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Europa, de David Llorente - Zenda
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Europa, de David Llorente

Europa es una novela imposible de enmarcar en un solo género, destacando, sobre todo, el cyberpunk, la fusión entre la ciencia ficción y la novela negra. Zenda reproduce para sus lectores las primeras páginas del nuevo libro de David Llorente, autor ganador del premio Memorial Silverio Cañada a la Mejor Primera Novela Negra (2014) y del...

Europa es una novela imposible de enmarcar en un solo género, destacando, sobre todo, el cyberpunk, la fusión entre la ciencia ficción y la novela negra. Zenda reproduce para sus lectores las primeras páginas del nuevo libro de David Llorente, autor ganador del premio Memorial Silverio Cañada a la Mejor Primera Novela Negra (2014) y del premio Hammett a la Mejor Novela Negra en Lengua Castellana (2017).

 

PRIMERA PARTE

-Las plantas industriales o la utopía de la evolución- 

Capítulo primero

«Las cosas más hermosas de la vida suceden siempre en el reino de la maldad

 

1.- Armando Carbonero

Hace muchos años, mientras tiraba su cuerpo a uno de los pozos del pabellón C, me acordé de que Armando Carbonero había salido de la cárcel el uno de marzo de 2020: Fue en tren hasta la estación de Atocha y cogió el autobús 34 hasta General Ricardos, esquina con la calle Toboso: Yo iba detrás de él pero él no me veía: Ni siquiera volvía la cabeza: ¿De verdad pensaba que nadie estaría allí cuando saliese?: ¿De verdad pensaba que dos años de cárcel eran suficientes para borrar el pasado y cerrar las heridas?

«¿Te apetece una partida de ajedrez?»

Armando Carbonero entró en el portal número 13 de la calle Toboso: Me metí en la bodega de enfrente y me senté en uno de los taburetes de la barra: El dueño me puso delante de la cara un vaso de vino y un tablero de ajedrez: Daba igual que jugara con blancas o con negras.

«Mate.»

Armando Carbonero salió a las siete de la tarde y no salió solo: Iba de la mano de Sandra Valero: Se dedicaban a mostrar su felicidad allí adonde fueran y delante de quienes los quisieran mirar, convencidos (como así fue) de que estarían juntos hasta la muerte.

«¿La revancha?»

Podía imaginarme la escena: El ex-presidiario acude a casa de su novia y se la encuentra dentro de la cama, convenientemente desnuda, dispuesta a arrancarle del pellejo los más de setecientos días de cárcel, de paseos por el patio y de pajas contra la pared.

«¿Blancas o negras?»

Armando Carbonero consiguió un trabajo de camarero en el Café de Berlín, en el número 160 de General Ricardos: Era amable y trabajaba en silencio: A veces se apartaba a una esquina de la barra y escribía en una libreta: Nadie sabía que era un asesino.

«Ponme un café.»

Aprovechaba los días desapacibles para acercarme al cementerio de Carabanchel: Me arrodillaba delante de su tumba y rompía a llorar como no había llorado ni siquiera la tarde en que la mataron: Era evidente que la cárcel no cerraba el círculo: El círculo lo tenía que cerrar yo.

«Treinta y ocho años…»

No era solamente que el tiempo fuera pasando, sino que te iba llevando con él e iba haciendo que todo se quedara atrás: ¿Qué hacíamos, entonces, los que no queríamos que nada se perdiera?: ¿Qué hacíamos entonces nosotros, los antagonistas del olvido?: Disfrutaba de algún momento de la vida y me despreciaba: Me daba cuenta de que me estaba riendo y me daban ganas de sacarme el corazón y sentarme encima: Por eso el cementerio de Carabanchel era necesario: Veía su tumba y regresaban las ganas de impartir justicia: Ese escozor en las encías que se llamaba ganas de matar.

«De matarte a ti.»

Había poca gente y Armando Carbonero estaba en una esquina de la barra, escribiendo en su libreta:

«¿De dónde eres?»

Me respondió que era de Campamento y que se había mudado a casa de su novia hacía unos días: Nos quedamos en silencio: No iba a mencionar sus dos años de cárcel: Mucho menos el motivo por el que lo encerraron.

