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He venido a completar mi relato - Zenda
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He venido a completar mi relato

No hacía vida en una azotea desde hace mucho tiempo. Me acuerdo de “subir a tender” —subir a tender era una actividad muy común cuando yo era adolescente—. Recuerdo un pastor alemán enorme en la azotea de la casa, autofabricada por mi padre en el Lomo Machado —como esta de Dakar ha sido autofabricada por...

Las personas a las que acompaño en esta azotea de Dakar tertulian en wolof —y a veces me incluyen en francés o en inglés— durante la ceremonia cotidiana de los tres tés. Algunas realizan labores domésticas y otras permanecen ociosas sentadas en el suelo, en pequeños taburetes (bonitos de tan pulimentados por el uso), y en algún banco de madera. El joven Bakary escancia el té una y otra vez. El joven Dino tiende su ropa. Mariama, la cocinera, se prepara para hacer la cena en la cocina que se encuentra en la propia azotea. Entre inquilinos habituales e invitados (familiares venidos a Dakar desde Gambia o Casamance para las exequias de un familiar) alojadas en la casa se encuentran unas 18 personas; me cuesta contarlas, se reparten por todas las estancias y no me alcanza la memoria para ubicarlas mentalmente. Además, algunas han salido. En la azotea hay una pila de azulejo al aire libre, con un pequeño grifo de aluminio: para lavar la ropa, fregar los platos, hacer la comida, dar de beber a los animales y fregar el suelo —de azulejos rotos— cada día. Los bancos son simples y precarios, de madera endeble, pero hay unos en la planta baja, grandes y de tijera, sofisticados, de madera duradera y que evitan, con la forma que toma el asiento al abrirlos, que el culo toque la madera con demasiada dureza: de cojín hace un vacío, el hueco que se forma allí donde cae el coxis, y porque se ha hecho tarde, entre el segundo té y el tercero se detiene la ceremonia: unos desaparecen por la puerta de la azotea, descienden a las habitaciones de la planta calle, hacen sus abluciones, se visten con sus mejores galas y se dirigen hacia la mezquita; otros hacen sus abluciones, se visten con sus mejores galas y acondicionan el centro de la azotea, desplegando esterillas para rezar ahí mismo. La llamada a la oración llega un poco antes que el ataque de los mosquitos, así que yo —que sé que el tercer té me alcanzará allí donde me encuentre, porque alguien me lo llevará— desciendo al cuarto que me han asignado y me visto con pantalón y camisa de manga larga: mis mejores galas de defensa contra los mosquitos. Me calzo unos tenis y pulverizo repelente y lo extiendo por aquellas partes de mi piel que permanecerán a la intemperie a pesar de todo: apenas las manos y la cabeza. Nadie usa repelente aquí, adultos y niños viven con la posibilidad de enfermar y con la incomodidad de sentir a los mosquitos revolotear sobre ellos al atardecer y toda la noche, y cuando pregunto cuántas veces han enfermado de malaria la respuesta es una, dos, tres veces en algún caso. Cuestión de suerte: ninguno ha muerto. Apenas he visto mosquitos muy grandes, de los que podrían transmitirme la enfermedad, sino pequeños, inconsistentes: vampiros invisibles. Calculo que durante mi estancia llevo unas treinta o cuarenta picaduras, a pesar de mis prevenciones, que sin duda podrían ser mucho más rigurosas si yo fuese menos bruto —dejado, osado— y no me pasara tanto tiempo quieto, escribiendo en el portátil, lo cual les ha permitido aproximarse por la espalda (a mis codos, a mi antebrazo, a mis tobillos y pantorrillas) sin que me diera cuenta. Las picaduras en los codos me dan mucha rabia: duelen, la piel se me agujerea por el escozor, también debido a mis escaramuzas involuntarias para atajarlo (se me olvidó comprar pomada). No creo que contraiga la malaria y, sin embargo, pienso en la posibilidad de enfermar y me parece haber regresado al tiempo infantil de la viruela y el sarampión y las paperas. La desigualdad juega a igualarme con mi infancia y me proporciona la sensación de encontrarme en el centro, en el inicio, en el origen de algo. Así que el vampiro que soy bebe en ese néctar antiguo, originario, en una emoción extraña pero que me conecta conmigo.

"No me hace falta preguntar dónde se recibiría a los invitados de una boda o de un funeral o de la imposición de nombre a un bebé en esta casa: sería en ese salón que miro desde la puerta"

No hacía vida en una azotea desde hace mucho tiempo. Me acuerdo de “subir a tender” —subir a tender era una actividad muy común cuando yo era adolescente—. Recuerdo un pastor alemán enorme en la azotea de la casa, autofabricada por mi padre en el Lomo Machado —como esta de Dakar ha sido autofabricada por Ablaye en un nuevo barrio de Dakar, Mbao Villeneuve—, así que animales en la azotea es algo que he vivido y casa autofabricada también. El desarrollismo de un país que ahora crece al 7% y, por lo tanto, hace posible una nueva clase media, una generación de jóvenes que se casan, tienen hijos y trabajan en las grandes empresas implantadas en el país, recibiendo el crédito que estas les ofrecen a cambio de una pequeña parte de sus salarios para que puedan comprar coches de calidad y fabriquen sus casas bloque de cemento a bloque de cemento, también me suena a pesar de las distancias espaciales y temporales.

