Pocos escritores a lo largo de la historia de la literatura han logrado manejar la técnica del cuento con la destreza de Raymond Carver. El autor de De qué hablamos cuando hablamos de amor brilló frente a sus contemporáneos debido a la finura de su trazo, a su capacidad para enhebrar sus relatos con una precisión casi imposible. El lector se enfrenta a los cuentos de Carver desde un lugar nublado, apartando las sombras con sus manos hasta que, de manera casi imperceptible, la niebla se disipa. O quizá no. Quizá la niebla sea lo importante.
Hoy, en Zenda, seleccionamos cinco de sus cuentos más emblemáticos, repartidos por algunos de los libros más brillantes que concibió a lo largo de su carrera. Dejad que los ríos os conduzcan.
Catedral
Catedral es uno de los relatos incluidos en el libro del mismo nombre. Una colección de cuentos donde amenazas extraordinarias acechan la vida de seres ordinarios. El propio autor afirmó: “Pienso que es bueno que en un relato haya un leve aire de amenaza… Debe haber tensión, una sensación de que algo es inminente”.
***
Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la noche en casa. Su esposa había muerto. De modo que estaba visitando a los parientes de ella en Connecticut. Llamó a mi mujer desde casa de sus suegros. Se pusieron de acuerdo. Vendría en tren: tras cinco horas de viaje, mi mujer le recibiría en la estación. Ella no le había visto desde hacía diez años, después de un verano que trabajó para él en Seattle. Pero ella y el ciego habían estado en comunicación. Grababan cintas magnetofónicas y se las enviaban. Su visita no me entusiasmaba. Yo no le conocía. Y me inquietaba el hecho de que fuese ciego. La idea que yo tenía de la ceguera me venía de las películas. En el cine, los ciegos se mueven despacio y no sonríen jamás. A veces van guiados por perros. Un ciego en casa no era una cosa que yo esperase con ilusión.
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Vecinos
Somos felices hasta que dejamos de serlo. Quizás porque en realidad nunca lo fuimos. Este relato nos habla de ello.
***
Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.
Haz click aquí para leer el cuento.
El padre
El bebé estaba en una canasta al lado de la cama, y llevaba puesto un pelele y un gorro blanco. La canasta de mimbre estaba recién pintada, acolchada con pequeños edredones azules y sujeta con cintas de color azul claro. Las tres hermanitas y la madre, que se acababa de levantar de la cama y aún no se había despertado del todo, y la abuela rodeaban todas al bebé y observaban cómo miraba con fijeza y de cuando en cuando se llevaba el puño a la boca. No sonreía ni reía, pero a veces parpadeaba y movía la lengua entre los labios cuando una de las niñas le pasaba la mano por la barbilla.
El padre estaba en la cocina y les oía jugar con el bebé.
—¿A quién quieres tú, pequeñín? —dijo Phyllis, y le hizo cosquillas en la barbilla.
—Nos quiere a todos —dijo Phyllis—, pero al que quiere de veras es a papá, ¡porque papá también es chico!
La abuela se sentó en el borde de la cama y dijo:
—¡Mirad su bracito! Tan gordo. ¡Y esos deditos! Igualitos que los de su madre.
—¿No es una preciosidad? —dijo la madre—. Tan sano, mi niñito. —Se inclinó sobre la cuna, besó al bebé en la frente y tocó la colcha que le tapaba el brazo—. Nosotros también le queremos.
—¿Pero a quién se parece, a quién se parece? —exclamó Alice, y todas ellas se acercaron a la canasta para ver a quién se parecía.
—Tiene los ojos bonitos —dijo Carol.
—Todos los bebés tienen los ojos bonitos —dijo Phyllis.
—Tiene los labios del abuelo —dijo la abuela—. Fijaos en esos labios.
—No sé… —dijo la madre—. No sabría decir.
—¡La nariz! ¡La nariz! —gritó Alice.
—¿Qué pasa con su nariz? —preguntó la madre.
—En la nariz se parece a alguien —dijo la niña.
—No, no sé… —dijo la madre—. No creo.
—Esos labios… —dijo entre dientes la abuela—. Esos deditos… —dijo, destapando la mano del bebé y extendiéndole los menudos dedos.
—¿A quién se parece este niño?
—No se parece a nadie —dijo Phyllis. Y todas se acercaron aún más a la canasta.
—¡Ya sé! ¡Ya sé! —dijo Carol—. ¡Se parece a papá! —Todas miraron al bebé de muy cerca.