«¿Qué te parece el barrio?»

Armando Carbonero se encogió de hombros.

«¿Te gusta la gente de aquí?»

Me dijo que le gustaba la vida tranquila.

«Y escribir, ¿no?»

Escondió la libreta.

«Son solamente ideas.»

Bajé la voz:

«Parecen versos.»

Se avergonzó de sí mismo y le empezaron a temblar las manos.

«No te preocupes. Yo también tengo un par de manuscritos en un cajón.»

Me miró con otros ojos y me confesó:

«A mí me gusta más la poesía.»

Le dije que era el género más difícil.

«Para los genios.»

Armando Carbonero me puso una copa de coñac.

«Invita la casa.»

Me metí en el ordenador y busqué una de las novelas que había escrito durante mi adolescencia: A la mañana siguiente me dejé caer por el Café de Berlín: Armando Carbonero pasaba un paño por el mostrador distraídamente, como si no tuviese un asesinato a sus espaldas: Le di el sobre.

«Es para ti.»

Preguntó:

«¿Qué es?»

Respondí:

«Una novela.»

Añadí:

«Quiero que la leas.»

Se empeñó en invitarme al café: Le dije que me lo tomaba rápido y que me iba:

«Tengo que vender entradas en el Séptimo Traste.»

*

La psicóloga Vicenta me esperaba en su consulta: Me invitaba a tomar asiento y no decía una sola palabra hasta que yo empezaba a hablar.

«He vuelto a soñar con ella.»

La psicóloga Vicenta me dijo que ya era hora de que le dijese quién era ella.

«Ya estás en condiciones de llamar a las cosas por su nombre.»

Le contesté que estaba equivocada: Llamando a las cosas por su nombre solamente conseguimos falsearlas.

«Las palabras solo llegan a la corteza de aquello que designan.»

Concluí:

«Es lo primero que aprenden los poetas y debería ser también lo primero que aprendierais los psicólogos.»

Me levanté de la silla y salí de la consulta.

«Adiós.»

Reanudamos la terapia a la semana siguiente: Me senté delante de la psicóloga Vicenta con la determinación de contarle toda la verdad sobre mí.

«Mis hermanastros me encerraban en una habitación oscura y bloqueaban la puerta para que yo no pudiera salir.»

Le dije que al principio lloraba y que después me sentaba en el suelo y miraba las formas de la oscuridad.

«Mis hermanastros, al otro lado de la puerta, imitaban voces fantasmales.»

Vicenta me preguntó por qué no encendía la luz o subía la persiana.

«Semejante comportamiento habría decepcionado a mi padre.»

Armando Carbonero me hizo señas para que me acercara a la barra y me dijo que le había encantado la novela.

«Me parece magnífica.»

Puso un sobre encima de la barra y me dijo que ahí estaban todos sus versos.

«¿Quieres que me los lea?»

Armando Carbonero se llevó una mano al corazón.

«Sería un honor.»

Estuve un par de horas en la emisora de Radio Carabanchel, hablando con el rockero Ignacio Ovejero: Abrí el sobre cuando llegué a mi casa: Cien poemas se desparramaron sobre la mesa: De Claudia no había absolutamente nada: Ese hijo de puta la había asesinado y la había excluido de la mierda de sus versos.

«El dentista nos dijo que había que corregir la desviación de mi mandíbula.»

Vicenta me miraba con ojos asombrados y tomaba notas: Le dije que me encajaron dos anillas en las muelas.

«Cada una de esas anillas tenía un agujerito minúsculo por el que había que meter un alambre que estaba enganchado a una cinta elástica que me pasaba por detrás de la cabeza.»

Le expliqué que el invento consistía en que la cinta elástica tiraba del alambre y el alambre tiraba de la anilla y la anilla tiraba de las muelas y las muelas tiraban de la mandíbula y de esa manera se contrarrestaba la desviación. Vicenta había dejado de tomar notas y escuchaba.

«Después de cenar me lavaba los dientes y me tumbaba bocarriba en la cama. Abría la boca y dejaba que los miembros de mi familia introdujeran los extremos del alambre por los agujeritos de las anillas.»

