de distinción todos los lazos que la unen con el viejo continente. Está entre ellos el propio acento, un español pronunciado con entonación italiana, pero también todos los legados con los que las distintas emigraciones han sedimentado una identidad que se caracteriza por ser muchas en una, como si Buenos Aires fuese un crisol en el que confluyesen todos los expatriados, un gran refugio que siempre tiene abiertas las puertas para todos aquellos que anden en busca de su propio lugar en el mundo.

Mercado de San Telmo.

Quiosco de flores en la calle Paraná.

"Uno puede pasar días y noches enteras fatigando Buenos Aires y no dejará de querer siempre un poco más"

Todo eso viene a simbolizarlo el célebre obelisco que se levantó en 1936 en medio de la avenida del 9 de julio para conmemorar el cuarto centenario de la fundación de la ciudad y cuya planificación tuvo mucho más que ver, en realidad, con la necesidad de dotarla de un referente reconocible que la singularizase, función que cumplió eficazmente hasta que el Puente de la Mujer le dio el relevo hace unos pocos años en las remozadas dársenas del venerable Puerto Madero. Nada es para siempre, como lo atestigua el viajero que se deja caer ante el número 348 de Corrientes para ver el edificio de apartamentos clandestinos que popularizó el célebre tango y se encuentra con un aparcamiento. Tampoco los mitos mantienen siempre su vigor, porque siempre surgen otros susceptibles, si no de suplantarlos, sí de menoscabar el lugar de honor que tradicionalmente ocuparon. Ocurre en el Café La Biela, en el bajo de una de las esquinas por las que se entra al barrio de Recoleta y donde las efigies de Borges y Bioy Casares se ven incapaces de competir con la del flamante Messi que, a las puertas del local, recibe los parabienes y los flashes de los turistas que se acercan hasta el barrio donde la ciudad preserva uno de sus epicentros sentimentales. Quien sí pasa por la posteridad como si la memoria no fuese un ente endeble es Eva Duarte de Perón, cuya sepultura es el gran foco de atracción del cementerio donde han ido a parar los huesos de los argentinos más ilustres en los campos de la política y la guerra. El otro cementerio famoso acoge a los miembros de la bohemia porteña y tiene como inquilino aventajado al gran Carlos Gardel. El hecho de que el porteño más ilustre no hubiese nacido en Buenos Aires, ni siquiera en la Argentina, ilustra bien el carácter de esta ciudad que acoge a todos los que quieran asumir sus ritmos endiablados y su vocación de estar siempre en el camino hacia ninguna parte. Por eso cuesta tan poco amoldarse a esta ciudad y hacerla propia, encontrarse a uno mismo en los recodos amables de San Telmo o en las fachadas coloridas de la Boca, dejarse naufragar en los taxis que cabalgan por la noche sobre los asfaltos saturados en pos de cualquier frontera urbana o simplemente echar a andar sin brújula ni mapa por las avenidas trazadas con tiralíneas y los parques en los que lo mismo se puede encontrar un busto en memoria de Dante Alighieri que un hipódromo en cuyo interior anida un pandemónium de máquinas recreativas. La sorpresa, en estos pagos, aguarda siempre a la vuelta de cualquier esquina. Uno puede pasar días y noches enteras fatigando Buenos Aires y no dejará de querer siempre un poco más, sin apenas darse cuenta entenderá que Buenos Aires se le ha metido dentro y sabrá que éste es el mejor lugar al que volver. El dolor está en que para volver hay que irse antes.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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