Prólogo de Dispara a la luna, de Reyes Calderón, novela ganadora del Premio Azorín 2016.
Comisaría de Bron, región de Ródano-Alpes, Francia. 10 de diciembre
1
Si formularan las preguntas oportunas, me vería obligada a responderlas. Por suerte, los agentes de la gendarmería francesa se empecinan en hacerme revelar datos que ignoro. Quieren saber qué relación tenía con el hombre cuyo cuerpo acaban de localizar en el número 30 de la calle de L’Humanité, junto a la chimenea. Ni siquiera tengo que mentir: la verdad absoluta es que no sé quién es. En mi deficiente francés, expongo que ni tengo ni nunca he tenido relación alguna con el difunto, de quien, por desconocer, desconozco hasta el nombre.
Estoy esposada con ambas manos a la espalda, en pie en medio de la sala, a dos pasos del cadáver, al que, a la espera de la llegada del furgón del anatómico forense, alguien ha cubierto con una sábana. Estoy inquieta y enojada, y la mejilla me arde tras el golpe recibido; sin embargo, esos sentimientos no me impiden captar el gesto malicioso de dos de los agentes, que intercambian miradas obscenas, y añado:
—Quiero que quede constancia de lo que voy a declarar: no era amante, ni enemiga, ni esposa, ni colega del occiso. Sé que, dadas las circunstancias, resulta difícil de creer, pero les aseguro que lo que digo es radicalmente cierto: el muerto era para mí un perfecto desconocido. Lo he visto por primera vez esta madrugada al acceder a esta vivienda. Estaba tendido en el suelo, con un charco de sangre ya oscura bordeándole la cabeza. Y con los calcetines… Bueno, creo que eso no hace falta mencionarlo: ustedes mismos han podido comprobarlo.
Oigo las risitas de los agentes, y, como tengo buen oído, cuando éstas se desvanecen, oigo también cómo mascullan sus conclusiones al oído del comisario:
—Está claro, señor, estamos ante un crimen pasional. Dos hombres discuten por una mujer y acaban matándose entre sí —refiere uno de ellos.
Otro, mayor y más bajito, añade:
—La verdad es que no se entiende. La pelirroja no vale una bala. Salvo que sea ella la que haya disparado. Si quiere mi opinión, no me extrañaría. ¿Le ha visto los labios? La muy puta se los acaba de pintar. ¿Quién, salvo una asesina de amantes, se pinta ante un cadáver? ¡Vieja Mata Hari! Seguro que si le pasamos el algodón por los dedos, da positivo en pólvora.
El comisario se gira y me enfoca con sus ojos saltones. Yo le miro a él también. Nota que les he entendido, pero no dice nada. Yo tampoco. Se recrea unos segundos, pocos, y luego, con un gesto, ordena que localicen la cartera del muerto. La lleva en el bolsillo trasero del pantalón, apostado más o menos a la altura de las rodillas. Sin dejar de mirarme, pide que proporcionen en voz alta datos sobre su identidad.
—Según su carné, comisario, es un varón. Tenía cuarenta y cinco años y es de nacionalidad española. Responde al nombre de Kepa Otano y reside en la localidad de Olaza… Olazagutia, en la Comunidad Foral de Navarra.
Le cuesta pronunciar el nombre. Pero yo no me detengo en su dificultad, cuanto en la aclaración sobre el género del occiso. Y no puedo evitar que se me escape una risita. No hace falta un carné para saber que el muerto era varón. Aunque en Francia son tan modernos, que vaya usted a saber. A raíz de mi gesto espontáneo, me vuelven a interrogar. Me preguntan por qué la muerte de ese compatriota y vecino me produce hilaridad. Y declaro de nuevo, muy seria esta vez, que es la primera vez que oigo su nombre y veo su cuerpo. Pero que, por lo que dicen, él es navarro y yo soy vasca: cosas tan distintas como parisino y lionés.
Ante ese comentario, todos vuelven sus ojos hacia mí, como si, por esa aclaración, me hubieran pillado en un renuncio. E insisten. Las mismas preguntas, una y otra vez. No les culpo. Les comprendo. Pero mi respuesta no puede ser otra: les repito que no le conocía. Lo hago con todo el convencimiento del que soy capaz. No necesito mucho porque es la pura verdad, y es una suerte porque miento bastante mal. De hecho, mis mentiras llevan siempre tics incorporados. Involuntariamente, se me encoge la nariz, me atuso el cabello y me paso los dedos por la comisura de los labios. Esta vez no me ocurre. No podría suceder aunque quisiera: con las manos esposadas, no hay tics que valgan. Aunque mi angustia subsiste.
