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La cisterna - Zenda
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La cisterna

Si nadie tocara la pieza, si quedara tal y como está ahora, nada pasaría pero la chica que viene a limpiar y planchar la ropa debe toquetear a su albedrío, con ese impulso frenético y alocado que conlleva la juventud (y las prisas, y la desgana, o el quitarse todo de encima lo antes posible)....

Nunca sé si el ruido terminará o se prolongará durante toda la noche. La cisterna no está bien ajustada, he de mover la cubierta de cerámica a un lado u otro hasta dar con en el enclave adecuado por casualidad. Tiro de la cadena (apenas quedan cuerdas de estopa, metálicas o similares), es decir alzo la pieza metálica y brillante que debe abrir la espita que permite que salga el agua almacenada, pero como ésta ya se ha ido colando a su libre albedrío apenas queda, con lo que la operación parece ridícula.

Si nadie tocara la pieza, si quedara tal y como está ahora, nada pasaría pero la chica que viene a limpiar y planchar la ropa debe toquetear a su albedrío, con ese impulso frenético y alocado que conlleva la juventud (y las prisas, y la desgana, o el quitarse todo de encima lo antes posible).

"Así que estoy a merced del capricho de la cisterna. En mitad de la noche, cuando me desvelo y he vuelto del baño, espero en el ombligo del silencio hasta que el agua llegue al nivel previsto con una inquietud que me despeja"

Así que estoy a merced del capricho de la cisterna. En mitad de la noche, cuando me desvelo y he vuelto del baño, espero en el ombligo del silencio hasta que el agua llegue al nivel previsto con una inquietud que me despeja. Me parece ridículo. Puede que más de una vez me haya quedado dormido esperando el desenlace, pero no siempre. Y ahora no sabría decir si ese molesto ruidillo, ese perturbador murmullo se prolonga más allá de la realidad, si continúa en mis sueños (no ya sólo en los de esta noche sino en las siguientes o pasadas), si se ha incorporado ya a esa lista de manías o preocupaciones que me van asfixiando la vida cotidiana convirtiéndola cada vez más en una retahíla de miedos y alucinaciones que si bien rompen cualquier monotonía pueden acabar con mi ya menguado juicio.

No hay que desdeñar la situación con displicencia, pues si no he logrado cerrar la válvula en cuestión, alguna vez, harto ya de tantas pruebas, tiré la toalla y me volví a la cama desesperado, con el consiguiente sobresalto que dificulta conciliar el sueño, me arropé hasta cubrir la cabeza con el edredón y hasta me puse una almohada encima. Mientras, el agua seguía manando y manando sin control hasta llenar la cisterna, hasta que se desbordó y luego siguió cayendo al suelo, lentamente, empapando primero la tela que hace de alfombrilla, extendiéndose por el suelo del mínimo cuarto de baño, conquistando centímetros del pasillo, desparramándose hacia la pequeña habitación donde duermen los invitados, ganando el suelo del cuarto de baño de Rebeca, apoderándose del suelo de mi dormitorio. Sueño que me levanto —por cualquier otra pesadilla, porque tengo sed, porque tengo que desahogarme otra vez— y piso el suelo encharcado, camino en la noche sobre la tarima de dos dedos de agua, soy un zombi que no siente ni el ruido de la cisterna ni el chapoteo que producen mis pies con el agua (sin duda fría, fresca, viva, vigorosa, ansiosa por ir apoderándose de cada vez más estancias, hambrienta por escalar centímetros en las paredes, por colarse por alguna rendija y explorar el techo del piso de abajo, una lenta, discreta y silenciosa revolución que horada las viviendas de gente de orden, discreta, amable, ahorradora, que observa tanto los impuestos  como cualquier otra ordenanza municipal.