—¿Pero a quién se parece su papá? —preguntó Phyllis.
—¿A quién se parece papá? —repitió Alice, y entonces todas ellas miraron a la vez hacia la cocina, donde el padre estaba en la mesa, de espaldas a ellas.
—¡Vaya, a nadie! —dijo Phyllis, y se puso a lloriquear un poco.
—Calla —dijo la abuela, apartando la mirada. Luego volvió a mirar al bebé.
—¡Papá no se parece a nadie! —dijo Alice.
—Pero tendrá que parecerse a alguien —dijo Phyllis, secándose los ojos con una de las cintas. Y todas salvo la abuela miraron al padre, que seguía sentado en la cocina.
Se había dado la vuelta en su silla y tenía la cara pálida y sin expresión.
El gordo
Estoy sentada tomando café y fumando en casa de mi amiga Rita y se lo estoy contando.
Esto es lo que le cuento.
Es ya tarde en un miércoles lento cuando Herb sienta al gordo en una mesa de mi sección.
Este gordo es la persona más gorda que he visto, aunque se ve pulcro y bien vestido. Todo en él es enorme. Pero lo que mejor recuerdo son sus dedos. Me doy cuenta por primera vez cuando me detengo en la mesa cercana a la suya para atender a la pareja de ancianos. Sus dedos son tres veces más grandes que los de una persona normal: largos, gruesos, cremosos.
Atiendo mis otras mesas, un grupo de cuatro hombres de negocios, muy exigentes: otro grupo de cuatro, tres hombres y una mujer, y esta pareja de ancianos. Leander le ha servido agua al gordo y, antes de ir a su mesa, le doy bastante tiempo para que se decida.
Buenas tardes, le digo, ¿qué le puedo servir?, le digo.
Era grande, de verdad grande, Rita.
Buenas tardes, dice. Hola. Sí, dice. Creo que estamos listos para pedir, dice.
Tiene esta forma de hablar… extraña, tú sabes. Y cada rato produce un pequeño resoplido.
Creo que empezaremos con la ensalada César, dice. Y después un plato de sopa con pan y mantequilla extras, si me hace favor. Chuletas de cordero, creo, dice. Y patatas al horno con crema agria. Luego veremos lo del postre. Muchas gracias, dice, y me entrega el menú.
Por Dios, Rita, ésos sí que eran dedos. Me apresuro a llegar a la cocina y le entrego la orden a Rudy. La toma con una jeta que para qué te cuento. Ya conoces a Rudy. Rudy es así cuando trabaja.
En el momento en que salgo de la cocina, Margo —¿te conté de Margo? ¿La que persigue a Rudy?— Margo me dice, ¿quién es tu amigo el gordo? De veras que es un gordinflón.
Eso tiene que ver. Seguro tiene que ver.
Preparo la ensalada César en su mesa, él observa cada uno de mis movimientos a la vez que unta pedazos de pan con mantequilla y los pone a un lado, y todo el tiempo suelta ese resoplido. De todos modos, estoy tan nerviosa o lo que sea, que derramo su vaso de agua.
Lo siento muchísimo, le digo. Siempre sucede cuando una tiene prisa. Lo siento mucho, le digo. ¿Está usted bien?, le digo. Le diré al muchacho que limpie de inmediato, le digo.
No importa, dice. Está bien, dice, y resopla. No se preocupe, no hay cuidado, dice. Sonríe y hace una señal con la mano mientras me dirijo hacia donde está Leander, y cuando regreso a servirle la ensalada, veo que el gordo se ha comido todo su pan con mantequilla.
Poco después, cuando le traigo más pan, se ha terminado su ensalada. ¿Sabes de qué tamaño son esas ensaladas César? Es usted muy amable, dice. El pan está maravilloso, dice.
Gracias, le digo.
Bueno, está muy rico, dice, lo decimos en serio. No siempre disfrutamos de un pan como éste, dice.
¿De dónde es usted?, le pregunto. No creo haberlo visto antes, le digo.
No es la clase de persona que puedes olvidar, agrega Rita.
De Denver, dice.
No digo nada más al respecto, aunque tengo curiosidad.
Su sopa estará lista en unos minutos, le digo, y me retiro a poner los toques finales a mi grupo de cuatro hombres de negocios, muy exigentes.
Cuando le sirvo su sopa, veo que el pan ha desaparecido otra vez. Justo se está metiendo el último pedazo de pan en la boca.
