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Talento y oficio de un periodista, de Javier Ortiz - Zenda
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Talento y oficio de un periodista, de Javier Ortiz

Talento y oficio de periodista (Mikel Iturria, edit.), publicado por la editorial FOCA, es un libro que no solo rinde homenaje a un periodista rara avis, uno de esos que no tienen reparo en poner el dedo en la llaga, sino que es también un homenaje al periodismo independiente, a los periodistas que se enfrentaron...

Talento y oficio de periodista (Mikel Iturria, edit.), publicado por la editorial FOCA, es un libro que no solo rinde homenaje a un periodista rara avis, uno de esos que no tienen reparo en poner el dedo en la llaga, sino que es también un homenaje al periodismo independiente, a los periodistas que se enfrentaron al poder y no callaron, cuando callar era la opción más sencilla. Javier Ortiz era un periodista alejado de la desidia burocrática, con pasión por su oficio, con tendencia a la rebeldía y con la pluma en ristre cargada de principios éticos y análisis mordaces.

Zenda publica cuatro de los artículos de Javier Ortiz.

Sueño con Jamaica

Sueño con Jamaica. Estoy sentado detrás de una mesa negra, rodeado de papeles, delante de una pared de la que cuelgan fotografías de desolación y soledad, entre proyectos de artículos y pilas de opinión que me reclaman. Y estoy volando hacia Jamaica.

La pantalla de fósforo verde me mira adusta. Me está pidiendo impaciente su ración cotidiana de formatos y de claves. Pero hoy –¿qué me pasa?– sólo veo en ella reflejos de espuma blanca sobre un mar de azul intenso. Un mar bajo el sol: bajo ese fiero sol de pasión que ilumina eternamente el puerto de Kingston, en Jamaica.

Sueño con Jamaica. Jamaica es una isla (no sé por qué os lo cuento, si ya lo sabéis); Jamaica es una isla primitiva, anárquica y bellísima, con casas de hojalata que desembocan en largas playas de arena fina y blanca. En Jamaica todo está por hacer, y uno puede vivir con la esperanza en la punta de los dedos, pensando que todo es aún posible y que el futuro existe. Y las gentes son sencillas, y sus sentimientos, espontáneos y directos, y hasta los asesinos son capaces de explicar lo que hacen sin recurrir a teorías sociológicas o sesudos estudios de mercado: matan –ya veis, qué cosas–, y matan porque odian y porque aman, y eso es todo, y nadie le da más vueltas.

En Jamaica, el tiempo no cuenta apenas nada. La gente es tranquila e impuntual, y muy pocos son los que admiten que les impongan una cita: ellos quedan y, al final, aparecen, pero no miran el reloj ni se preocupan por horarios.

Sueño con Jamaica, y en la Jamaica en la que yo sueño nadie se levanta la voz, y el ruido es sólo algarabía callejera, y los policías no dan miedo, aunque asusten un poco con los ruidosos piropos que lanzan a las muchachas que circulan en bicicleta y a las que el aire levanta sus faldas de mil colores.

Tal vez esa Jamaica en la que estoy soñando no exista. Tal vez esto que os estoy contando sea sólo el fruto de películas y carteles de turismo asomados a los escaparates de las agencias de viaje.

Nunca he estado en Jamaica, y es probable que nunca la vea. Me da igual. Mejor que sea así.

Mi Jamaica, esta Jamaica en la que hoy sueño, me vale porque es quimera, porque ocupa el espacio del no-aquí, porque me ayuda a imaginar que podríamos ser otros.

Y sueño, y me voy a Jamaica para mejor sentir mi distancia ante lo que veo: calles grises, gente triste. Y sueño con Jamaica para reclamar de mí más alegría, para pensar que todos podemos romper con todo, que somos capaces de no acudir puntuales a las citas, de reírnos de los estudios sociológicos que explican la muerte, de creer que el porvenir que nos espera no está condenado a ser de por vida un tiempo para el llanto.

Jamaica o muerte. Venceremos.

Viñeta publicada por Ricardo y Nacho en El Mundo con motivo del falllecimiento de Javier Ortiz.