"De nada sirve leer o ver una película; tampoco recordar mi adolescencia, algún viaje o imaginar que con mis alas sobrevuelo ciudades"

La solución puede estar en no volver a usar el inodoro, en clausurar esa dependencia, favorecido además por la ausencia de Rebeca durante dos meses: apenas faltan 17 días. Si he aguantado meses, esas dos semanas y algo no pueden ser un problema grave. Incluso podría dejar de beber agua, refrescos y cualquier fruta, que tanto líquido contiene. Y una vez que viva solo, bloquear de algún modo (el portero sabrá cómo) la puerta para que no pueda abrirla si me levanto sonámbulo, que no sé si ya pertenezco a esa oscura y peligrosa cofradía.

Pero eso será luego, a partir de mañana; antes tengo que pasar esta noche, y como disfruté de una siesta prolongada seguro que no me dormiré hasta dentro de cuatro horas, aturdido como estoy dándole vueltas a esta incomodidad. De nada sirve leer o ver una película; tampoco recordar mi adolescencia, algún viaje o imaginar que con mis alas sobrevuelo ciudades, montañas por las que andaba sin agobios hasta hace poco, adentrarme en el salón y las habitaciones de familias vecinas, viajando libre por el tiempo (ahora niño, luego joven, más  tarde padre y así, en un zigzag caprichoso pero también inservible).

Todo, me digo a veces, es fantasía. No sé si vivo en un sueño o en la realidad. Sí, puede que sólo sea un sueño; deseo que sea sólo un sueño, no pienso pellizcarme, soy un pájaro que atraviesa los años, que se sumerge en las aguas de los tiempos y sale seco de cualquier aventura. Soy ingrávido; mudo, pero ingrávido. Aún no puedo colarme en la inteligencia de los otros, todavía no soy invisible, necesito picotear en plazas y jardines, no sé escribir ni arreglar cisternas. Todavía.

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Diría con más certeza que dudas, y a sabiendas de que puedo estar abducido por extraños pensamientos, ensimismado por algún un delirio inexplicable, que el agua que levemente se filtra silba, a su modo, en horas nocturnas con una melodía que ningún metrónomo ha oído jamás. Por encontrar algún paralelismo aproximado, podría asemejarse a ese lánguido susurro que la puerta del fondo de la casa afina cuando cruzo su umbral. Ese delicadísimo aleteo que produce mi cuerpo a su paso junto al gozne levanta un quejido tan misterioso que no he conseguido descifrar. Ni lo he pretendido con ahínco, no sea que desate el enfado de un oscuro presagio.

"Quizá confunda el silbido de la cisterna y el ulular de la puerta con el llanto desesperado y tímido del perro que habita en el piso superior y al que aún no he visto"

No me he atrevido a comentarlo a amistad alguna, no sea que tuerza el gesto y vuelva a ser motivo de una nueva sospecha que socave su confianza y sea comunicada a algún médico que ordene mi internamiento, como ocurrió con el galeno del cuento de Chéjov (quien por acercarse humanitariamente a las preocupaciones de sus pacientes acabó siendo internado y para siempre en una celda y, para mayor seguridad y aún tranquilidad de sus pares, fue amordazado y envuelto en una camisa de fuerza para que tal ejemplo cundiera como escarmiento entre la grey de aquel sanatorio psiquiátrico de algún arrabal de una desconocida población de Siberia, creo recordar).

Quizá confunda el silbido de la cisterna y el ulular de la puerta con el llanto desesperado y tímido del perro que habita en el piso superior y al que aún no he visto. No sé su tamaño ni su raza, tan solo que al filo de las diez de la noche entra a tropel por la casa, o sale de ella como espíritu en pena en pos de una bocanada de aire contaminado necesaria para su débil respirar.

Esto ya no sé si me lo digo, si lo sueño o si ocurrió hace tiempo y ahora lo recuerdo. Puede que también sea fantasía, que todo lo imagine, quizá desde la cama de un hospital, puede que hasta de Siberia.

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Manuel Llorente

Periodista, redactor jefe de Cultura de El Mundo. Autor de dos libros de poemas: Desmesura y Si la palabra fuera un espejo. @llorente_manu

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