Créame, dice, no siempre comemos así, dice. Tendrá que disculparnos, dice.
Ni lo mencione, por favor, le digo. Me gusta ver a una persona que disfruta de la comida, le digo.
No lo sé, dice. Supongo que podría llamársele así. Y resopla. Se arregla la servilleta. Entonces levanta su cuchara.
¡Dios mío, qué gordo es!, dice Leander.
No puede evitarlo, digo, así es que mejor cállate.
Le pongo otra canasta de pan y más mantequilla. ¿Qué tal estaba la sopa?, le digo.
Gracias. Buena, dice. Muy buena, dice. Se limpia los labios y se da unos golpecitos ligeros en la barbilla. ¿Hace calor aquí, o es mi impresión?, dice.
No, hace calor aquí, le digo.
Tal vez nos quitemos el abrigo, dice.
Adelante, le digo. Una persona debe sentirse a gusto, le digo.
Es cierto, dice, eso es muy muy cierto, dice.
Pero un poquito más tarde veo que todavía tiene puesto el abrigo.
Se han ido los grupos numerosos y también la pareja de ancianos. El lugar se está vaciando. Pero cuando le sirvo sus chuletas de cordero y sus patatas al horno, junto con más pan y mantequilla, el gordo es el único que queda.
Le pongo muchísima crema agria a sus patatas. Rocío trochos de tocino y cebollines sobre su crema agria. Le traigo más pan y mantequilla.
¿Todo está bien?, le digo.
Muy bien, dice, y resopla. Excelente, gracias, dice, y resopla de nuevo.
Buen provecho, le digo. Destapo la azucarera y miro su interior. Él asiente y continúa mirándome hasta que me retiro.
Ahora sé que yo buscaba algo. Pero no sé qué.
¿Cómo va ese tonel de tripas? Te va a desgastar las piernas, dice Harriet. Ya conoces a Harriet.
De postre, le digo al gordo, tenemos el “Especial Linterna Verde”, que es un pudín con mermelada, o pastel de queso o helado de vainilla o nieve de piña.
¿No la estamos retrasando, o sí?, dice, y resopla con cara de preocupación.
En lo absoluto, le digo. Claro que no, le digo. Tómese su tiempo, le digo. Le traeré más café mientras se decide. Vamos a ser sinceros con usted, dice. Y se mueve en el asiento. Quisiéramos el “Especial”, pero quizá también tomaremos un helado de vainilla. Con sólo una gota de salsa de chocolate, si me hace favor. Le dijimos que estábamos hambrientos, dice.
Me dirijo a la cocina para ordenar su postre, Rudy dice, Harriet dice que en una mesa tienes un gordo de circo. ¿Es cierto? Rudy se ha quitado el delantal y el sombrero, si entiendes lo que trato de decir.
Rudy, es gordo, le digo; pero eso no es todo.
Rudy sólo se ríe.
Parece que a esta muchacha le gusta la gordura, dice.
Es mejor que tengas cuidado Rudy, dice Joanne, que acaba de entrar en la cocina.
Me estoy poniendo celoso, le dice Rudy a Joanne.
Puse el “Especial” ante el gordo y un platón de helado de vainilla con salsa de chocolate a un lado.
Gracias, dice.
De nada, le digo… y me invade un sentimiento.
Aunque usted no lo crea, dice, no siempre hemos comido así.
Por mi parte, yo como y como y no puedo subir de peso, le digo. Me gustaría engordar, le digo.
No, dice. Si pudiéramos elegir diríamos que no. Pero no podemos.
Entonces levanta su cuchara y come.
¿Qué más?, dice Rita, encendiendo uno de mis cigarrillos y acercando su silla a la mesa. Esta historia se está poniendo interesante, dice Rita.
Eso es todo. Nada más. Se come sus postres, y después se va y Rudy y yo nos vamos a casa.
Vaya gordinflón, dice Rudy, estirándose como lo hace cuando está cansado. Entonces nada más se ríe y vuelve a ver la tele.
Pongo a hervir agua para el té y me ducho. Me paso la mano por el vientre y me pregunto qué ocurriría si tuviera hijos y uno de ellos me saliera así de gordo.
