Desquiciada. Colocadísima. Sonó su canción y se subió a la plataforma. Las piernas infinitas, el pelo platino, las pupilas como monedas de un cuarto de dólar. Bailaba lento, con la elegancia de quien sabe que no puede mantenerse en pie. Todos la miraban. De repente, una mano le agarró del brazo, la bajó. Era Andy Warhol. “Quiero que hagas una película para mí”, le susurró. Se acababan de conocer.
Edie Sedgwick (California, 1943-1971) llegó a aquella fiesta en el ático de Lester Persky en Nueva York con el cuerpo hecho trizas y la cabeza dándole vueltas. Acababa de salir del manicomio. Tenía 21 años, anorexia y se estaba recuperando de un aborto espontáneo. Vivía en un apartamento de 14 habitaciones. Se movía en un Mercedes con chófer. Era la party girl del momento y llevaba sólo unas semanas en la ciudad.
Venía de una familia que a mediados de los cincuenta excavó en el lugar adecuado y encontró petróleo. Se había educado en un colegio construido solo para ella y sus hermanos, en una hacienda de 6.000 acres que su padre había comprado en cuanto empezó a salir oro negro de su anterior rancho en Massachusetts.
Espigó rápido. Con 15 años ya era todo lo que su progenitor, un maniaco depresivo que intentó abusar de ella, esperaba. Quería casarla con alguien «de dinero», quería que su hija, lista y luminosa, le diera un nieto con un apellido propio de su fortuna.
La presentó en sociedad en cuanto cumplió la mayoría de edad. Antes de su diecinueve cumpleaños la tuvo que internar. Ella aseguró que fue porque desveló que su padre se acostaba con la criada. Su familia alegó otra verdad: que había tenido algún brote psicótico, que no comía y que estaba embarazada.
No era la única. La falta de litio se encontraba en los genes de todos ellos. Dos de sus hermanos habían estado pasando temporadas en manicomios. Uno de ellos acabó con una soga al cuello, el otro empotrando su motocicleta contra un autobús.
Así llegó ella a Nueva York. Huyendo de ese viento que les pegaba en la cabeza a todos los Sedgwick. Huyendo de gritos, de tener que intuir cuándo el día era bueno y todos los que eran malos.
Aquel encuentro con Warhol le cambió la vida. Le modificó las prioridades. Al día siguiente ya estaba en la Factory. Aquel lugar de paredes plateadas, de orgías sucesivas, de drogas de diseño. Allí, durante aquella época, mediados de los 60, también se encontraba Chuck Wein, un agente al que había conocido años atrás y que ahora se convertía en su representante.
Todo muy rápido. Todo muy caótico. A los meses, Sedgwick ya tenía un papel en la adaptación de la La naranja mecánica, hacía un cameo en Horse y era la protagonista de Poor Little Rich Girl, una película que Warhol había escrito para ella.
Ambos iban del brazo a todos los sitios y comenzaron a mimetizarse. Sedgwick se cortó el pelo y se lo tiñó del mismo amarillo que caracterizaba a Warhol. Iban vestidos parecidos. Dicen que a veces no sabías quién era quién. Ella, sin pecho y tan delgada, a veces tenía aspecto de hombre. Él la convirtió en todo lo que habría querido ser si hubiese nacido mujer.
Estaban locos el uno por el otro. Obsesionados. Quizá si la orientación sexual de Warhol hubiese sido otra, no le habría ofrecido una película sino matrimonio. Se admiran, discutían con la fuerza que se solo perdona entre iguales. Ella la niña mimada del artista, él la familia de ella.
A la par de su éxito en aquellas películas que pocas veces se emitían fuera de la Factory, Sedgwick comenzó a salir en las revistas. Era el prototipo de chica, por no poder encuadrarla en ninguno. Apareció en Vogue, fue portada de Life, era, como dijo la periodista Diana Vreeland, “un ejemplo de la era de la cultura juvenil”. Pero volvieron las drogas, las noches de dos días, y la industria la rechazó. “En las columnas de sociedad la identificaban con la escena de artistas que consumían, y en aquella época a la gente le aterrorizaba de verdad”, aseguraría más tarde la editora de Vogue.
Fue perdiendo fuerza y Warhol empezó a despreciarla. Ya no quería pasar tanto tiempo con ella, ya no era su ideal de mujer. Todo se desmoronó y Sedgwick rompió con la Factory en un ataque de ira y cordura.
Se largó al hotel Chelsea. Y llamó a Bob Dylan. Se habían conocido un año antes. También su mano derecha, Bob Neuwirth, tenía buena relación con la actriz, y empezaron a verse diariamente. Algunos dicen que Dylan y Sedgwick mantenían una relación, incluso que ella había inspirado Like a Rolling Stone. Otros que con quien compartía cama era con Neuwirth. Lo que todos aseguran es que ella no dejaba de hablar del cantante. “De repente era ‘Bobby esto y Bobby aquello’. Todos pensaban que estaba enamorada de él”, aseguraría Paul Morrissey.
Un día Warhol, sacando lo peor de él, y viendo que Sedgwick estaba obsesionada, le preguntó si sabía que Dylan se había casado en secreto con Sara Lownds meses antes. Ella comenzó a temblar, dejó de hablar. No volvió a llamar a Dylan, no volvió a mirar a Warhol.
La relación con Neuwirth se hizo entonces realidad a la vez que ella caía de cabeza en los barbitúricos. Pasaron todo 1966 de la mano. Un día Neuwirth se largó. Alegó locura. Su cabeza no era capaz de soportar la mente gripada de Sedgwick, no era capaz de hacerla salir de su adicción.
Pese a su deterioro siguió trabajando. Teatro, cine, rodajes infinitos. En 1969 su cuerpo dijo que ya no podía más, su cabeza ya no sabía ni qué decir. Volvió a casa, quería cuidarse y fue hospitalizada en el Cottage Hospital, en la zona de psiquiatría.
En aquel lugar también estaba el actor Michael Post. Sus cuerpos no tardaron en fundirse, y cuando salieron y Sedgwick terminó el rodaje de Ciao! Manhattan (que había dejado a medias para entrar en el manicomio), se casaron. Estaban limpios, sin alcohol ni drogas. Mentes lúcidas. Sus cuerpos cogían peso.
Pero a la actriz comenzó a fallarle la salud. Le empezaron a doler hasta los huesos. Tanto que tuvieron que recetarle barbitúricos para poder sobrellevar aquel infierno. Entró con cuidado y acabó mintiendo a su médico para conseguir cada vez más pastillas.
El 15 de noviembre de 1971 acudió sola a un desfile de moda. Totalmente drogada, discutió con varias personas que la tacharon de enferma, de heroinómana, de loca. Llamó corriendo a Post, le dijo que la sacara de allí.
Volvieron a su casa, con Sedgwick a punto de un ataque de ansiedad. Le temblaban las manos, casi no podía vocalizar. La metió en la cama y le dio unos tranquilizantes. Cuando despertó, Eddie estaba muerta. Había aprovechado el sueño profundo de Post para ingerir más pastillas. Murió de una sobredosis a las 9 de la mañana.
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