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Autobiografía, de Charles Darwin - Zenda
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Autobiografía, de Charles Darwin

Ya de anciano, Charles Darwin escribió su Autobiografía para entretenerse y satisfacer el interés de sus hijos y descendientes. Terminó el relato principal de 121 páginas entre mayo y agosto de 1876 tras escribir una hora casi todas las tardes, como él mismo nos cuenta. La presente edición de la Autobiografía es una transcripción completa de su...

Ya de anciano, Charles Darwin escribió su Autobiografía para entretenerse y satisfacer el interés de sus hijos y descendientes. Terminó el relato principal de 121 páginas entre mayo y agosto de 1876 tras escribir una hora casi todas las tardes, como él mismo nos cuenta. La presente edición de la Autobiografía es una transcripción completa de su manuscrito, que se conserva actualmente en la biblioteca de la Universidad de Cambridge.

«Al haberme escrito un editor alemán para pedirme un relato del desarrollo de mi mente y carácter, junto con un esbozo de mi autobiografía, he pensado que la empresa me divertiría y podría interesar a mis hijos o nietos. Sé que a mí me habría interesado mucho haber leído un bosquejo, aunque fuera breve y aburrido, de la mente de mi abuelo escrito por él mismo, y de lo que pensaba e hizo y de cómo trabajaba.

»He tratado de escribir el siguiente relato sobre mí mismo como si fuera un muerto en el otro mundo que recapitulara su vida».

Zenda publica las primeras páginas de la edición de Autobiografía de Nordica Libros.

Prefacio

Ya de anciano, Charles Darwin escribió sus recuerdos para entretenerse y satisfacer el interés de sus hijos y descendientes. Terminó el relato principal de ciento veintiuna páginas entre mayo y agosto de 1876, tras escribir una hora casi todas las tardes, como él mismo nos cuenta. Durante los últimos seis años de su vida amplió lo que había escrito a medida que le iban viniendo a la mente nuevos recuerdos e insertó las sesenta páginas adicionales del apéndice en sus lugares correspondientes. La presente edición de la Autobiografía es una transcripción completa de su manuscrito, que se conserva actualmente, con su vieja encuadernación de piel, en la biblioteca de la Universidad de Cambridge.

La Autobiografía apareció por primera vez como parte de la Vida y cartas de Charles Darwin, editada por su hijo Francis y publicada en 1887 por John Murray cinco años después de morir Charles, momento en el cual se consideró necesario suprimir numerosos pasajes.

Se han hecho dos reimpresiones. En 1929 la Autobiografía se publicó como un volumen independiente de la Biblioteca del Pensador, n.º 7 (Watts & Co.), con dos apéndices: el primero un capítulo de las Memorias de Francis Darwin y el segundo una disertación del mismo Francis Darwin sobre las opiniones religiosas de su padre. En 1950, Henry Schuman publicó en Nueva York un volumen titulado La autobiografía de Charles Darwin, que incluía un estudio introductorio de G. G. Simpson, La importancia de Darwin, las Memorias de Francis Darwin y las Notas y cartas de Charles Darwin sobre el desarrollo de El origen de las especies. Todos estos textos fueron tomados de la versión original de 1887, sin ninguna revisión del manuscrito original. No obstante, se han publicado recientemente algunos extractos de los pasajes inéditos, ahora que el manuscrito está disponible para los estudiosos.

Yo he seguido cuidadosamente el original. He vuelto a incluir los pasajes eliminados, que sumaban cerca de seis mil palabras, corregido muchas pequeñas erratas y alteraciones que se habían colado en la versión anterior y, cuando ha sido necesario, he cambiado la errática puntuación y completado las abreviaciones puramente formales, cosas ambas que frenan la lectura fluida. A lo largo de todo el libro, los paréntesis son originales de Charles Darwin y mis añadidos son redondos y van indicados con corchetes. Las notas a pie de página de la edición de Francis Darwin de la Autobiografía llevan las iniciales F. D. y las añadidas por mí, N. B.

Debo dar las gracias a sir Charles Darwin, que me dejó tener el volumen encuadernado del manuscrito durante muchos meses antes de devolverlo a la biblioteca de la Universidad de Cambridge. El bibliotecario me dio facilidades para una revisión final y estoy en deuda con él por su generosidad, y también con los buenos servicios de R. V. Kerr y el señor Pilgrim.

Me ha llegado ayuda de muchos frentes: de mi marido y mis hijos; de mi hermana, Rees Thomas; de mis primos, la señora Conford y la difunta señora Raverat; y de Sybil Fountain, el señor Argent y el doctor Padel.