Vierto el agua en la tetera, arreglo las tazas, el azúcar, la crema, y le llevo la bandeja a Rudy. Como si hubiera estado pensando en ello, Rudy dice: cuando era niño conocí a un gordo, un par de gordos, de verdad gordos. Por Dios que eran rechonchones. No me acuerdo de sus nombres. Gordo era el único nombre que tenía ese niño. Lo llamábamos Gordo, al niño de al lado. Era mi vecino. El otro niño vino después. Se llamaba Bambolino. Todos lo llamaban Bambolino, excepto los maestros. Gordo y Bambolino. Me gustaría tener sus fotos, dice Rudy.
No se me ocurre nada que decir, así es que tomamos nuestro té y al poco tiempo me levanto para ir a la cama. Rudy se levanta también, apaga la tele, le echa llave a la puerta, y empieza a desvestirse.
Me meto en la cama, me arrimo a la orilla y me acuesto boca abajo. Pero enseguida, tan pronto como apaga las luces y se mete en la cama, Rudy empieza. Me pongo boca arriba y me relajo un poco, aunque es contra mi voluntad. Pero aquí está la cosa: cuando se coloca sobre mí, de repente me siento gorda. Siento que estoy terriblemente gorda, tan gorda que Rudy es una cosa pequeñita que apenas siento encima de mí.
Es una historia extraña, dice Rita, pero puedo ver que ella no sabe cómo interpretarla.
Me siento deprimida pero no voy a ahondar en esto con ella. Ya le he contado bastante.
Se queda allí esperando, acomodándose el cabello con sus delicados dedos.
¿Esperando qué? Me gustaría saber.
Es agosto.
Mi vida va a cambiar. Lo presiento.
El tren
A John Cheever
La mujer se llamaba Miss Dent, y aquella tarde había encañonado a un hombre con una pistola. Le había obligado a arrodillarse en el polvo suplicando que le perdonara la vida. Mientras los ojos del hombre se llenaban de lágrimas y sus dedos estrujaban hojas caídas, ella le apuntaba con el revólver y le cantaba cuatro verdades. Trataba de hacerle comprender que no podía seguir pisoteando los sentimientos de la gente.
—¡Ni un movimiento! —dijo.
Pero el hombre simplemente escarbaba el polvo con los dedos y movía un poco las piernas, muerto de miedo. Cuando ella terminó de hablar, cuando dijo todo lo que pensaba de él, le puso el pie en la nuca y le aplastó la cara contra el polvo. Luego guardó el revólver en el bolso y volvió a pie a la estación.
Se sentó en un banco en la desierta sala de espera con el bolso en el regazo. La taquilla estaba cerrada; no había nadie. Incluso el aparcamiento estaba vacío, delante de la estación. Fijó la vista en el enorme reloj de la pared. Quería dejar de pensar en el hombre y en su comportamiento con ella después de conseguir lo que quería. Pero estaba segura de que durante mucho tiempo recordaría el sonido que el hombre emitió por la nariz al arrodillarse. Inspiró profundamente, cerró los ojos y esperó oír el ruido del tren.
La puerta de la sala de espera se abrió. Miss Dent miró en aquella dirección y vio entrar a dos personas. Una de ellas era un anciano de pelo blanco y corbata blanca de seda; la otra era una mujer de mediana edad que llevaba los ojos sombreados, los labios pintados, y un vestido de punto de color rosa. La tarde había refrescado, pero ninguno de los dos llevaba abrigo y el anciano iba sin zapatos. Se detuvieron en el umbral, aparentemente sorprendidos de encontrar a alguien en la sala de espera. Trataron de comportarse como si su presencia no les molestase. La mujer le dijo algo al anciano, pero miss Dent no percibió sus palabras. La pareja entró en la sala. A miss Dent le pareció que tenían cierto aire de inquietud, de haber salido de algún sitio a toda prisa y de ser incapaces todavía de hablar de ello. También podría ser, pensó miss Dent, que hubiesen bebido demasiado. La mujer y el anciano de pelo blanco miraron al reloj, como si pudiera decirles algo sobre su situación y lo que debían hacer a continuación.
Miss Dent también miró al reloj. Nada había en la sala de espera que anunciase el horario de llegada y salida de los trenes. Pero estaba dispuesta a esperar el tiempo que fuese necesario. Sabía que si aguardaba lo suficiente, llegaría un tren, lo abordaría y la llevaría lejos de aquel sitio.
—Buenas tardes —le dijo el anciano a miss Dent.
Lo dijo, pensó ella, como si se tratara de una tarde de verano normal y él fuese un anciano importante que llevara zapatos y esmoquin.
