Los suizos de Zúrich saben cómo despedirse del invierno. Decirle adiós al frío y anticipar el verano con la mirada del pensamiento mágico que hace sus propias cábalas. Cuando vivía en Ohio, a mediados de los noventa del siglo pasado, recuerdo bien el día en que los granjeros buscaban a la marmota justo en mitad del solsticio del invierno para preguntarle cuántas semanas más quedaban de frío infernal en esas llanuras del medio oeste estadounidense. Todos querían interpretar las señales ocultas tras los gestos de la pobre marmota somnolienta que no entendía bien aquella expectación de ríos de gente llegando a su guarida con cámaras de televisión y ganas de juerga. En las noticias se teorizaba sobre la marmota y el sentido del tiempo y los más fundamentalistas trataban de sumar adeptos a esta acientífica celebración folclórica comprometiéndose a regresar al siguiente año.
Imaginar el final del tiempo helador es siempre una alegría, poder pensar en la primavera o en el verano es motivo de júbilo en muchísimas culturas. Y los habitantes de Zúrich saben idear la mejor escenografía para celebrar la ocasión y hacer que la ciudad se vista de gala y todos salgan a la calle. Y yo eso no me lo podía perder, y no me importaba llegar arrastrada e insomne de un viaje transatlántico, haber cruzado el Mississippi desbordado por las lluvias y el deshielo y estar cansadísima de esperar en los aeropuertos a que los aviones estuvieran listos para el despegue. En el aire todos los pensamientos se disuelven, y en mi caso había volado temblorosa y francamente asustada, porque el avión parecía bailar la conga. Aquel aparato gigantesco se agitaba por el impacto de dos fuertes chorros de aire distintos que golpeaban sus costados. Eran tramos de varios minutos hasta que el avión tomaba altura para tratar de salir de aquellos remolinos, y todos los pasajeros estábamos asustados, aunque lo disimuláramos con esa sonrisilla nerviosa que uno comparte con la persona de al lado cuando no sabe bien qué decir.
Al aterrizar en Zúrich recuperé la alegría, y en seguida me olvidé del mal trago y el nerviosismo de los vaivenes en el aire, y volví a evocar la magia que motivó aquel viaje relámpago. Volvía de la conferencia de ICAF (International Comic Arts Forum), que este año se celebró en la Universidad de St. Ambrose, Iowa, donde pude hablar de los cómics de Max y Sergio García y de la creatividad en el espacio del museo. Me había encontrado con artistas que adoro, con colegas que admiro y son grandes estudiosos de los cómics, con antiguos alumnos que ahora son profesores y de los que me siento orgullosísima, con estudiantes prometedores que harán carreras formidables… Había estado con la santa hermandad de los que amamos los cómics, llenándome de su energía después de renovar mi juramento de lealtad absoluta al noveno arte. Los cómics le dan sentido a mi existencia profesional y llegaba con ánimo risueño a un Zúrich que se despedía del invierno. Era el segundo lunes del mes de abril y habían hecho una inmensa hoguera en la plaza y estaban desfilando con caballos, y eso tenía que verlo.
Bajé corriendo hasta la Sechseläutenplatz, el lugar donde habían montado una gran pira de madera de varios metros de altura, justo era la gran plaza que daba al teatro de la ópera cerca del lago. Todo estaba llenísimo de gente, y ya desde lejos podía ver una columna de humo y llamas gigantescas tratando de alcanzar a lo que aparentaba ser un triste muñeco de nieve colocado en lo alto de aquella estructura que ardía. Sonaban las campanas de las iglesias, había una mezcla curiosa de niños subidos a escaleras, jóvenes bebiendo cerveza y personas vestidas de otra época desfilando. Y el triste muñeco me daba una pena inmensa porque me recordaba a los muñecos de nieve de los dibujos animados que temen al calor y no quieren derretirse. También me acordé de las galletas de jengibre con forma de muñeco aceptando resignadas su condición de dulce alimento mientras los dientes de los niños las mordisquean. Se estaba mezclando en mi cabeza la iconografía navideña americana con aquel fuego purificador suizo que anunciaba la primavera, y antes de que pudiera seguir compadeciéndome de aquella pobre figura que ardía, su cabeza explotó y todos gritaron jubilosos. La muerte estrepitosa de aquel muñeco llamado Böögg pronosticaba cómo sería el verano, y las mujeres y las niñas repartían flores, y había grupos de jinetes dando vueltas alrededor de la plaza. Era un desfile larguísimo con todo tipo de gremios que representaban diferentes épocas. Portaban orgullosos sus banderas y tocaban sus instrumentos ofreciendo una mezcla ecléctica de estilos y bandas que recordaban unas veces la edad media, y otras los cuentos de hadas del siglo XVIII con doncellas enamoradas. Había curtidores, hombres con sombrero de copa, pajarita y elegantes chaquetas, chavales con gorra y chaleco a cuadros, niñas y mujeres con tocados de trenzas y flores, vestidas de largo con faldas de tutú que les daban forma redondeada, carritos y cestas con flores, mandiles, lanzas medievales y pantalones bombachos.
Después de varias horas, en las calles se mezclaba el olor a cuadra que dejan los caballos con el humo de la madera quemada. Los espectadores y miembros de las cofradías recogían sus cosas y se retiraban a las tabernas a seguir brindando por la primavera y el sol. Los niños debían irse ya a sus casas porque era lunes y al día siguiente tenían colegio. Solo quedaban los caballos pacientes atados a las máquinas medidoras del tiempo de los aparcamientos, los elegantes caballos resoplando cansados habían aguantado el jolgorio y la música intensa de las trompetas, clarinetes, flautas y tambores, y se miraban en el reflejo de los escaparates esperando por sus jinetes. La ciudad de Zúrich, que casi nunca pierde la compostura, parecía sumar todas las leyendas de sus gremios en un solo día. Me dijeron que este año el verano sería bueno, que la cabeza del Böögg había explotado muy rápido. La primavera comenzaba a bombear el corazón de la ciudad y yo la contemplaba somnolienta y con jetlag, curiosa y cansada, contenta con la oportunidad de ver a Zúrich arropada por la exaltación de dos celebraciones condensadas en una sola tarde: la de los gremios desfilando ufanos y la del infeliz Böögg ardiendo en su desdicha.
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