Nora Barlow

Introducción

Las reflexiones de Charles Darwin sobre su vida y su obra, escritas entre los sesenta y siete y los setenta y tres años, permanecerán como una importante obra de referencia, ya sea de la historia de las ideas o de la galería de retratos humanos. Darwin continúa siendo la figura principal de la revolución en el pensamiento científico que siguió a la publicación de El origen de las especies a mediados del siglo XIX, una revolución que pronto afectaría a todos los campos del conocimiento. Pero la posteridad debe revisar continuamente el pasado, y las fuentes contemporáneas directas son especialmente necesarias para arrojar luz en las épocas tempestuosas, cuando cambian las ideas comúnmente aceptadas. Se ha de ver a las grandes figuras en su entorno y escucharlas en sus propias palabras, despojadas de los dogmas surgidos posteriormente. En su Autobiografía, Charles Darwin cuenta la historia de la lenta maduración de su mente y sus teorías, que llevó a la publicación en 1858 de los artículos en colaboración con A. R. Wallace para la Sociedad Linneana y de El origen de las especies en 1859.

Ha llegado el momento de restablecer los pasajes eliminados en 1887. La ocasional aspereza de algunos pasajes hubo de ser censurada hace setenta años por deferencia a los sentimientos de algunos amigos. Ahora esos comentarios no solo parecen inofensivos, sino que lanzan destellos que iluminan el pasado.

No obstante, las principales supresiones se debieron al recuerdo de las intensas emociones suscitadas tras la publicación de El origen de las especies, aún vivas a principios de los años ochenta, cuando Francis Darwin estaba trabajando en su Vida y cartas. La familia, de hecho, se hallaba dividida con respecto a la publicación de algunos pasajes relativos a las creencias religiosas de Charles Darwin. Francis, el editor, mantenía que lo correcto era publicarlo todo, mientras que otros miembros de la familia creían que las opiniones de Charles, consignadas en privado y no para su publicación, le perjudicarían por su crudeza.

Yo escribo como miembro de la siguiente generación, y hoy en día cuesta imaginar el estado de tensión existente en lo que siempre nos había parecido un sólido y unido cuerpo de tíos y tías. Pero poco después de la muerte de Charles, antes de la publicación de Vida y cartas, los sentimientos eran tan exacerbados que se sugirió un litigio. Leonard Darwin me escribió en 1942:

Soy la única persona viva que puede recordar los sentimientos tan encendidos que provocó en aquel momento la publicación de la Autobiografía. Etty llegó a hablar de procedimientos legales para impedir su publicación. Estos solo podrían haber sido contra Frank. A ella la Autobiografía le parecía cruda y poco meditada en cuestiones religiosas y creía que en esas circunstancias no solo era injusto publicarla, sino que su padre se habría opuesto enérgicamente. No me sorprendería que mi madre, sin saberlo ninguno de nosotros, le hubiera dicho a Frank la última palabra en contra de aquello [la publicación de los pasajes eliminados].

La sugerencia de la intervención de Emma Darwin viene respaldada por un comentario de su puño y letra en una copia manuscrita de la Autobiografía escrita por Francis. Este comentario se incluye como nota a pie de página en su lugar correspondiente. El subrayado de la palabra hablar en la carta de Leonard demuestra, en mi opinión, que él estaba seguro de que Henrietta, su hermana, nunca emprendería acciones legales. Sin embargo, está claro que las opiniones se hallaban divididas y los sentimientos exacerbados en aquella familia unida, lo que quizá se explica mejor por la lealtad dividida entre los hijos hacia la ciencia de su padre y la religión de su madre, aunque las diferencias de opinión existentes no causaron ninguna extrañeza a los padres. Esta reticencia fue la consecuencia de la tormenta científico-religiosa que había estallado en los años sesenta y setenta con una furia que hoy cuesta entender. El retraimiento de Charles ante todo lo que rayara en la disputa pública y personal también tuvo un eco en estas diferencias familiares posteriores a su muerte. Francis hace referencia a la religión de Charles y a su reticencia en el capítulo VIII de su Vida y cartas, vol. I, partes considerables del cual están tomadas de la Autobiografía, pasajes que presumiblemente pasaron por la censura familiar y que aquí se restablecen en el lugar indicado.