—Buenas tardes —contestó miss Dent.
La mujer del vestido de punto la miró de un modo calculado para darle a entender que no se alegraba de encontrarla en la sala de espera.
El anciano y la mujer se sentaron en un banco al otro lado de la sala, justo enfrente de miss Dent. Miró cómo el anciano se estiraba un poco los pantalones, cruzaba las piernas y empezaba a mover el pie, convenientemente enfundado en su calcetín. El anciano sacó un paquete de cigarrillos y una boquilla del bolsillo de la camisa. Insertó el cigarrillo en la boquilla y se llevó la mano al bolsillo de la camisa. Luego buscó en los bolsillos del pantalón.
—No tengo lumbre —dijo a la mujer.
—Yo no fumo —contestó ésta—. Cualquiera diría que no me conoces lo suficiente para saberlo. Si es que tienes que fumar, ella quizá tenga una cerilla.
La mujer alzó la barbilla lanzando una mirada a miss Dent. Pero miss Dent meneó la cabeza. Se acercó más el bolso. Tenía las rodillas juntas, los dedos crispados sobre el bolso.
—Así que, encima de todo lo demás, no hay cerillas —dijo el anciano de pelo blanco.
Se registró los bolsillos una vez más. Luego suspiró y sacó el cigarrillo de la boquilla. Volvió a meter el cigarrillo en el paquete. Guardó los cigarrillos y la boquilla en el bolsillo de la camisa.
La mujer empezó a hablar en una lengua que miss Dent no entendía. Pensó que podría ser italiano porque su rápida manera de hablar se parecía a la de Sophia Loren en una película que había visto.
El anciano meneó la cabeza.
—No te sigo, ¿sabes?, vas muy deprisa para mí; tendrás que ir más despacio. Habla inglés. No puedo seguirte —dijo.
Miss Dent dejó de aferrar el bolso y lo puso en el banco, junto a ella. Miró el cierre. No sabía exactamente lo que debía hacer. La sala era pequeña y no le parecía bien levantarse de pronto para ir a sentarse a otra parte. Sus ojos se dirigieron al reloj. —No puedo soportar a esa pandilla de locos —dijo la mujer—. ¡Es tremendo! Sencillamente, no puede explicarse con palabras. ¡Dios mío!
La mujer dijo esto y meneó la cabeza. Se dejó caer contra el respaldo del banco, como agotada. Alzó la vista y miró brevemente al techo.
El anciano tomó la corbata de seda entre los dedos y empezó a manosear el tejido. Se abrió un botón de la camisa y pasó la corbata por dentro. La mujer prosiguió, pero él parecía pensar en otra cosa.
—Es esa chica la que me da lástima —dijo la mujer—. La pobrecita, solo en una casa llena de idiotas y de víboras. Es la única que me da pena. ¡Y a ella es a quien hay que pagar! ¡No a los demás. ¡Desde luego no a ese imbécil que llaman Capitán Nick! Es completamente irresponsable. A él no.
El anciano alzó la cabeza y echó una mirada por la sala de espera. Se fijó un momento en miss Dent.
Miss Dent miró por encima de él, a la ventana. Vio la alta farola, con la luz brillando sobre el aparcamiento vacío. Tenía las manos cruzadas en el regazo y trataba de concentrarse en sus propios asuntos. Pero no podía dejar de oír lo que aquella gente decía.
—Te voy a decir una cosa —dijo la mujer—. La chica es la única que me interesa. ¿A quién le importa el resto de esa tribu? Toda su existencia gira alrededor del café au lait y los cigarrillos, de su refinado chocolate suizo y de esos puñeteros guacamayos. No les importa nada aparte de eso. ¿Qué más les interesa? Si no vuelvo a ver a esa pandilla otra vez, tanto mejor. ¿Me entiendes?
—Claro que te entiendo —contestó el anciano—. Naturalmente.
Descabalgó la pierna, la apoyó en el suelo y cruzó la otra. —Pero no te enfades por eso ahora —dijo. —Dice que no me enfade por eso, ¿Por qué no te miras al espejo?
—No te inquietes por mí —contestó el anciano—. Peores cosas me han pasado y aquí me tienes.
Se rió en voz baja y meneó la cabeza.
—No te preocupes por mí. —¿Cómo no voy a preocuparme por ti? —preguntó ella—. ¿Quién, si no, va a preocuparse por ti? ¿Esa mujer del bolso va a preocuparse por ti?