Tuve que aclararle a Vicenta que la operación era más complicada de lo que parecía porque los agujeros no solamente eran muy pequeños, sino que estaban tapados por restos de comida.

«Mantenía la boca abierta y uno de mis hermanastros se sentaba en mi tripa e intentaba meter el alambre por los agujeritos mientras mi otro hermanastro iluminaba mi boca con una linterna. Mi hermanastro se cambiaba por mi otro hermanastro y el resultado era el mismo.»

Le dije que mi madre también lo intentaba, pero sin éxito.

«Se le olvidaban las gafas en la cocina y acababa clavándome el alambre en alguna encía, mientras me gritaba: No muevas la cara.»

Vicenta me preguntó si no intervenía mi padre.

«Mi padrastro era más hábil que todos los demás y el único que atinaba con los dos agujeritos. Luego salían de mi habitación.»

Le dije a Vicenta que mi sombra se proyectaba en la pared.

«El aparato de ortodoncia me confería un aspecto monstruoso.»

Me senté en una mesa y pedí un café con leche: Armando Carbonero me preguntó si había leído sus poemas.

«Sí.»

Empecé a echarme azúcar en el café: Le di un sorbo: Estaba demasiado caliente.

«¿Y bien?»

Respondí:

«Está demasiado caliente.»

Dijo:

«Me refiero a los poemas.»

Dejé la taza en el platito y me limpié la boca con una servilleta de papel: Levanté el dedo hacia el techo y le pregunté:

«¿Sabes cómo se llama el grupo que está sonando ahora en la radio?»

Le dije a la psicóloga Vicenta que existían dos tipos de deficientes mentales:

«Los que chillan y los que tienen cara de huevo.»

Vicenta me preguntó por qué me ponía a hablar de deficientes mentales.

«Mi madre me llevaba a visitar a unos primos suyos que tenían dos hijos deficientes mentales: Bartolo era del tipo cara de huevo y Teresita era del tipo de los que chillaban: El dormitorio estaba a oscuras y olía a los pies de Bartolo, que asomaba su enorme cabeza de huevo por el embozo y comenzaba a hacer extraños visajes con los ojos y con la boca: Movía las manos igual que las focas mueven las aletas: No podía caerse de la cama porque dos fuertes correas le aprisionaban el cuerpo: La mano de mi madre me empujaba por la espalda. Decía: Vamos, dale un beso: Yo me acercaba al monstruo y dejaba que me empapara la cara con sus babas calientes. Mi madre salía de la habitación y cerraba la puerta.»

Le pregunté a Vicenta si entendía lo que le estaba contando.

«Mi madre, probablemente, quería decirme que yo no era menos monstruoso que él.»

*

Armando Carbonero sabía quiénes eran La habitación de Margot: Su novia le había hablado de ellos y le había hecho oír algunas de sus canciones.

«Soy su representante y me gustaría que me ayudaras a escribir algunas letras para ellos.»

Se sentó en una silla y me preguntó si estaba hablando en serio: Le dije que estaba convencido de que le sobraba talento para componer canciones para los grupos de rock.

«Desgarradoras y carcelarias, como Carabanchel.»

Todos los viernes por la noche quedaba en mi casa con los chicos de La habitación de Margot para beber tequila y comer pizza.

«Pásate a las diez.»

Los chicos de La habitación de Margot habían llegado tres horas antes y estaban borrachos de tequila y hartos de pizza.

«Os presento al poeta Armando Carbonero.»

Les dije que nos ayudaría con los textos de las canciones.

«Habíamos pensado dar un giro hacia los temas sociales: ¿Qué te parece?»

Armando Carbonero se puso colorado y dijo:

«Me parece bien.»

Le pregunté si se le ocurría algún tema en concreto y él comenzó a retorcerse los dedos.

«No sé.»

Intenté ayudarlo:

«Quizás alguna canción sobre la vida en la cárcel o sobre la muerte violenta de alguna mujer.»

Se escuchó un estruendo de cristales en la calle: Los coches dispararon sus alarmas. Dijo Ulises Urrutia:

«Son esos chavales de las banderas.»

Se fueron a las doce de la noche.