La evolución se halla ampliamente aceptada en la actualidad, y el autor de El origen de las especies lleva muerto más de setenta años. Se han de restablecer los pasajes censurados poco después de su muerte, ya que todos los testimonios disponibles tienen valor en lo que atañe a quienes transforman las creencias fundamentales. Hoy en día, cuando nos cuesta volver la vista atrás hacia la época preevolucionista, es difícil recordar lo fundamental que fue aquel cambio.

Es cierto que la llegada del evolucionismo tenía una larga historia detrás y que hay quienes situarían a Charles Darwin como una especie de niño bonito en este linaje de más de doscientos años. La teoría sin demostrar estaba en el aire, el momento era propicio, etc. Pero el momento siempre es propicio para reinterpretar las teorías a la luz de una nueva visión y de nuevos hechos. Este es el verdadero campo de la ciencia. El modo de pensar de Darwin era contrario a la especulación fácil, pero las teorías flotaban libremente en su mente, listas para las pruebas esenciales de la observación y experimentación. Darwin necesitó veinte años de teorización e investigación combinadas para preparar sus argumentos a favor de la evolución frente a un mundo predominantemente hostil. Tuvo que convencerse a sí mismo mediante pruebas acumuladas antes de poder convencer a otros, y sus dudas se expresan con tanta libertad como sus convicciones. Sus libros permanecen como escalones para el conocimiento futuro. La fijación dogmática era por completo ajena a su idea central.

Los descubrimientos posteriores no han menoscabado las teorías de Darwin. La genética mendeliana y los avances en los estudios de la citología y la variación más bien han confirmado y respaldado la idea principal de El origen de las especies, de manera que su nombre sigue estando más vinculado que ningún otro a la aceptación de las ideas evolucionistas en la ortodoxia del siglo XIX. En la Autobiografía se le ve ocupando su puesto en la historia, y se revelan muchas más cosas de las que se dicen conscientemente. Vemos la imagen de los Darwin-Wedgwood como predecesores y representantes natos de las tradiciones utilitarias y liberales. Vemos cómo la afición predominante de Charles por la historia natural cambia de su pasión juvenil por el coleccionismo de especímenes y la caza a la pasión madura del teórico. Vemos cómo sus reservas dejan paso lentamente a la certidumbre científica, aunque nunca a la conclusión dogmática. En las posteriores ediciones del Origen, Darwin mostró una convicción cada vez mayor en el carácter hereditario de los rasgos adquiridos y en la importancia del uso y desuso en el esquema general de la evolución, lo cual le llevó a una cierta ambigüedad a la hora de expresar sus papeles respectivos en relación con la selección natural. La fe de Darwin en la selección natural como el agente principal nunca flaqueó, pero su aceptación de otras causas mostró que era consciente de las dificultades que quedaban por resolver. De hecho, sus vacilaciones acaso demuestren su buen juicio a la luz de las obras recientes.

Hoy más que nunca se necesitan retratos auténticos de hombres ilustres en sus circunstancias. Para el marxista, el individuo es el resultado de su entorno económico. El revolucionario, el artista, el inventor surgen como una burbuja de la rabiosa necesidad económica. También el freudiano, si bien con argumentos muy diferentes, rebaja la importancia del legado genético y considera los logros individuales desde el punto de vista del ajuste o desajuste a su experiencia particular. Sin duda ambos aspectos tienen su validez, porque no hay desarrollo humano, tanto del cuerpo como de la mente, ajeno a un contexto. Los autorretratos tienen el mérito de revelar las influencias al mismo tiempo que al individuo. Habrá a quienes la Autobiografía demostrará lo que no era Charles Darwin: un pensador metafísico o profundo más allá del ámbito de su tema universal. Pero nadie puede leer sus palabras sin reconocer una cualidad de singular sencillez y absoluta integridad. La Autobiografía muestra cómo Darwin habría de alterar por completo el curso del pensamiento victoriano, no mediante la ostentación de sus hallazgos ni por la brusca iconoclastia, sino mediante la búsqueda de juicios sagaces y ponderados que abrieron vastos campos a la investigación posterior.

Nora Barlow

31 de mayo de 1876

Recuerdos sobre el desarrollo de mi mente y carácter

Al haberme escrito un editor alemán para pedirme un relato del desarrollo de mi mente y carácter, junto con un esbozo de mi autobiografía, he pensado que la empresa me divertiría y podría interesar a mis hijos o nietos. Sé que a mí me habría interesado mucho haber leído un bosquejo, aunque fuera breve y aburrido, de la mente de mi abuelo escrito por él mismo, y de lo que pensaba e hizo y de cómo trabajaba. He tratado de escribir el siguiente relato sobre mí mismo como si fuera un muerto en el otro mundo que recapitulara su vida. Esto no me ha resultado difícil, porque mi vida pronto tocará a su fin, ni tampoco me he preocupado por cuestiones de estilo.

