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Canción triste de Asunción - Zenda
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Canción triste de Asunción

También las apariencias hacen lo que pueden por arrinconar la realidad. Si uno se dedica a buscar rincones dignos de visitar en Asunción, una ciudad en la que conviven alrededor de tres millones de personas, en todos los listados aparecerá inevitablemente en cabeza el llamado Palacio de López, que empezó a levantarse en 1860 y...

Existe una canción muy arraigada en el imaginario paraguayo que se titula Che pykasumi. Es una pieza tristísima escrita en guaraní, el idioma que hablaban los indígenas y que aún habla más de la mitad de la población del país. Pese a eso, y pese a que en 1992 la Constitución la señaló como la lengua oficial de la República junto con el español, no goza de muchas simpatías en las instancias gubernamentales, que la arrinconan o postergan casi siempre en beneficio del código lingüístico que importaron los conquistadores. Algo similar le ocurre a Paraguay en el contexto de América Latina, un continente que apenas presta atención a este territorio cuyo nombre, según algunas teorías, significa «río que origina un mar». Algunos dicen que esa indiferencia se originó tras la Guerra de la Triple Alianza —un conflicto que duró seis años, de 1864 a 1870, y en el que Brasil, Argentina y Uruguay, azuzados desde las bambalinas por el Imperio Británico, unieron sus fuerzas para arrasar a sus vecinos paraguayos— y otros se remontan para hallar su fundamento en la autonomía económica e ideológica del país que constituyó una de las razones del enfrentamiento. Sea como fuere, la única certeza es que Paraguay parece no importarle a casi nadie. Unas pocas horas después de mi llegada a la capital, en la puesta de largo de una exposición, me presentaron a un publicista argentino que se sorprendió mucho de encontrar a un español descubriendo América por el ángulo supuestamente equivocado: «Debés de ser la primera persona del mundo que viene a conocer el continente y empieza por Paraguay.»

También las apariencias hacen lo que pueden por arrinconar la realidad. Si uno se dedica a buscar rincones dignos de visitar en Asunción, una ciudad en la que conviven alrededor de tres millones de personas, en todos los listados aparecerá inevitablemente en cabeza el llamado Palacio de López, que empezó a levantarse en 1860 y cuyo interior acoge el despacho oficial del presidente de la República. Tanto el propio edificio como el entorno que lo rodea —unos jardines pulcros y ornamentados que alfombran el acceso hasta su entrada principal, una trasera plagada de ventanales que observan de cerca el curso del río Paraguay— componen una estampa digna de figurar en cualquier postal turística, pero sólo hay que alejarse unos pocos metros para constatar que el oropel trata de esconder con su relumbrón sombras que se resisten a ceder ante el engaño. Un pequeño parque contiguo al complejo presidencial lleva el nombre de plaza de los Desaparecidos y recuerda a las víctimas del militar Alfredo Stroessner. Fue la suya la dictadura más longeva de toda Sudamérica —se inició el 15 de agosto de 1954 y duró treinta y cinco años— y también la última en extinguirse. El 3 de febrero de 1989, el tirano fue derrocado tras una insurrección militar y tuvo que exiliarse en Brasil, donde moriría en 2006. Su memoria, sin embargo, está tan presente que, a pocos metros del recoleto espacio ajardinado donde unas placas van evocando los nombres y apellidos de los disidentes cuyo rastro se desvaneció bajo su mandato, hay un busto que homenajea a un almirante peruano y en cuya placa una elogiosa mención a Stroessner indica que en Paraguay persisten tensiones que no le resultan en absoluto ajenas al español que llega y no tarda en establecer paralelismos que preferiría no advertir.

"Asunción es una una ciudad que a fuerza de desencantos y maltratos ha aprendido a hacer su vida al margen de sus dirigentes"

Que Stroessner dirigiera los rumbos del país desde el mismo Palacio de López en cuyas proximidades se recuerda a sus desgraciados opositores, que unos pasos más allá el eco de su existencia aún resuene con honores, es el síntoma de un desequilibrio histórico que se solapa con otra disonancia, la que alberga en su misma esencia una ciudad que anhela convertirse en urbe emergente por uno de sus extremos mientras el otro desmiente esa vocación a golpes de realidad. Cuando el viajero llega a Asunción por la autopista que la conecta con el aeropuerto, lo primero que contempla son unos esbeltos rascacielos que se alzan en lo que ahora llaman Nuevo Centro y que pretenden ser un émulo de City, la hoguera donde arden las vanidades de ese Paraguay al que los indicadores macroeconómicos señalan como un país emergente dentro de América Latina. Muchos dicen que esa Asunción es una Asunción de mentira, una fantasmagoría diseñada para seducir a posibles inversores y no para abrir nuevos canales de expansión a la convivencia ciudadana. La ciudad real se encontraría en el polo opuesto, es decir, sobre el montículo contiguo al río en el que el español Juan de Salazar fundó en 1537 el fuerte militar de Nuestra Señora. La plaza a la que da nombre el conquistador es, justamente, un espacio que sobrecoge por definitorio, dado que en él se escenifica un contraste cuya brutalidad impacta de manera inevitable en la boca del estómago de quienes llegamos desde el otro lado del océano. A un lado se encuentra la catedral —pequeña, fea y descascarillada— y frente a ella se levanta la moderna mole del Palacio Legislativo, junto a un aparcamiento de lujo concebido para que los diputados estacionen sus vehículos sin mayores riesgos. Los otros dos extremos están ocupados por el edificio del Cabildo y por dependencias policiales. Nada demasiado extraño ni particular si no fuera porque, en el mismo centro de la plaza, un inmenso poblado chabolista acoge a cientos de desheredados que malviven en esas casetas de tablones corroídos con la desesperanza propia de quienes deben asumir que su destino no es otra cosa que condena. La desazón que causa asistir al grotesco espectáculo que ofrecen todas las vertientes del poder observando por encima del hombro a la miseria no hace más que incrementarse cuando uno escucha que las chabolas las promueve el propio Estado para realojar en ellas a los pobres que tienen que abandonar las tierras más próximas al río cada vez que éste se desborda, lo que convierte el lugar —en el que una estatua recuerda al español Salazar o más bien pretende recordarlo, porque pocas personas se acercan a contemplar su efigie inmortalizada— en el foco de un curioso fenómeno que podríamos definir como chabolismo de protección oficial, aunque quizá sea más atinado hablar de surrealismo trágico. Es, en cualquier caso, el resumen perfecto de una ciudad que a fuerza de desencantos y maltratos ha aprendido a hacer su vida al margen de sus dirigentes y se lanza cada día a la calle sin otra misión que sobrevivir ni más religión que la de la resistencia.