El comisario también está empezando a ponerse nervioso. Se llama Roland Mathieu. Es un hombre grande, o más bien grueso, con un poblado mostacho canoso con las puntas enceradas. Se las enreda, con ambas manos, cada pocos minutos. Ése parece ser su tic. Hacía tiempo que no veía un bigote así. En él no desentona. En realidad, le pega. Calculo que estará próximo a la jubilación. Manda mucho, pero su voz de pito impone poco; al menos, a mí no ha logrado acobardarme. Aunque soy capaz de ponerme en su lugar.
Tras recibir una llamada anónima y personarse en la vivienda, él y su equipo de jóvenes agentes no sólo se han topado con un cadáver maltrecho en posición más bien desagradable, y con un inspector con placa de la Interpol en estado crítico. También he aparecido yo, que soy una señora pelirroja de mediana edad (digámoslo así) con pasaporte español. Me llamo Lola MacHor y no estoy muerta ni herida, pero mi traje de chaqueta está manchado de sangre y vómitos, y he tenido la sangre fría de pintarme los labios para recibirles.
¿Qué ha ocurrido al verme de esa guisa? Pues lo previsto. Los agentes han hecho exactamente lo que se espera que hagan los agentes de provincias en una situación como la presente: me han dado el alto a voz en cuello y han extraído torpemente sus armas de las fundas. De inmediato, he levantado los brazos lo más alto que he podido. He pasado un mal rato. A uno de los agentes le temblaba tanto la mano que por un momento he creído que iba a dispararme. He rezado para que me diera en una pierna, y no en la cabeza, aunque a tenor del seísmo que le asolaba, era posible que se disparara a sí mismo. Gracias al cielo, no ha usado el arma. En lo demás, no he tenido tanta suerte: ni mi condición femenina, ni mi edad, ni mi elegante traje de chaqueta negro ni mis tacones de aguja han impedido que me tumbaran boca abajo, me aplastaran contra el suelo con las manos a la espalda y me colocaran las esposas. Del golpe, se me está amoratando la mejilla. Me arde.
Nada más levantarme, el más joven de los agentes, el del pulso temblón, ha tenido la desfachatez de cachearme. Le ha quedado pellizcarme el trasero, aunque, claro, le hubiera servido de poco. Con lo que llevo puesto, hubiera necesitado alicates. En cuanto ha comenzado a tentarme las axilas, he exigido que viniera una mujer. Es mi derecho. He protestado lo suficientemente alto, en mi propio idioma y en el suyo, para que el comisario me oyera. Ni uno ni otro me han hecho el menor caso. En otras circunstancias, hubiera montado un pitote. Es una de esas causas que me tientan. Pero he preferido contenerme. No está el horno para bollos.
—Crimen pasional, comisario: está muy claro —porfían. El comisario esconde la cara entre las manos y permanece así unos instantes. Luego, se yergue, se vuelve hacia el corrillo de agentes que tiene a su espalda y les increpa:
—¡Crimen pasional, seréis cazurros! ¿Os habéis fijado en el hombre herido?
Todos asienten.
—¿Y qué habéis visto?
—Que le han pegado dos tiros, comisario —responde el más temerario.
—Me alegra que hayas reparado en los agujeros de bala, Richard, por otro lado, evidentes. Mis nietos también lo hu- bieran hecho. Lo que no me agrada tanto es que no mires más allá. Lo que yo veo es a un hombre al servicio de la Interpol, nada menos que un inspector, residente en Lyon, a quien, antes de dispararle, le han propinado una buena paliza. A tenor de la postilla del corte de la ceja derecha, las lesiones no son recientes. El forense lo confirmará, pero yo diría que esas heridas se causaron al menos hace dos o tres días. ¿Algo más?
El agente baja la vista.
—Fijémonos en su ropa. Desde luego, la que viste no le pertenece, le queda enorme, lo menos es cuatro tallas superior. Y no lleva zapatos. Como sus calcetines no están manchados de barro, debemos concluir que no ha salido de la casa, de modo que alguien le ha arrebatado el calzado. El porqué es una incógnita. Y nos queda mencionar su estado general. Se halla notablemente delgado y, según lo que ha comentado el médico de la ambulancia, padece una deshidratación grave. Nada de esto cuadra con un crimen pasional, ¿verdad, querida señora? Aunque se ha esforzado mucho en hacerlo parecer.