En la segunda planta de la casa, que es la planta lujosa en la que viven marido, mujer y niños, la familia cuenta con un salón en el que nadie permanece. Es el mejor lugar de toda la casa (con sillones nuevos, suaves) y nadie entra, nadie lo ocupa, nadie lo disfruta. Y como hago lo que veo que la gente hace yo tampoco entro y lo ocupo. Sería una profanación, me parece, y me horroriza la idea del blanco que llega y se hace con el mejor lugar de la casa. En la España de hoy sería el salón principal, el salón en el que todos haríamos vida, pero aquí es una joya, un altar: no es un lugar de uso sino el lugar por medio del cual se visualiza hacia dónde se dirige esta familia. El futuro es ser así, merecedores de ese salón que ahora no se toca. Recuerdo que en La Palma, cuando era niño, había familias que tenían un salón que no se pisaba: el brillante barniz de la mesa y las sillas como recién repasadas con un producto especial, las figuritas, la ensaladera sin ensalada, el skay de los sillones sin el menor arañazo ni arrugas a la vista, el bodegón clásicamente enmarcado, la foto familiar, la alfombra intocable (¡protegida de las pisadas distraídas por un plástico!). Qué digo, en mi propia casa teníamos un salón casi que así mientras hacíamos vida en la cocina, el cuarto de la tele, los baños y los dormitorios. Hoy esos saloncitos son el lugar de vida cotidiana en las casas, ya no los consagramos. Nuestros salones ahora son salones de uso diario, nada que ver con aquellos salones “joya de la corona”. El salón de la casa de Dakar sí lo es, y me conecta con quien fui aunque nada concreto en él haya igual que en los salones de las casas de mi infancia y juventud. En las dos ventanas no hay cristales, solo unos hierros cruzados, como en muchas de las ventanas de las casas de Senegal, donde el clima las convierte en innecesarias. Los ornamentos de las molduras del techo son de estilo árabe, nada que ver con los rosetones de hojas y flores de los salones de España. Los sillones no se encuentran orientados a un televisor. No hay televisor. Ni figuritas. Ni alfombra. Ni plantas. Ni mesa en la que celebrar las comidas especiales (aquí se come en el suelo, sobre un paño). Los sillones tienen en sus laterales dónde poner una bebida, como si fueran los sillones del avión del presidente de un país. No hay repisas ni libros ni fotos ni cuadros. No hay nada, solo los sillones, porque es lo único indispensable. Los sillones y los ornamentos del techo. La comodidad y el estatus. No me hace falta preguntar dónde se recibiría a los invitados de una boda o de un funeral o de la imposición de nombre a un bebé en esta casa: sería en ese salón que miro desde la puerta, sin sentir la menor tentación de entrar y ocupar aunque se trate del lugar de la casa en el que mis huesos estarían más cómodos.

"Quizás a ellos les cueste un poco entenderlo, pero he venido a conocer a mi familia, a decirles que son mi familia aunque su hermana y yo hace un año y medio que nos hemos separado"

Puedo mirar este momento como si fuera un niño —esta azotea de Dakar con 7 corderos—, aunque soy mayor para ser un niño: tengo 48 años y he venido porque, de pronto, ha cobrado sentido que lo hiciera. Tras la organización de un festival literario, agotado, me invitaron a impartir una conferencia en Las Palmas, y le pregunté a la directora de la Casa Museo Benito Pérez Galdós si podía, en vez de devolverme a Madrid, enviarme a Dakar. De este modo, el pasaje de venida me ha costado sólo 111 €. Pero el arrebato tiene que ver con mi necesidad de conocer a estas personas. He vivido algo más de 10 años teniendo noticias de todos ellos a diario: la fabricación de la casa, el nacimiento de sus hijos, las idas y venidas de unos y otros entre Dakar y Ziguinchor, las enfermedades, los estudios, el fallecimiento de sus familiares. Quizás a ellos les cueste un poco entenderlo, pero he venido a conocer a mi familia, a decirles que son mi familia aunque su hermana y yo hace un año y medio que nos hemos separado. He venido a lo que es importante para mí porque es eso, y no cualquier otra cosa, lo que importa, y seguir adelante sin haber venido no hubiese sido buena idea. He venido a la emoción necesaria, a completar mi relato, a relatarme.

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Nicolás Melini

Nicolás Melini (La Palma, 1969), es autor de una quincena de libros, entre los que se encuentran las novelas cortas El futbolista asesino, La sangre, la luz, el violoncelo y El estupor de los atlantes (esta última traducida al francés y al georgiano), libros de cuentos como Pulsión del amigo y Talón, y de poemas como Cuadros de Hopper y Los chinos. Ex programador de La noche de los libros y en la actualidad director del Festival Hispanoamericano de Escritores, reside entre La Palma y Madrid. @MeliniCoLaPalma

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