“Escribo por no matar”, me confesó un día Petros Márkaris, escritor griego autor de novelas cuajadas de crímenes. Yo escribo por no haber preguntado. De niño sospeché que mi abuelo materno había matado. Sostuve un día en mis manos su pistola, negra y pesada. Vi sus balas cromadas, de dorado fulgor. Mi abuelo, Manuel Bonilla, vivía desde 1953 en un minúsculo pisito del barrio de la Trinidad, en el extrarradio de Barcelona. No pregunté. Nacido en La Alpujarra, mi abuelo hablaba un andaluz muy cerrado. Yo no le entendía, lo que me avergonzaba. Yo leía tebeos, él me miraba. Yo no pregunté nunca, y él calló siempre.
Las novelas crecen en los pliegues de los silencios. Yo sabía que mi abuelo había hecho una guerra, que por eso llamaba “el parte” al Telediario. Y que era de Granada. Cierta noche supe algo más. Yo tenía diez u once años. Estábamos a solas en el comedor. Antes de acostarme dijo la frase que ha acabado por reclamarme esta novela. Una frase envuelta en silencios, casi susurrada, sólo para mí, para ese niño que leía tebeos: “Yo pude salvar a Lorca”, dijo.
No entendí, era una frase tan incomprensible como “Yo pude salvar a Góngora”. ¿Qué vínculo podía haber entre mi abuelo casi analfabeto en un pisito del extrarradio de Barcelona… y el nombre de un insigne escritor de mi manual escolar de Literatura? Por eso crecería dentro de mí esta novela: para explicarme ese vínculo. Aquella víspera, ante “el parte”, mi abuelo había señalado el rostro de un hombre de su edad que vimos en la pantalla del televisor: “Ese es mi amigo”, dijo. Años después supe quién era el hombre: Luis Rosales, el poeta de Granada que cobijó en su casa a Federico García Lorca durante la semana que sería la última de su vida. Y para explicarme ese vínculo, también, he tenido que escribir esta novela.
Hubo otro silencio. Uno que se abrió el mediodía de Año Nuevo de 1980, con mi abuelo materno (que combatió en el bando ganador) sentado a mi izquierda en la mesa, y mi tío paterno (que combatió en el bando perdedor) a mi derecha. Les formulé ese día una pregunta: “Al acabar la guerra, ¿dónde estuvisteis?”. Sus respuestas me conmocionaron y enmudecieron… pero acabarían por encender la mecha de esta novela. Así lo relato en su capítulo 31.
Mi abuelo materno, Manuel Bonilla, falleció en 1990 sin yo haberle preguntado nada. Le vi agonizar, y enterrarle me sacudió: ¿quién había sido aquel hombre? Mi desasosiego me obligó a conducir hasta La Alpujarra, quise pisar su pueblo natal, Torvizcón, y el cortijo en el que mi madre nació. Y allí sucedió un fortuito encuentro con un anciano que puso en pie sobre su tierra la figura de mi abuelo. Lo cuento en el capítulo 3.
Mi tío paterno, José Amela, falleció en 2005 sin yo haberle preguntado nada. Al vaciar la casa, apareció una caja. Dentro había unas cartas que envió desde el frente, con 17 años. Y unas fotos. Los vestigios de unos años que vaciaron su vida para siempre. Y que también cuento en la segunda parte de esta novela.
La muerte de Lorca, poeta sacrificial. El enigma biográfico de mi silencioso abuelo, que emigró de Granada al barrio de la Trinidad de Barcelona, en el que vivía la familia de un jovencito al que una bala había herido en el Ebro el día en que cumplía 18 años. Sus destinos se toparon. ¿Cómo no iba a escribir una novela? Granada, Barcelona, la sangre de Lorca, que no la seca el tiempo… Y supe, preparando mi novela, que el primer gran investigador de la pasión, muerte y paradero de Lorca, Agustí Penón, ¡era barcelonés de 1920! Como mi tío. ¿Cómo no iba a cruzarles?
Que el tiempo no apague ni la memoria ni las grandezas y miserias de las mujeres y hombres de los que vengo, pues sus pasiones y fracasos han determinado mi existencia misma. Es tu mismo caso, también, porque es el de todos nosotros.
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Autor: Víctor Amela. Título: Yo pude salvar a Lorca. Editorial: Destino. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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