Dejó de hablar el tiempo suficiente para fulminar a miss Dent con la mirada.
—Lo digo en serio, amico mió. ¡Pero mírate! ¡Por Dios, si no hubiese tenido ya tantas cosas en la cabeza, me habría dado un ataque de nervios allí mismo! Dime quién más va a preocuparse por ti si yo no lo hago. Te hago una pregunta en serio. Ya que sabes tantas cosas, contéstame a ésa.
El anciano de pelo blanco se puso en pie y luego volvió a sentarse.
—No te preocupes por mí, simplemente —dijo—. Preocúpate por otra persona. Si quieres preocuparte por alguien, hazlo por la chica y por el Capitán Nick. Tú estabas en otra habitación cuando él dijo: «Yo no soy serio, pero estoy enamorado de ella.» Esas fueron sus palabras.
—¡Sabía que pasaría algo así! —gritó la mujer.
Cerró los dedos y se llevó las manos a las sienes.
—¡Sabía que me dirías algo parecido! Pero tampoco me sorprende. No, no me pilla de sorpresa. Un leopardo no muda las manchas. Nunca se ha dicho nada más cierto. Lo dice la experiencia. Pero, ¿cuándo vas a despertarte, viejo estúpido? Contéstame. ¿Eres como la muía, que primero hay que darle bastonazos entre los ojos? O Dio mió! ¿Por qué no vas a mirarte al espejo? Mírate bien, mientras puedas.
El anciano se levantó del banco y se acercó a la fuente. Se puso una mano a la espalda, abrió el grifo y se inclinó para beber. Luego se enderezó y se limpió la barbilla con el dorso de la mano. Se llevó las manos a la espalda y empezó a recorrer la habitación como si estuviera de paseo.
Pero miss Dent vio que sus ojos exploraban el suelo, los bancos vacíos, los ceniceros. Comprendió que buscaba cerillas y lamentó no tener ninguna.
La mujer se había vuelto para seguir los movimientos del anciano.
—¡Pollo frito de Kentucky en el polo norte! ¡El Coronel Sanders con botas y parka! ¡Eso fue el colmo! ¡El acabóse!
El anciano no contestó. Prosiguió su circunnavegación de la sala y se detuvo delante de la ventana. Se quedó allí, con las manos a la espalda, mirando el aparcamiento vacío.
La mujer se volvió hacia miss Dent. Se tiró de la sisa del vestido.
—La próxima vez que vaya a ver películas domésticas sobre Point Barrow, Alaska, y sus esquimales norteamericanos, me lo tendré merecido. ¡Qué absurdo, por Dios! Hay gente que haría cualquier cosa. Los hay que tratarían de matar de aburrimiento a sus enemigos. Pero habría que haberlo visto.
La mujer lanzó a miss Dent una mirada agresiva, como si la desafiara a llevarle la contraria.
Miss Dent cogió el bolso y se lo puso en el regazo. Miró al reloj, que parecía avanzar muy despacio, suponiendo que se moviera.
—No es usted muy habladora —dijo la mujer a miss Dent—. Pero apuesto a que tendría mucho que decir si alguien la animara. ¿Verdad? Pero usted es lista. Prefiere quedarse sentada con su boquita decorosamente cerrada mientras otros hablan sin parar. ¿Tengo razón? Agua mansa. ¿Así es usted? —preguntó la mujer—. ¿Cómo la llaman?
—Miss Dent. Pero no la conozco a usted.
—¡Pues yo tampoco a usted! —exclamó la mujer—. Ni la conozco ni quiero conocerla. Quédese ahí sentada y piense lo que quiera. Eso no cambiará nada. ¡Pero sé lo que pienso yo, que esto da asco!
El anciano se apartó de la ventana y salió. Cuando volvió, un momento después, tenía un cigarrillo encendido en la boquilla y parecía de mejor humor. Llevaba los hombros echados hacia atrás y la barbilla hacia adelante. Se sentó junto a la mujer.
—En el fondo, tienes suerte —dijo la mujer—. Y eso es una ventaja en tu situación. Siempre lo he sabido, aunque nadie más se diese cuenta. La suerte es importante.