Nací en Shrewsbury el 12 de febrero de 1809. He oído decir a mi padre que él creía que las personas con mentes privilegiadas por lo general tienen recuerdos que se remontan a una época muy temprana de su vida. No es mi caso, porque mi primer recuerdo se remonta únicamente a cuando yo tenía cuatro años y unos pocos meses, cuando fuimos a bañarnos en el mar cerca de Abergele. Recuerdo algunos de los hechos y lugares de aquel viaje con cierta claridad.

Mi madre murió en julio de 1817, cuando yo tenía poco más de ocho años, y es raro que no recuerde casi nada de ella, excepto su lecho de muerte, su vestido de terciopelo negro y su escritorio de curiosa factura. Creo que mi olvido se debe en parte a mis hermanas, que, por el enorme dolor que sentían, no eran capaces de hablar de ella ni de mencionar su nombre, y en parte a su previa condición de invalidez. En la primavera de ese mismo año me mandaron a una escuela diurna en Shrewsbury. Antes de ir al colegio fui educado por mi hermana Caroline, pero dudo que aquel plan funcionara. Me han dicho que yo aprendía mucho más despacio que mi hermana menor Catherine, y creo que en muchos sentidos era un niño travieso. Caroline era muy buena, inteligente y esforzada, pero demasiado afanosa en su intento de mejorarme, porque, después de tantos años, recuerdo claramente que me decía a mí mismo antes de entrar en la habitación donde ella estaba: «¿De qué me culpará ahora?», y me volví obstinado para no preocuparme por lo que ella pudiera decir.

Por la época en que iba a esa escuela, mi afición por la historia natural y en especial por el coleccionismo estaba muy desarrollada. Intentaba adivinar los nombres de las plantas y coleccionaba cosas de todo tipo: conchas, sellos, franqueos, monedas y minerales. La pasión por el coleccionismo, que lleva a un hombre a convertirse en un naturalista sistemático, un experto o un acaparador, estaba muy arraigada en mí y era claramente innata, pues ninguna de mis hermanas ni mi hermano tuvieron nunca esa afición.

Un pequeño incidente ocurrido en aquel año se quedó grabado en mi mente, y espero que fuese porque me remordió la conciencia. El hecho es curioso porque demuestra que yo parecía estar interesado desde pequeño en la variabilidad de las plantas. Un día le dije a otro niño (creo que era Leighton, que luego se convirtió en un famoso liquenólogo y botánico) que yo podía producir Polyanthus y prímulas de diversas coloraciones regándolas con ciertos fluidos de colores, lo que por supuesto era una fábula disparatada que yo nunca había intentado. He de confesar también que de niño era muy dado a inventar falacias adrede, y siempre lo hacía para causar expectación. Por ejemplo, una vez cogí un montón de valiosa fruta de los árboles de mi padre, la escondí en los arbustos y corrí a difundir la noticia de que había descubierto una provisión de fruta robada.

Hacia esa época, o espero que a una edad algo más temprana, a veces robaba fruta para comérmela, y uno de mis trucos era ingenioso. El huerto de la cocina estaba cerrado por la tarde y se hallaba rodeado de un alto muro, pero con la ayuda de los árboles colindantes pude coronarlo fácilmente. Luego clavé un palo largo en el agujero en el fondo de una gran maceta y arrastrándolo hacia arriba arranqué melocotones y ciruelas, que cayeron en la maceta, con lo que el botín quedó asegurado. De muy pequeño recuerdo haber robado manzanas de un huerto para dárselas a unos niños o muchachos que vivían en una casa no muy lejana. Antes de darles la fruta les enseñaba lo rápido que podía correr, y es increíble que no me diera cuenta de que la sorpresa y admiración que mostraban por mi capacidad atlética se debían únicamente a las manzanas. Pero recuerdo bien que yo estaba encantado de oírles decir que nunca habían visto a un niño correr tan rápido.

Solo me acuerdo claramente de otro incidente durante los años que fui a la escuela del señor Case, a saber, el entierro de un soldado de caballería, y es sorprendente lo claro que aún puedo ver el caballo con las botas vacías de aquel hombre, la carabina colgando de la silla y la salva de disparos sobre su tumba. Esta escena removió profundamente los delirios poéticos que yo pudiera tener.