«Hasta mañana.»

Me quedé a solas con Armando Carbonero.

«Preparo un par de cafés y seguimos charlando.»

Entré en la cocina y preparé dos cortados: Memoricé bien cuál era el mío y cuál era el suyo.

*

Le dije a Vicenta:

«Teresita empezaba a chillar como la condenada que era. La habitación olía a lombarda asada y a flores muertas. Torcía el cuello como si fuera capaz de girarlo ciento ochenta grados sobre el eje de las vértebras. Me acercaba a ella y le daba un beso sin que ella dejara de gritar ni de retorcer el pescuezo. Mi madre cerraba la puerta y decía: Sois primos: Hablad de vuestras cosas. Pero, en realidad, quería decir: Sois monstruos: Hablad de vuestras cosas.»

Vicenta me preguntó qué era lo que más me acordaba de mi infancia.

«¿Algo relacionado con tu padre?»

Le respondí que me acordaba muy bien de cómo a los psicólogos infantiles les encantaba meter las pezuñas en la ciénaga de mi mente: Todos los niños de la clase hacíamos unos tests interminables, distribuidos en hojas de color rosa, hojas de color naranja y cuadernillos de respuesta múltiple: A la semana siguiente llamaban a la puerta y la psicóloga del colegio pronunciaba mi nombre.

«Que venga a mi despacho.»

La cantidad de libros y de polvo que había encima de los armarios me provocaba una dolorosa sensación de angustia: La psicóloga del colegio me tenía horas y horas mirando manchas de tinta.

«¿No ves mariposas?»

Yo contestaba que no.

«Eres un caso perdido.»

Guardaba los tests en un cajón y sacaba un folio en blanco y un lapicero.

«Dibuja un árbol.»

Trazaba una línea gruesa que era el suelo: Las anchas raíces se extendían por la parte de abajo del papel: El tronco se elevaba con solemnidad y de repente se cortaba en seco y aparecía un tallo flácido y sinuoso con una única hoja enorme, de cuyo extremo se columpiaba una manzana llena de avispas: La psicóloga miraba mi dibujo por encima de las gafas: Lo miraba atentamente y me decía:

«Eres un monstruo.»

Y luego, en voz más baja:

«Hasta me da miedo estar aquí contigo.»

Armando Carbonero se quedó dormido en mi sofá: Lo agarré de los tobillos y lo arrastré hasta la habitación vacía del fondo: Lo desnudé por completo y lo encadené a una argolla de hierro que había incrustado en la pared.

«Avisa cuando despiertes.»

Salí de la habitación y encendí la tele: Pasaban un programa de música clásica: Se despertó al cabo de una hora: Entré en la habitación con unos alicates en la mano y le dije:

«Te voy a cortar una oreja.»

Salí de la habitación y seguí viendo el programa: Metí la oreja en un cajón.

«¿Por qué haces esto?»

Volví a la habitación del fondo: Armando Carbonero se tocaba la herida y hacía gestos de dolor: Había puesto el suelo perdido de sangre.

«¿Qué pasará cuando te abra en canal?»

Volvió a preguntarme por qué estaba haciendo eso.

«Intenta adivinarlo.»

Volví al salón y pasé por delante de la televisión: Estaban poniendo El lago de los cisnes en el Channel Arte Entreprise: Me levanté del sofá y fui a ver a Armando Carbonero.

«¿Sabes por qué te voy a matar?»

Movió la cabeza negativamente: Salí de la habitación y volví con un cuchillo.

«¿Dónde quieres que te lo clave?»

Me señaló el muslo de la pierna izquierda: Le dije que no era una buena elección:

«Te puedo cortar la femoral y entonces te desangrarías.»

Polina Semiónova hacía tanto de cisne blanco como de cisne negro: Fui a la cocina y me puse a calentar aceite en una sartén: La música de Tchaikovsky sonaba en toda la casa.

«Te voy a derramar aceite hirviendo en la tripa.»

Empezó a pedir socorro: Le señalé las paredes y le recordé que los estudios de grabación siempre están insonorizados.

«No te oirá nadie cuando empieces a gritar de verdad.»

