Hace un mes, Emilio Lara se encaramó a mi teléfono móvil:
—Hola, María José, quiero que presentes mi novela en Madrid. Así, sin más preámbulos.
—Pero… (Emilio no me iba a dejar terminar).
—Pero nada. Está decidido.
Después colgó y yo me quedé en mitad de aquella fría mañana madrileña sonriendo embobada sin dejar de mirar aquel diamante brillar al sol en mi dedo anular. Como si el caballero Agilulfo se hubiese arrodillado con su armadura fulgurante para pedir la mano de la princesa.
El miércoles 27 de marzo, nos reunimos por fin en la mítica librería LÉ de Madrid para charlar juntos sobre Tiempos de esperanza, su última novela:
Emilio Lara apenas necesita una presentación canónica: doctor en Antropología, licenciado en Humanidades, profesor de Geografía e Historia en Secundaria es, como a él le gusta definirse: “un profesor que escribe y un escritor que a veces da clases”.
Como dice el maestro Pérez-Reverte, “un escritor nunca pone lo que no tiene” y Emilio es, en ese sentido, un caso de transparencia literaria.
Conocí a Emilio Lara hace apenas un año, maquinando un proyecto altruista: construir el reloj más perfecto y moderno del mundo, capaz de medir con exactitud el tiempo desde la puerta del Sol de Madrid. Aquel personaje entrañable se nutría de la inocencia de un niño perdido que, empujado por terribles y azarosas circunstancias, se abría camino él solo, con su sable, su caballo, y una lustrosa armadura de optimismo capaz de aniquilar al lector más escéptico.
Intrigada, me acerqué un poco más, embarcándome en una cofradía de hombres buenos que, salvando todas las distancias literarias e históricas, compartían algo con aquel relojero de la Puerta del Sol: la bondad, la lealtad, la generosidad, el orgullo, la esperanza. Palabras que Emilio enarbola como una bandera y que, como la corona de Napoleón, no son robadas de ningún lugar, sino recogidas del fango con el que nuestro presente las ensucia.
Me di cuenta entonces de dos cosas importantes que creía perdidas para siempre: la primera es que aún hay esperanzas para los héroes de corazón puro; esos con los que me formé como lectora y a los que este siglo raro metamorfoseó hasta convertirlos en héroes descreídos, cuando no terriblemente cansados. La segunda es la confirmación, una vez más de que, cuando el presente asquea, aburre, desespera, uno siempre puede cruzar la frontera del tiempo, donde la esperanza es aún posible.
Así lo sostenía Emilio Lara en la cita de Kapuściński que abre su primera novela y que, lejos de ser casual, era toda una declaración de intenciones del incipiente novelista:
“…Y así como años atrás había deseado cruzar la frontera en el espacio, ahora me fascinaba el acto de cruzar la frontera en el tiempo”.
De esa forma, aquel caballero “de anacrónicas maneras” al que entrevisté para Zenda en el café Gijón se me presentaba milagrosamente fundido con sus personajes de ficción, y así lo conté:
Con esa especie de inocencia temeraria y una sonrisa a prueba de negativas en el centro mismo del mundillo literario, desembarcando un cargamento inverosímil de amor por los libros, admiración por la novela clásica y reivindicación del héroe inocente, sostenido todo ello por una artesanía primorosa de la narración de cuyos resultados podemos ser todos testigos.
Emilio sonríe tranquilo, con modales dieciochescos y entusiasmo humanista. Pero no es la suya una felicidad temporal, sino una manera de combatir el mundo y sus impurezas; más que mostrarla, Emilio enarbola la sonrisa a modo del gallardete de un caballero cruzado de corazón puro.
De esta última metáfora estoy hoy especialmente orgullosa, porque de alguna manera presentí un año antes la novela aun no escrita de Emilio Lara, que en plena conexión con aquella lectora se transmutó en caballero cruzado para contarnos estos Tiempos de Esperanza.
Lo que ha ocurrido después viene a ser una confirmación de mis intuiciones: legión de lectores y una lluvia de premios, que aunque en nuestro país no siempre son sinónimo de éxito o calidad, en el caso de Emilio contradicen su propia naturaleza y se muestran como un justo reconocimiento a su talento:
Premio de Novela Histórica Ciudad de Cartagena
Premio Andalucía de la Crítica
Y flamante Premio Narrativas Históricas 2019, concedido a esta novela que ahora presentamos:
Tiempos de esperanza es su tercera novela, en la que Emilio, desde la madurez del lector pero sobre todo con las armas del escritor bien afiladas, nos lleva a un viaje mucho más atrás en el tiempo, a ese momento fascinante de la historia de España (si es que hubo alguno que no lo fuera) que es la Edad Media: el siglo XIII, crisol de culturas, políticas, religiones, razas… Un panorama complejo en el que los esquemas de un “territorio Lara” son perfectamente reconocibles: la esperanza como arma, la maldad como adversario y la fe, el orgullo, la dignidad, la fortaleza, la bondad como ejército invencible. Y siempre, como buen novelista histórico, la aventura presentada como camino a recorrer.
Por tanto, podemos decir que Tiempos de esperanza es una road movie medieval muy cervantina, donde los personajes se mueven como piezas de ajedrez en un peligroso tablero en el que Emilio es, indiscutiblemente, “el Dios detrás de Dios que la trama empieza”.
En ella el novelista trenza una trama ágil, sirviéndose de una estructura narrativa en forma de puzle, muy emocionante tanto en sus pequeñas historias humanas como en su gran historia de amor, con un conocimiento profundo de la historia que, sin embargo, no se nota, porque Emilio, lejos de desplegar la cola erudita de pavo real, echa mano de su característica generosidad para construir una novela pensando exclusivamente en el disfrute del lector, donde los personajes avanzan por un pasado que explica inevitablemente nuestro presente.
Por último, destacar que la espina dorsal que vertebra esta historia es un inverosímil hecho histórico: la cruzada de los niños; un hecho singular, a camino entre el País de Nunca Jamás de Barrie y el dickensiano Londres infantil, que me trajo a la memoria unos versos de Raúl Gómez Jattin:
“En un rincón oscuro / la infancia nos acecha”.
Emilio ha llegado para desmontar esos versos con precisión de relojero, encendiendo una bujía incandescente de cera de abeja (que en su novela he aprendido que es de las que no echan humo), para llenar con nueva luz ese paraíso perdido que para todo lector es su infancia.
Gracias, Emilio, por esta novela, por esa luz y por traerme hasta aquí.
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