En el verano de 1818 fui a la gran escuela del señor Butler en Shrewsbury, donde permanecí siete años hasta mediados del verano de 1825, cuando tenía dieciséis. Estaba interno, así que tuve la gran ventaja de vivir la vida de un verdadero escolar. No obstante, como la distancia a mi casa era de apenas dos kilómetros, solía ir corriendo allá en los largos intervalos desde que pasaban lista hasta que cerraban el colegio por la noche. Creo que esto fue beneficioso para mí en muchos aspectos, pues me permitió mantener mis afectos e intereses familiares. Recuerdo que en mis primeros años de escuela a menudo tenía que correr muy rápido para llegar a tiempo, y generalmente lo lograba, pues era un corredor muy veloz. Sin embargo, cuando no estaba seguro de conseguirlo, rogaba fervientemente a Dios que me ayudara. Recuerdo bien que atribuía mis éxitos a las oraciones y no a mis veloces carreras, y me maravillaba que por lo general recibía ayuda.

He oído a mi padre y a mis hermanas mayores decir que cuando era muy pequeño me gustaba mucho dar largos paseos solitarios, pero ignoro en qué iba pensando mientras caminaba. A menudo me quedaba absorto, y una vez, de regreso a la escuela, en lo alto de las viejas fortificaciones que rodean Shrewsbury, convertidas en un camino público sin parapeto en uno de los lados, me salí y caí al suelo, pero la altura era solo de un par de metros o así. Sin embargo, fue increíble la cantidad de ideas que pasaron por mi mente durante esa caída, breve pero repentina y completamente inesperada, y parecen difícilmente compatibles con lo que creo que los fisiólogos han demostrado respecto a que cada pensamiento requiere una cantidad de tiempo apreciable.

Yo debía de ser un niño muy inocente la primera vez que fui a la escuela. Un chico llamado Garnett me llevó un día a una pastelería y compró unos pasteles que no pagó, pues el tendero le fiaba. Cuando salimos le pregunté que por qué no los había pagado, y él respondió al instante: «¿Cómo? ¿No sabes que mi tío dejó una gran cantidad de dinero a la ciudad a condición de que los comerciantes le den todo gratis a quien lleve este viejo sombrero y lo mueva de una forma determinada?», dicho lo cual me enseñó cómo había que moverlo. Luego entró en otra tienda donde le fiaban, pidió algo de poco valor, moviendo el sombrero de la forma adecuada, y naturalmente lo obtuvo gratis. Cuando salimos, dijo: «Si quieres ir tú solo a esa pastelería (recuerdo muy bien su ubicación exacta), te dejaré el sombrero y podrás conseguir lo que quieras si lo mueves de la forma adecuada sobre tu cabeza». Yo acepté encantado su generosa oferta, de modo que entré y pedí unos pasteles, moviendo el viejo sombrero. Cuando salí de la tienda, el tendero se fue corriendo a por mí, así que tiré los pasteles y salí huyendo a toda prisa, mientras, atónito, escuchaba las risotadas de mi falso amigo Garnett.

Debo decir en mi favor que yo era muchacho compasivo, aunque aquello se lo debía enteramente a la educación y al ejemplo de mis hermanas. De hecho, dudo que la compasión sea una cualidad natural o innata. Era muy aficionado a coger huevos, pero nunca cogía más de uno por nido, excepto en una ocasión en que los cogí todos, no por su valor, sino por una especie de bravuconería.

Me gustaba mucho la pesca y me pasaba horas sentado en la orilla de un río o un estanque mirando el corcho. Estando en Maer, me dijeron que podía matar los gusanos con sal y agua, y desde aquel día no volví a ensartar un gusano vivo, aun a costa, probablemente, de tener menos éxito.

Una vez, siendo muy niño, cuando iba a la escuela diurna o antes, actué de forma cruel, pues pegué a un cachorro, creo que simplemente por disfrutar de la sensación de poder. Sin embargo, los golpes no debieron de ser muy fuertes porque el cachorro no aulló, de lo cual estoy seguro porque aquel lugar estaba cerca de la casa. Este acto pesa gravemente sobre mi conciencia, como lo demuestra el hecho de que recuerde el lugar exacto donde se cometió aquel crimen. Probablemente me pesa más aún debido a que mi amor por los perros era entonces, y lo ha seguido siendo durante mucho tiempo después, una pasión. Los perros parecían saberlo, pues yo era experto en robarles el amor por sus amos.

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Autor: Charles Darwin. Ilustrador: Iban Barrenetxea. Traductor: Íñigo Jáuregui. Título: Autobiografía. Editorial: Nórdica Libros. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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