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Estamos sedientos - Zenda
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Estamos sedientos

Cuando acaricio mi rostro en el rostro de mi novia doy, pero no sólo, y ella acaricia su rostro en el mío y recibe, aunque también yo. Estallan de placer mis neuronas, y las suyas, y soy yo el que me acaricio con ella y ella la que se acaricia conmigo. Es lo contrario de...

Ideas de felicidad con víctima como razón. Las víctimas mueven millones de dólares y de euros. El dinero público sigue el rastro de las víctimas. Los discursos del bien lavan las conciencias de los que hacen mal, y, al mismo tiempo, son la caricia antes de la punción (en las víctimas) de los que hacen bien. Hay quien descubre que la víctima es su salvación, y hay quien encuentra que erigirse en víctima es su salvación. Los bomberos permanecen al acecho del próximo fuego, cientos de miles de personas viven al acecho del próximo cataclismo —del próximo meneo que nos depare la Historia—. Las crisis son grandes oportunidades. Suena la alarma y la adrenalina nos inunda (o la serotonina nos abandona y se ahonda nuestra catatonia). En cualquiera de los casos, segregamos. Hay que evitar el sadismo, pero el sadismo mueve a muchos de los que mejor hacen su trabajo. Nadie hace nada por nada, reza la cantinela, y quien lo hace por nada es un incauto. Hacer lo que tiene sentido requiere del talento para cubrir todos los frentes, entre ellos el de la satisfacción personal: el de la venganza o la revancha, el de la gloria pero también el de las mezquindades; el de esa succión que no ha de verse porque es inconfesable, tabú. Qué hacen esas dos señoras —desconocidas de la familia— sentadas en primera línea en el velatorio, sino tratar de encontrar la oportunidad de ver, aunque sólo sea por un instante, el cadáver del difunto. Están nerviosas. Disimulan. Les hierve la sangre mientras esperan. Escrutan el rostro dolorido de los familiares con una avidez descomunal. Sus ojos están vivos buscando el dolor y la muerte. Se satisfacen tanto al ofrecer sus condolencias.

"No hay víctima en el momento del amor. Pero sí las hay en los negocios y en la cultura y en lo social y en lo político"

Cuando acaricio mi rostro en el rostro de mi novia doy, pero no sólo, y ella acaricia su rostro en el mío y recibe, aunque también yo. Estallan de placer mis neuronas, y las suyas, y soy yo el que me acaricio con ella y ella la que se acaricia conmigo. Es lo contrario de hincar el diente y succionar en el otro. Porque nos disponemos a sentir, el otro puede disponerse a sentir, pero entonces su excitación nos llega por la vista y por el oído y la piel siente la caricia propia, la de uno mismo, con mayor intensidad. No hay víctima en el momento del amor. Pero sí las hay en los negocios y en la cultura y en lo social y en lo político. Dar o recibir. Dar y recibir. Sensaciones: el trasvase entre el interés propio y el interés ajeno. Afila el colmillo en sí mismo el incauto —que diría Cipolla en su Teoría de la estupidez—, cuando sólo da y no recibe. El vampiro perfecto es el que hinca sus colmillos en el otro mientras el otro los hinca en él. No hay vampiro perfecto sin otro vampiro perfecto: son un beso, un abrazo, dos cuerpos que se anudan y, quizás, danzan. Estamos muy bien hechos al necesitar siempre un otro. Cuando recibo consuelo por parte de alguien me estremezco ante la idea de que pueda obtener placer en ello, y por eso me cuesta tanto consolar a los demás cuando los demás sólo pueden recibir consuelo y yo podría ofrecérselo. Dolor y placer en el mismo acto: soy demasiado sensible a esa idea. Frío y calor. Ni frío ni calor.