Pepe Rei

Veamos los antecedentes: 1) Pepe Rei trabaja en Egin –o, mejor dicho: lo hacía, hasta que lo metieron en la cárcel–; 2) Egin es un periódico legal, pero en Egin, como es sabido, hay no poca gente que simpatiza con ETA; 3) Pepe Rei lleva años dedicado a estudiar las cloacas de la clase política vasca: el negocio de la adjudicación ilegal de licencias para la explotación de máquinas tragaperras, los servicios especiales –especialísimos– de la Ertzaintza, sus conexiones atípicas con el PNV –recuérdese el «pinchazo» a Garaikoetxea–, el submundo del tráfico de droga y su vinculación con determinados miembros de la Seguridad del Estado…; y 4) la Policía encontró varios documentos aparentemente resultantes de las investigaciones de Pepe Rei en poder de un miembro de ETA.

De estos elementos, un juez de la Audiencia Nacional ha deducido que es posible que Pepe Rei haya colaborado con ETA. En vista de lo cual, ha ordenado su detención y decidido su ingreso en prisión sin fianza. ¿Alguna prueba de que haya sido él quien hizo llegar a ETA esos papeles? Ninguna conocida. ¿Puede el juez probar que no fue otra persona la que lo hizo sin que él se enterara? A lo que parece, no. O sea: que Pepe Rei ha sido encarcelado, según todas las trazas, en razón de una mera conjetura. A lo que sólo le encuentro una explicación: que trabaja en Egin, y eso lo convierte automáticamente en sospechoso.

No hace falta bucear gran cosa en la Historia para toparse con casos en los que alguien (Alfred Dreyfus, Joe Hill, Nicola Sacco, Bartolomeo Vanzetti) ha sido juzgado y hasta condenado a partir de pruebas exclusivamente circunstanciales, que los tribunales consideraron suficientes porque el acusado aparecía vinculado a una causa maldita: judaísmo, anarquismo, terrorismo. En España, sin ir más lejos, hace apenas unos años el periodista Xavier Vinader tuvo que huir a Londres porque querían meterlo en la cárcel tras haber publicado en Interviú las andanzas de un individuo contra quien ETA atentó a continuación.

La teoría ésa, tan en boga, de que «algunos periodistas señalan con la pluma a aquellos a quienes los terroristas matan más tarde» es aberrante. El periodista tiene la obligación profesional y ciudadana de denunciar la corrupción. En donde sea. En donde pueda.

Pepe Rei lleva 50 días en la cárcel y los sedicentes adalides de la libertad de expresión en este país no han dicho aún esta boca es mía. ¿A qué se debe el silencio de las asociaciones de periodistas, incluida la reciente y beligerante Asociación de Escritores y Periodistas Independientes (AEPI)? ¿Es que se han estudiado el dosier y consideran que es justo que esté encarcelado? ¿O es que temen contaminarse con la defensa de un periodista de Egin?

Es la libertad de expresión, no la línea editorial de Egin, lo que está aquí en juego. O hay pruebas contra Pepe Rei o no las hay. Y si no las hay, debe ser puesto de inmediato en libertad. Trabaje para Egin o para el sursum corda.

No son ilegales

Lo explican así: se trata de personas que entran en España ilegalmente, a veces incluso con documentación falsa, y que alegan una persecución política inexistente. El Estado español se limita a protegerse cuando los expulsa de sus fronteras.

Pero el asunto no es tan simple. Para entender el actual fenómeno de inmigración ilegal procedente de África es necesario remontarse en el tiempo y considerar cómo fue la colonización europea de ese gran continente. Hay que recordar cómo las grandes potencias europeas irrumpieron manu militari en unas realidades sociales rudimentarias que, mal que bien, subsistían de acuerdo con su medio natural. Los colonizadores acabaron con las estructuras económicas locales. Impusieron su modo de vida y sus códigos de conducta. Corrompieron a los indígenas menos escrupulosos y les enseñaron a proteger a tiros su esfuerzo de intensivo pillaje de materias primas y otras riquezas.

Con el paso del tiempo, llegó el momento en que África dejó de ser negocio, en parte porque las materias primas fueron agotándose y en parte porque se hizo posible producirlas industrialmente en las propias metrópolis a precio más bajo. Las potencias europeas fueron abandonando África dejando tras de sí amalgamas sociales sin la menor articulación, seudo-Estados de fronteras trazadas con regla y tiralíneas y castas dominantes sin más preparación que la necesaria para disparar contra quien no se inclinara ante sus caprichos.

El resultado fue el único que podía darse: miseria a manos llenas y, como única alternativa, el caos. Un caos que a las grandes potencias del mundo desarrollado les interesó sólo como mercado: ya que muchos caciques del poscolonialismo se mostraban dispuestos a masacrarse entre sí, ¿por qué no venderles las armas necesarias para ello?