Tal vez sea ésa la causa de que las calles de Asunción destilen melancolía. Se huele en los andares calmos de sus vecinos y se palpa en cada paso que uno da por sus aceras bacheadas y sus calzadas polvorientas, en los edificios de aire colonial repletos de desconchados y en aquellos otros que se empezaron a levantar en épocas recientes y que han quedado irremediablemente inconclusos, en los autobuses viejísimos que cruzan la ciudad de punta a punta con su oxidada prestancia y en los vendedores que instalan sus casetas en los parques por ver si el día se da bien y obtienen un dinero que les permita comer caliente. El escritor Rafael Barrett, a quien Paraguay reserva un lugar de privilegio en su panteón de glorias literarias, consignó que «la prosperidad social exige iguales condiciones». Es evidente que eso está lejos de cumplirse en un país donde el sueldo de un profesor universitario apenas alcanza los trescientos euros mensuales y muchos niños tienen que contribuir a la economía familiar vendiendo por las carreteras las frutas que ellos mismos acaban de recolectar. Y pese a todo, la vida se logra abrir camino en la conciencia de una sociedad donde los jóvenes poetas alquilan casas abandonadas para celebrar tertulias literarias o los parques se engalanan para celebrar por todo lo alto la llegada de la primavera. Hay una vitalidad que uno no sabe si nace de la voluntad de luchar contra el derrotismo o si es, por el contrario, una reacción inesperada que surge tras constatar que lo más probable es que casi nada tenga arreglo. Es la energía que fluye en las esquinas más insospechadas y que se concreta en los acordes de una canción rasgada a la guitarra, en la carcajada insolente de un anciano que abandona el almacén tras finalizar la cháchara con la dependienta, en las barras atestadas de los bares donde se despachan empanadas chilenas y choclo y pastel de yuca, en el suave bullicio matutino de la calle Palma, en los excursionistas que llegan desde otros puntos del país y visitan el Panteón Nacional de Héroes —una curiosa réplica a escala del Domo napoleónico cuyo espacio noble no está presidido por la tumba de algún personaje de postín, sino por el sepulcro que homenajea al soldado desconocido—, en las familias que alivian el tedio del fin de semana saliendo a pasear por la Costanera, en los rebaños de escolares que caminan juntos de regreso a sus casas, confiados, ellos sí, en un porvenir que, como está demasiado lejano, aún parece factible.

"No se hace difícil ir tomándole cariño a esta ciudad que gana al visitante sin estridencias ni sobreactuaciones, dejando simplemente que se acople al transcurrir lento y resignado de sus días"

No hay en Asunción alardes monumentales, y si uno se encarama a las alturas para obtener una visión global se encuentra con un bosque de torres de estética dudosa y concreción irregular que entorpecen más que muestran. Pero el desánimo que uno siente al internarse por primera vez en la ciudad va mutando a medida que se convierten sus esquinas en hábito y lo que empezó siendo extrañeza muta de manera imperceptible hacia la familiaridad. Las calles inhóspitas de la llegada adoptan entonces la apariencia de refugios confortables, y hasta los rincones desaconsejados se transforman en horizontes propicios para la exploración al sol de la mañana dominical o en los preludios del crepúsculo que a media tarde va oscureciendo unos predios en los que la tierra es rojiza y los limones, naranjas. No se hace difícil ir tomándole cariño a esta ciudad que gana al visitante sin estridencias ni sobreactuaciones, dejando simplemente que se acople al transcurrir lento y resignado de sus días, al ritmo pausado de una canción triste susurrada por la brisa que llega desde el río y cuya melodía habla de guerras perdidas y futuros aplazados por los que nadie aguarda. Son esas luces y esas sombras las que provocan que quien llegó a Asunción desconociéndolo todo sobre ella termine asumiendo como propios sus desasosiegos. Tenía razón Marcelo, el publicista argentino que en mi primera noche en la ciudad advirtió mi extravagancia viajera, cuando quiso prepararme para lo que en aquel momento parecía imposible: «En Asunción se llora dos veces: la primera, al llegar; la segunda, al irse.»

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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