"Ah, el placer de ayudar de los médicos y de los psicólogos, el sadismo de los cirujanos"

Anoche supimos de un fallecimiento. Fue una llamada telefónica, una situación súbita, y nos encontrábamos en un espacio público. Mi rostro, ante el llanto de quien me acompañaba, llamó la atención de una mujer que se encontraba a unos metros. Una mala noticia había caído sobre nosotros. Fue en mi rostro donde lo supo. Frente a mí alguien lloraba, y aquella tercera persona se mostró inquieta: quería saber o quería hacer algo al respecto. Insistió en comprender lo que sucedía observándonos, miró hacia nosotros una y otra vez y finalmente vino. Una de sus manos llegó al hombro de mi acompañante, y con la otra mano masajeó su espalda. Cuando ella sintió su presencia dio un pequeño respingo, quién era esa mujer, qué estaba haciendo, qué quería. Pero vio que era africana, una africana, y no dijo nada. Aún alerta, se dejó consolar y atendió a la oración que la africana iba susurrando en francés, quedamente, y que se resumía, sin necesidad de que sus palabras fueran inteligibles, en que todo iba a ir bien y en que Dios la cuidaría. Ya está. Concluyó la oración —yo dije gracias, mi acompañante se lo agradeció con un gesto, sin dejar de llorar—, y, despacio, la mujer se alejó y se quedó mirándonos desde cierta distancia. Fue extraño. Yo, que soy familiar de muchos africanos, lo entendí como un modo de transmitirnos a nosotros, dos blancos españoles, la sensibilidad africana (algo que, por otro lado, yo conocía bien aunque ella no podía saberlo): supuse que quería mostrarnos un “modo de hacer” distinto al individualista occidental, en el que los desconocidos —e incluso los que no son desconocidos— se mantienen distantes. Pero al mismo tiempo no pude dejar de preguntarme si no habría algo insano en su acción, algo propio de los vampiros de emociones que somos. Porque comprendió que habíamos recibido una mala noticia vino a consolar a quien lloraba, a pesar de que ya estaba yo allí, con aquella persona, y le ofrecía mi mano y le hablaba y la consolaba. Así que había cierta gratuidad en su gesto, un querer tomar protagonismo, la necesidad de estar en el lugar donde se estaba produciendo la durísima emoción; quién sabe si una pulsión narcisista, la necesidad de situarse a sí misma donde el sufriente para observarse en el acto de consolación. Y yo, por supuesto, tomando nota de todo, como buen vampiro de vampiros.

Ah, el placer de ayudar de los médicos y de los psicólogos, el sadismo de los cirujanos. Ah, la satisfacción personal a través de la “conciencia social”. No es algo que existiera siempre. “Curar el mundo” es una idea nueva. Antes, la cuestión se encontraba entre Dios —omnipresente— y nuestro interior: sólo había que sanar el uno mismo. Entre los consejos que C.S. Lewis le atribuyó a un diablo extremadamente cachondo y lucidísimo se encontraba no dejar que el “paciente” (al que había que curar de su fe) fuese demasiado lejos en su aproximación a Dios, que se quedase en la superficie, pero tampoco dejarle que fuese demasiado adentro de sí. Ahora elegimos la superficialidad y nos inventamos religiones de su cariz, como “el compromiso”. Son religiones más ligeras, resulta más sencillo succionar, pero la succión es más escasa: esto es una sequía. El sobrino del diablo de C.S. Lewis, Orugario, se afanaba porque su paciente se convirtiera, en contra de la iglesia, precisamente en lo que ahora somos. Ponía todo su empeño en conseguir que su paciente apartase de su mente a Dios. Estamos sedientos.

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Nicolás Melini

Nicolás Melini (La Palma, 1969), es autor de una quincena de libros, entre los que se encuentran las novelas cortas El futbolista asesino, La sangre, la luz, el violoncelo y El estupor de los atlantes (esta última traducida al francés y al georgiano), libros de cuentos como Pulsión del amigo y Talón, y de poemas como Cuadros de Hopper y Los chinos. Ex programador de La noche de los libros y en la actualidad director del Festival Hispanoamericano de Escritores, reside entre La Palma y Madrid. @MeliniCoLaPalma

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