Trago saliva y permanezco callada. Continúa.
—¿Sabéis a qué me huele esta escena, queridos linces de la investigación criminal? A mí me huele a un secuestro… Dígame, señora MacHor, ¿de qué conocía usted a esos hombres?
Levanto los ojos y mantengo la mirada.
—Verá, comisario, cuando llegué, la habitación estaba mal iluminada. En el finado, me fijé lo justo para saber que era un varón —añado con cierta sorna— al que no había visto antes, y resultaba evidente que no tenía esperanza alguna: estaba muerto. Por eso, corrí a socorrer al hombre herido de muerte que se hallaba a pocos metros del cadáver. A él sí lo conozco. El inspector Iturri y yo somos amigos desde hace muchos años. Al otro, reitero, no le había visto en mi vida.
Lo guardo para mí, pero debo admitir que al contemplar el cadáver del tal Kepa Otano un vago regusto familiar me ha roído la memoria, lo que no deja de ser extraño dado el estado en que encontré el cuerpo.
—¡Comisario, no se lo va a creer! He tecleado el nombre del muerto en el ordenador y mire lo que ha salido —le dicen.
Mathieu se coloca las gafas que lleva colgadas del cuello, observa la pantalla del iPad de su subordinado y asiente varias veces con la cabeza.
—¡De modo que es «el candidato»! —refiere en voz alta. En ese preciso momento, se deshace el entuerto y ato cabos. La cara del muerto (lo que queda de ella) me sonaba por haberla visto en los carteles electorales. En realidad, caigo en lo que me resultó familiar de su rostro: el curioso mechón blanco que le nacía en la parte derecha.
No hay carteles electorales en el pueblo donde me encuentro, que dicho sea de paso no sé cómo se llama. Los he visto al otro lado de la frontera, creo que en Bilbao, el último sitio que he visitado antes de que todo esto empezara. No recuerdo el eslogan ni las siglas, imagino que contendrían los mensajes corrientemente difundidos por los partidos radicales vascos, pero sí la fotografía del finado, con aspecto triunfante y el puño en alto.
No sé cómo de importante era en vida; desde la morgue, estoy segura de que su valor ascenderá. No hay como morirse y que alguien cincele tu nombre en la lápida del cementerio para que se olviden tus desaciertos y pases a ocupar portadas de periódicos en calidad de héroe. Aunque, una vez muerto, creo que no debe de servir de mucho. En este caso, me temo, concurren todas las circunstancias para que la máxima se verifique. Sí, supongo que las hazañas y la muerte de este activista vasco, «el candidato», como lo ha llamado el comisario, serán objeto de tertulias. En ellas denunciarán que las causas de su muerte no están suficientemente aclaradas. Y por una vez estarán en lo cierto: lo que cuenten será un refrito de mentiras e inexactitudes. En pocas palabras, un montaje.
Yo conozco la verdad. No toda, desde luego, pero sí un buen pellizco. La he visto con mis propios ojos; la he palpado, olido, sentido y casi gustado… Por descontado que no tengo interés alguno de compartir esos datos con nadie, mucho menos con los gendarmes franceses que me retienen esposada, que me cachean sin atenerse al protocolo y que no cesan de preguntarme detalles que no puedo explicar. Además, ¿quién iba a creerme? El Gobierno español lo negará, el Gobierno francés lo negará y las centrales de la Guardia Civil y la gendarmería guardarán el silencio del lobo agazapado ante su presa. Del resto, ¿qué puedo decir? Imagino que el tal Kepa Otano (o sea, el muerto o el héroe, como prefieran) anda en otras guerras sobre la mesa metálica del anatómico abierto en canal, y mi pobre amigo el inspector Juan Iturri, la verdadera víctima de esta tragedia, que como digo apareció en la misma habitación malherido, se debate entre la vida y la muerte en un hospital parisino.
Otro agente baja a trompicones la escalera blanca que conduce a los pisos superiores y se planta en medio de la sala. Tropieza con una esquina de la moqueta que la alfombra y casi se cae. Se sobrepone y, sin siquiera recuperar el resuello, grita:
—¡Comisario, venga a ver esto! Tenía usted razón, hay un zulo, pero no estaba bajo tierra, sino en la buhardilla. ¡Pobre hombre, qué mal trago! El lugar es pequeño hasta para un niño. Hay sangre, orines y, en el descansillo, una silla ensangrentada con cuerdas anudadas… Va a tener razón, a ese inspector lo han tenido secuestrado, lo han torturado e interrogado. Extraño, ¿no?
