Un hombre silencioso y misterioso acude con regularidad a un café, donde, tras ejecutar su meticulosa rutina, dice: «Ojalá te mueras». Nadie parece saber a quién se dirigen estas palabras.
Maravillas de la voluntad, un cuento de Octavio Paz
A las tres en punto don Pedro llegaba a nuestra mesa, saludaba a cada uno de los concurrentes, pronunciaba para sí unas frases indescifrables y silenciosamente tomaba asiento. Pedía una taza de café, encendía un cigarrillo, escuchaba la plática, bebía a sorbos su tacita, pagaba a la mesera, tomaba su sombrero, recogía su portafolio, nos daba las buenas tardes y se marchaba. Y así todos los días.
¿Qué decía don Pedro al sentarse y al levantarse con cara seria y ojos duros? Decía:
—Ojalá te mueras.
Don Pedro repetía muchas veces al día esa frase. Al levantarse, al terminar su tocado matinal, al entrar o salir de casa —a las ocho, a la una, a las dos y media, a las siete y cuarto—, en el café, en la oficina, antes y después de cada comida, al acostarse cada noche. La repetía entre dientes o en voz alta, a solas o en compañía. A veces solo con los ojos. Siempre con toda el alma.
Nadie sabía contra quién dirigía aquellas palabras.
Todos ignoraban el origen de aquel odio. Cuando se quería ahondar en el asunto, don Pedro movía la cabeza con desdén y callaba, modesto. Quizá era un odio sin causa, un odio puro. Pero aquel sentimiento lo alimentaba, daba seriedad a su vida, majestad a sus años. Vestido de negro, parecía llevar luto de antemano por su condenado.
Una tarde don Pedro llegó más grave que de costumbre. Se sentó con lentitud y en el centro mismo del silencio que se hizo ante su presencia, dejó caer con simplicidad estas palabras:
—Ya lo maté.
¿A quién y cómo? Algunos sonrieron, queriendo tomar la cosa en broma. La mirada de don Pedro los detuvo. Todos nos sentimos incómodos. Era cierto, allí se sentía el hueco de la muerte. Lentamente se dispersó el grupo. Don Pedro se quedó solo, más serio que nunca, un poco lacio, como un astro quemado ya, pero tranquilo, sin remordimientos.
No volvió al día siguiente. Nunca volvió. ¿Murió? Acaso le faltó ese odio vivificador. Tal vez vive aún y ahora odia a otro. Reviso mis acciones. Y te aconsejo que hagas lo mismo con las tuyas, no vaya a ser que hayas incurrido en la cólera paciente, obstinada, de esos pequeños ojos miopes. ¿Has pensado alguna vez cuántos —acaso muy cercanos a ti— te miran con los mismos ojos de don Pedro?
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