La mujer miró a miss Dent y prosiguió:
—Joven, apuesto a que usted ha cometido errores en la vida. Estoy segura. Me lo dice la expresión de su cara. Pero usted no va a hablar de ello. Adelante, pues, no hable. Deje que hablemos nosotros. Pero envejecerá. Entonces ya tendrá algo de que hablar. Espere a tener mi edad. O la suya —añadió la mujer, señalando al anciano con el dedo pulgar—. No lo quiera Dios. Pero todo llega. A su debido tiempo todo llega. Y tampoco hay que buscarlo. Viene sólo.
Miss Dent se levantó del banco sin dejar el bolso y se acercó a la fuente. Bebió y se volvió a mirarlos. El anciano había terminado su cigarrillo. Lo sacó de la boquilla y lo tiró debajo del banco. Golpeó la boquilla contra la palma de la mano, sopló el humo que había dentro y volvió a guardarla en el bolsillo de la camisa. Ahora también prestó atención a miss Dent. Fijó la vista en ella y esperó junto con la mujer. Miss Dent hizo acopio de fuerzas para hablar. No sabía por dónde empezar, pero pensó que podría decir primero que tenía una pistola en el bolso. Incluso podría decirles que aquella misma tarde había estado a punto de matar a un hombre.
Pero en aquel momento oyeron el tren. Primero, el silbido; luego, un ruido metálico y un timbre de alarma cuando la barrera descendió sobre el paso a nivel. La mujer y el anciano de pelo blanco se levantaron del banco y se dirigieron a la puerta. El anciano abrió la puerta para que pasara su compañera, luego sonrió e hizo un gesto con la mano para que miss Dent saliera antes que él. Ella llevaba el bolso sujeto contra la blusa. Salió detrás de la mujer mayor.
El tren silbó otra vez al tiempo que aminoraba la marcha; luego se detuvo delante de la estación. El foco de la locomotora se movía de un lado para otro sobre los raíles. Los dos vagones que componían el pequeño convoy estaban bien iluminados, de modo que a las tres personas que estaban en el andén les resultó fácil ver que el tren venía casi vacío. Pero no les sorprendió. A aquella hora, lo que les sorprendía era ver a alguien a bordo.
Los escasos viajeros se asomaban a las ventanillas de los vagones y encontraban raro ver a aquella gente en el andén, disponiéndose a abordar un tren a aquella hora de la noche. ¿Qué asuntos les habrían sacado de sus casas? A aquella hora, la gente debería estar pensando en acostarse. En las casas de las colinas que se veían detrás de la estación, las cocinas estaban limpias y arregladas; los lavavajillas hacía mucho que habían concluido su función, todo estaba en su sitio. Las lamparillas de noche brillaban en los cuartos de los niños. Unas cuantas adolescentes aún estarían leyendo novelas, retorciéndose un mechón de pelo entre los dedos. Pero las televisiones se apagaban. Maridos y mujeres se disponían a pasar la noche. La media docena de viajeros sentados en los dos vagones miraban por la ventanilla y sentían curiosidad por las tres personas del andén.
Vieron a una señora de mediana edad, muy maquillada y con un vestido de punto de color rosa, subir el estribo y entrar en el tren. Tras ella, una mujer más joven, vestida con blusa y falda de verano que aferraba un bolso. Las siguió un anciano que andaba despacio con aire de dignidad. El anciano tenía el pelo blanco y llevaba una corbata blanca de seda, pero iba descalzo. Los viajeros, como es lógico, pensaron que los tres iban juntos; y tuvieron la seguridad de que, fuera cual fuese el asunto que les tenía ocupados aquella noche, no había tenido un desenlace satisfactorio. Pero los viajeros habían visto en su vida cosas más extrañas. El mundo está lleno de historias de todo tipo, como ellos bien sabían. Aquello tal vez no fuese tan malo como parecía. Por esa razón, apenas volvieron a pensar en las tres personas que avanzaban por el pasillo para encontrar acomodo: la mujer y el anciano de pelo blanco se sentaron juntos, la joven del bolso unos asientos más atrás. En cambio, los viajeros miraban a la estación pensando en sus cosas, en los asuntos en que estaban enfrascados antes de que el tren parase en la estación.
El factor examinó la vía. Luego miró atrás, en la dirección en que venía el tren. Alzó el brazo y, con la linterna, hizo una señal al maquinista. Eso era lo que el maquinista esperaba. Giró un botón y bajó una palanca. El tren arrancó. Lentamente al principio, pero luego empezó a tomar velocidad. Fue acelerando hasta que una vez más surcó la campiña a toda marcha, con sus vagones brillantes arrojando luz sobre la vía.
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