África es hoy, en su mayor parte, un continente imposible. Donde no impera una dictadura intolerable, reina la hambruna. Donde las más terribles enfermedades no diezman a la población, arrasan crueles guerras tribales. ¿Cómo reprochar a las víctimas de ese escenario de horror que quieran huir de él?

«Vienen con papeles falsos». ¿No será porque nadie se los da buenos? «No son perseguidos políticos». ¿Y a qué le llaman ustedes política? ¿No tiene hondas raíces políticas el sufrimiento del que escapan? «Violan nuestra Ley de Extranjería y la normativa europea». Sin duda. Pero ¿son realmente justas esas leyes? ¿Es decente que Europa, que cavó el pozo en el que se hunde África, se lave las manos ahora?

El único modo justo de mitigar el problema de la emigración ilegal es ayudar intensivamente al desarrollo equilibrado de África. No sería limosna, sino pura y simple reparación. Pero Europa –España incluida– se niega a ello: no suelta ni siquiera el miserable 0,7 por 100 al que se comprometió por escrito.

No son ilegales. Qué estupidez. Las personas nunca son ilegales: tan sólo los actos pueden serlo. Y, si de juzgar actos se trata, su intento de inmigrar ilegalmente tiene muchos atenuantes. Muchos más que la actuación desaprensiva de quienes los expulsan a patadas.

Los otros mártires

La Iglesia católica venera a sus mártires. Lo volvimos a comprobar el pasado fin de semana. ¿Alguien sabía del Pelé, ese gitano aragonés que fue fusilado por los rojos, según dicen, durante la Guerra Civil española? Pues se ve que sí: algunos lo conocían, y han rescatado su memoria del túnel del tiempo, y han beatificado su nombre.

Hay quien reprocha a la Iglesia católica que suba a los altares a los de un solo bando. ¿Y por qué no habría de hacerlo? Homenajea a los suyos. Haga cada cual lo mismo en su propio bando.

El pasado 1 de mayo murió el cineasta sueco Bo Widerberg. Hombre de ideario socialista, Widerberg rodó a comienzos de los setenta una película en la que relató la agitada historia de un insigne mártir de la clase obrera: Joe Hill.

Joe Hill –en realidad llamado Joseph Hillstrom– fue un emigrante sueco que marchó a los Estados Unidos a comienzos de siglo, dispuesto a trabajar en cualquier cosa. Cuando llegó a Nueva York, no tenía una elevada conciencia social, pero sí una enorme sensibilidad: enfrentada a la dura realidad que vivía por aquel entonces la clase obrera norteamericana, se volvió revolucionario. Se afilió al sindicato libertario Industrial Workers of the World, uno de los más activos de la época. Aficionado a la música, descubrió que el mensaje radical de los llamados wobblies llegaba más fácilmente a los trabajadores si lo convertía en canciones. Compuso decenas de ellas: en favor de la revuelta obrera, en contra de los esquiroles, en defensa de las mujeres… Conozco algunas, rebosantes de humor corrosivo, grabadas posteriormente por Woody Guthrie, Pete Seeger y otros ilustres folk singers. Hill recorrió incansable muchas zonas industriales, cantando sus canciones de lucha en los tajos, en las plazas de los pueblos y en las puertas de las fábricas.

La Policía seguía atentamente sus pasos. Fue detenido y golpeado en varias ocasiones. En cuanto lo ponían en libertad, volvía a la carga, armado con su guitarra. En enero de 1914, en medio de una impresionante huelga en Salt Lake City, fue arrestado y acusado del asesinato de un comerciante. Le montaron un juicio-farsa y lo condenaron a muerte. Hill se negó a defenderse: alegó que en el momento del crimen se encontraba con una mujer casada cuyo honor no podía comprometer. Fue hombre de principios hasta en eso.

Hubo una gran campaña internacional reclamando que no se ejecutara la sentencia, pero no sirvió de nada: Joe Hill fue fusilado en Utah el 19 de noviembre de 1915. 30.000 personas asistieron a su funeral en Chicago, pese a que él había dejado escrito: «No perdáis el tiempo en funerales. Organizaos».

Sus cenizas fueron enviadas por correo y esparcidas en cientos de lugares de todo el mundo.

La Iglesia católica tiene sus mártires. Pero algunos no católicos también tenemos mártires, muertos por nuestra fe. Los veneramos en el altar de nuestros corazones.

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Autor: Javier Ortiz (edición de Mikel Iturria). Título: Javier Ortiz: Talento y oficio de un periodista. Editorial: FOCA. VentaAmazonFnac y Casa del Libro.

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