El aceite chisporroteaba en la sartén: Le pregunté si tenía idea de a qué olía la carne quemada.

«¿A pollo? ¿A neumático? ¿A resina?»

Salí de la habitación: Llegué al sofá en el momento en que las tres bailarinas se agarran de las manos y bailan juntas: Cogí un cortapelos del cuarto de baño y volví a la habitación.

«¿Qué te parece si te rapo la cabeza?»

Fue el acto más violento de todos los que le hice: Más que cuando le pegué tres tiros en la frente.

«Lo he pensado mejor y no voy a matarte.»

Me miró con unos ojos terriblemente asustados: Más asustados que cuando estaba convencido de que lo iba a matar.

«¿No estás contento?»

Me asomé a la ventana del salón: La calle estaba vacía y la amarillenta niebla de polución descendía sobre el asfalto: Eran las dos menos diez de la mañana: Me aparté de la ventana y apagué la televisión: La música se disolvió y el silencio me pareció una cosa siniestra: Fui a la habitación de Armando Carbonero.

«¿Ya has adivinado por qué estás aquí?»

Intenté refrescarle la memoria:

«¿Dónde has estado estos dos últimos años?»

Abrió los ojos, sorprendido.

«En la cárcel.»

Pregunté:

«Entonces es que has hecho algo malo, ¿no?»

Me dijo que tuvo la culpa de un accidente.

«No fue un accidente: Tú la mataste, maldito hijo de puta.»

Salí de la habitación y le di un puñetazo a la puerta del cuarto de baño: Volví otra vez y le dije que había vuelto a cambiar de opinión:

«Te voy a matar.»

Cómo me picaba la boca.

«Te voy a meter dos balas en la cabeza.»

Sonó el timbre del portal: Sandra Valero llegaba puntual: Cerré la puerta de la habitación.

«¿Quién es?»

Sandra Valero, en voz baja, dijo que era ella:

«Soy yo: Sandra.»

Llevaba puesto un vestido: Me acordé del polvo en el parque de Oporto y de sus bragas enredadas en un tobillo.

«Estoy muy contento de que hayas venido.»

En la mesa de la terraza había una botella de vino y un par de copas: No se me ocurrió nada por lo que brindar: Le dije que me gustaba disfrutar del silencio de la ciudad: Levanté la cabeza al cielo.

«El hongo de polución ha ocultado las estrellas.»

Le pregunté si acaso le había molestado que sacara el tema de las estrellas: Le dije que a lo mejor mi mención a las estrellas le había hecho pensar que le esperaba una velada romántica, de esas de vino y confesiones, cuando lo que realmente esperaba (con esa idea había venido a mi casa a las dos de la mañana) era que la subiera el vestido, le apartara un poco las bragas y me la follara en cualquier parte de la casa, no necesariamente en mi habitación. Sandra Valero se encendió un cigarrillo.

«La verdad es que no soy una mujer de vino y estrellas.»

Me fui a la cocina y serví dos vasos de Chartreuse: Memoricé bien cuál era el mío y cuál era el suyo: Sandra Valero se había quitado los zapatos.

«Tenía calor.»

Le propuse que inventáramos un brindis: Sandra Valero miró dentro del vaso.

«¿Me has echado algo que deba saber?»

Le dije que le había echado unas pastillas que me garantizaban que durante toda la noche sería la mujer más guarra de todo Madrid.

«Para eso no me hacen falta pastillas.»

Se bebió el Chartreuse de un trago y pidió más: Al final no brindamos por nada.

«¿Qué esperas de esta noche?»

Dijo:

«Espero que me lleves a la cama antes de que amanezca porque no sé si lo sabes pero mi novio está esperándome en casa.»

Me desabroché el pantalón y comencé a hacerme una paja mientras le miraba los pies: Le gustaba el movimiento y le gustaba cómo se me iba poniendo cada vez más dura: Mirando el baile de mi mano (me acordé de las gráciles bailarinas de Tchaikovsky) entornó los párpados y se quedó dormida: Su segundo vaso de Chartreuse se le derramó en el vestido.

—————————————

Autor: David Llorente. Título: Europa. Editorial: Alrevés. Venta: Amazon y Casa del Libro

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