—¡Vigílela, que no se mueva de aquí! —ordena el comisario mientras asciende al piso superior. Su mandato es gra- tuito. ¿Adónde podría ir, esposada y con tacones de diez centímetros?
Cierro los ojos e imagino el lugar. Y los sufrimientos. Lo intento, pero no logro contenerme y rompo a llorar. «¡No te mueras, querido amigo: resiste! ¿Qué sería de mi vida sin ti?
¡No te mueras, Iturri, por favor!» Unos minutos después, Mathieu baja con el gesto demudado y, al verme llorando, ordena que me suelten y me metan en su coche. Para gozo de mis muñecas, me retiran las esposas. Y, sin mediar palabra, me conducen a la prefectura, un edificio viejo como los celos, y el comisario desaparece dejándome encerrada en una habitación pequeña y sin ventanas, con un mobiliario tan rancio como el edificio. Me palpo la mejilla: se inflama deprisa.
No estoy mucho tiempo sola. Enseguida, se produce el relevo. Esta vez es el fiscal quien me interroga. Monsieur Noël es un joven bajito y grueso, con cara de luna llena y calvicie incipiente, que, en cuanto ha visto la colección de carnés que llevo en la cartera, se ha dado cuenta de que no soy un varón (perdón por la socarronería) y ha corrido a presentarse. Por los granos que pueblan su frente, abundantes como estrellas en una noche clara, y la inquieta manera de frotarse las manos, se me antoja primerizo. Suda con profusión, de modo que la pechera de su camisa parece un paño de secar vajilla, otro claro signo de nerviosismo. Sin embargo, me doy cuenta de que su libreta de notas está muy andada (éste no es su primer caso) y de que sus pequeñas gafas redondas de montura dorada celan unos ojos extremadamente vivos.
Y no sólo vivos.
Pese a ser algo anómalo (o quizá no) en un hombre obe- so y con un porte absolutamente desprovisto de glamur, descubro en él algo calladamente femenino, algo felino, cierto perfume. Nada sexual (francamente, en este momento, eso no me interesa lo más mínimo), sólo femenino. No me refiero a una aureola de afectación, hablo de algo mucho más sutil, de un modo de pensar lo accidental, de fijarse en los pliegues, de bordear los hechos fuera de los rodeos necesarios, formas que poco o nada tienen de masculino. No pretendo caer en tópicos manoseados. Tampoco las mujeres son siempre femeninas. Muchas (en la judicatura no son excepción, ni minoría) resultan tan directas, tan lineales, tan barbudas que hay que comprobar la silueta (incluso las partes pudendas) para distinguirlas. Tampoco todos los hombres son masculinos. Muchos, quizá la mayoría, nacen lineales, objetivos, proactivos, pero otros, una minoría, son lanzados al mundo con una psique facultada y predispuesta para percibir lo inmaterial, lo escondido o lo pequeño, de la misma manera que algunos nacen morenos y otros rubios, sin que por ello deban cambiarse de acera o salir de vaya usted a saber qué armario.
Con los hombres que entienden a las mujeres hay que andarse con cuidado. Son peligrosos: te calan a la primera. Menos mal que este fiscal es francés y nobilbaíno. De haber sido compatriota, hubiera salido corriendo. En todo caso, me parece lo suficientemente femenino como para tentarme la ropa. Procedo por ello a amasar mi mirada, a embalsarla en la pequeña medida de lo posible.
Pero él no está dispuesto a ceder tan fácilmente. Con el fin de ganarse mi confianza, no escatima en sonrisas ni en gestos de amabilidad. Me trata con deferencia y formula siempre preguntas sencillas. De hecho, demasiado sencillas. Eso es peligroso: temo estar ante un depredador, una especie de inspector de Hacienda pero en fiscal. Me cuidaré de hablar de más. Conozco el prototipo: en cuanto me despiste, se lanzará contra mi yugular.
—Lo comprendo, Lola. ¿Me permite llamarla así? Es un bonito nombre: muy español.
—Naturalmente. Mientras no me espose ni intente cachearme, puede usted llamarme como quiera.
Se azora. Tanto que cara y cuello se le tiñen de rojo por igual. Carraspea.
—Pues muy agradecido, Lola. Como le decía, yo hubiera hecho lo mismo: intentar salvar lo salvable. El muerto ya es-taba muerto y nada podía hacerse por él. Por eso digo que la comprendo, pero me gustaría que también usted me entendiera a mí. Verá, no estamos en París. Éste es un sitio tranquilo; frío, pero tranquilo —me explica Noël, con voz melosa.
Su frase, pronunciada en ese perfecto francés de toque parisino, me sabe a Yves Montand. Y me recuerda que este pueblo (a la menor oportunidad, pregunto cómo se llama) está tomado por bandadas de hojas muertas, que recorren las calles en la más absoluta impunidad. En el corto período en que he estado fuera, me he puesto los zapatos perdidos. Pero eso no es lo peor. luvia, niebla, temperaturas bajo cero.
Desde que toqué Lyon, no he visto el sol… Por la mañana, siembran los campos de escarcha y, por la noche, los abonan con hielo. Una verdadera tortura. El representante del Ministerio Público parece leerme los pensamientos porque de inmediato añade:
—El frío es habitual por aquí; el viento, excepcional. Completamente excepcional. Los bomberos no dan abasto con tantos avisos de ramas de árboles y tejas desprendidas, grietas e inundaciones.
Pongo cara de interés y me explica que media Francia está en alerta por una ciclogénesis explosiva potentísima. Tose al darse cuenta de que de nuevo he logrado desviarle del argumento. Insiste en que Bron es un pueblecito tranquilo, con un cementerio pequeñito. Sus habitantes son longevos, y la gente se muere por causas naturales.
—Comprenderá que todos estemos algo alterados con lo ocurrido. Es muy fuerte, ¿no cree?
—Comprendo lo que dice, señor fiscal. En España nos ocurre lo mismo: los cadáveres, los justos.
¡De modo que Bron! Es un buen nombre para un pueblo. Corto, contundente, fácil de recordar… Como el apellido de James Bon, pero con erre intercalada. Me gusta. En este momento, caigo en la cuenta de algo.
—Monsieur Noël, me ha parecido oír a uno de los jóvenes agentes que el lugar de autos está sito en una calle llamada L’Humanité, ¿estoy en lo cierto? —El fiscal asiente—. Pues vaya ironía, ¿no le parece?
—Lo es, desde luego. Muerte y torturas en la calle de la humanidad. Pero usted debe de saber ya todo eso: estaba en ese emplazamiento cuando nosotros llegamos.
Si no recordaba cómo se llamaba el pueblo, mucho menos iba a retener el nombre de la calle. Simplemente, el teniente coronel Villegas y su gente de la unidad de información antiterrorista me subieron a un coche y me trasladaron hasta allí. Por supuesto, la callada por respuesta. El fiscal no lo entendería. Adorno el silencio con una de mis sonrisas de domingo. Una abierta, grande, tanto que deja ver mi colmillo saliente, ese que nunca me decido a arreglar. De ser por mí, los dentistas morirían de inanición. No sé, es algo visceral. Odio a ese gremio casi tanto como a los ratones, casi tanto como a los que mienten en sede judicial. Claro que los primeros no tienen culpa alguna, pero yo lo veo en primera persona. Todos me hacen perder la paz.
Golpean la puerta con los nudillos y un chichisbeo hace salir al fiscal. Noël se disculpa con una frase hecha y una breve inclinación de cabeza. Le sonrío de nuevo y le sigo con la mirada.
__________
Sinopsis de Dispara a la luna
Lola MacHor recibe un insólito SMS de Juan Iturri, inspector de la Interpol en Lyon. Son sólo dos referencias enigmáticas, pero su instinto le asegura que su amigo está en peligro. A la vez, en presidencia del Gobierno, se recibe una carta con el sello de la Organización, en la que se reivindica el secuestro de Iturri. Junto a sus exigencias, anuncian su muerte en una semana en caso de que no se cumplan sus demandas. Villegas, el mayor experto antiterrorista español en suelo francés, es el encargado del caso, y Lola, gracias a su testarudez, consigue entrar en su equipo. Disponen de cuatro días para liberar a Iturri, pero nada es lo que parece.
La más auténtica Lola MacHor no defraudará a sus fieles lectores, quienes, además de disfrutar con su humor y su fino olfato, podrán comprender los complejos lazos que la unen a Juan Iturri, así como los estragos que pueden causar el odio y la venganza.
Título: Dispara a la luna. Autor: Reyes Calderón. Editorial: Planeta. Edición: Papel y ebook
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: