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Finalistas del concurso de historias del Día de Muertos - Zenda
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Finalistas del concurso de historias del Día de Muertos

Más de quinientos autores han participado en nuestro concurso de historias sobre el Día de Muertos mexicano, dotado con 3.000 euros en premios, patrocinado por Iberdrola y que cuenta con un jurado formado por los escritores Jorge Volpi, Gabriela Guerra Rey, Espido Freire, Élmer Mendoza y Xavier Velasco, con Miguel Munárriz como secretario. Ofrecemos ahora...

Más de quinientos autores han participado en nuestro concurso de historias sobre el Día de Muertos mexicano, dotado con 3.000 euros en premios, patrocinado por Iberdrola y que cuenta con un jurado formado por los escritores Jorge Volpi, Gabriela Guerra Rey, Espido Freire, Élmer Mendoza y Xavier Velasco, con Miguel Munárriz como secretario. Ofrecemos ahora las diez historias finalistas, que optan a los premios.

Para participar había que enviar las historias en nuestro foro, entre el 26 de octubre y el 11 de noviembre. Este jueves, 15 de noviembre, difundiremos los nombres del ganador, que recibirá 2.000 euros, y del finalista, que recibirá 1.000 euros.

El orden de esta selección es aleatorio. Bajo estas líneas reproducimos los diez relatos seleccionados. Al resto de historias se puede acceder a través de nuestro foro. Gracias a todos por participar.

1
Envidia
Sambo

Siempre he sentido envidia de mi hermano mayor. Mi madre siempre ha tenido predilección por él, es a él al que colma de atenciones. No es que a mí no me haga caso, pero lo noto. Noto cómo conmigo es distinta.

Conmigo cumple, es correcta, hace lo que tiene que hacer, pero con él se le iluminan los ojos. Son los únicos momentos en los que muestra algo de entusiasmo, verdadera emoción, cuando puede ofrecerse, desvivirse y servir a mi hermano.

Creo que me he pasado mi corta vida pidiendo atención, intentando que me viera realmente como a mi hermano, sentir esa mirada que le dedica a él, esa calidez en la sonrisa.

Desde que nos levanta para ir al colegio me siento diferente. A mi hermano lo viste con dedicación y cariño, pendiente de cada detalle, mientras que conmigo lo hace apresuradamente, de una manera práctica y funcional.

No prepara el desayuno hasta que mi hermano no le dice lo que le apetece. A mí casi nunca me pregunta, y si protesto por algo que no me gusta me pide con resignación, porque nunca me levanta la voz, que me lo tome. Y yo lo hago.

Trabaja en casa, con desgana, pero nos saca adelante. En cambio las tareas del hogar las hace con absoluta devoción y esmero. Nos lava y plancha la ropa, que cuelga en sus perchas y guarda en sus armarios con absoluta pulcritud…

Sus ratos con mi hermano son como oro para ella. Le llena la bañera y pasa un largo rato enjabonándole y gastándole bromas con el agua, con mimo, con cariño. Yo me tengo que bañar solo y sus atenciones son ocasionales visitas de comprobación.

Todo son elogios a sus grandes notas, pero mis esfuerzos, aunque reconocidos y premiados con alguna cosa que me gusta, siempre parecen tener ese poso de resignación, con una sonrisa forzada o triste.

Mi hermano es su confidente, su único confidente. Mantienen larguísimas conversaciones, a veces divertidas, la mayoría entre susurros. Se acuesta con él y hablan y hablan, y muchas veces se queda dormida allí mismo, en la cama de mi hermano. Yo lo observo. Me gusta. En la mía nunca lo hace, como mucho se sienta un rato, silenciosa, para mirarme y acariciarme.

Cuando le enseña fotos antiguas o ve videos pasados, mamá me hace más partícipe del momento, reseñando nuestras monerías, aunque siempre algo más las de mi hermano…

Siento como si en un momento dado a mi me hubiera convertido en el mayor y a él en el necesitado de más atenciones. Todo ello me ha hecho solitario, estoy acostumbrado al silencio, que en realidad aprecio. Quizá por ello soy buen lector. Sólo tengo siete años, pero hace tiempo que se leer perfectamente.

Mi mamá siempre ha sido taciturna, triste, evasiva, siempre ha estado como ausente, como en otro lugar. La conocí así y no ha cambiado. He aprendido a conformarme con lo que me da porque no creo que sea capaz de mucho más, intentando que no caiga al abismo del todo, siendo comprensivo y cariñoso, sin dejar de intentarlo nunca. Curiosamente, fuera de casa se comporta de manera distinta, con más normalidad, pero también con más falsedad, al rodearse de gente.

Tan solo un día cambia su semblante, sólo con mirarla a los ojos sé que ha llegado, que aquel es el momento. El Día de Muertos es donde nuestros lazos más se aprietan, donde la siento más cercana y cálida, como si las barreras que contienen su afecto se derrumbaran salvajemente, como si su perenne dolor cesara un momento.

Y eso que apenas habla en todo el día.

Sólo tiene ojos para mí. Cocinamos, hacemos preparativos, pintamos, sonreímos… no hace falta decir mucho más. Luego vamos al cementerio. Es un largo trecho hasta allí porque mi madre odia los coches, así que hacemos el camino en bicicleta, encontrándonos con un montón de gente, porque todo México rezuma alegría también ese día.

Allí vamos a verlo, al de verdad, al que ya no está, a mi hermano, que descansa junto a mi padre tras el accidente. Me abraza fuerte, muy fuerte, suspira, pero no dice nada. Es la única vez que mi mamá se permite llorar a lo largo del año.

Mi madre dice que lo ve a todas horas, yo le digo que también, aunque no es verdad. No tengo ningún recuerdo suyo porque se fue muy pronto. Sólo era unos minutos mayor que yo. Era exacto a mí.

El día que mi madre tenga que ir allí también a descansar para siempre, me he prometido que seguiré cumpliendo aquella rutina. Seguiré preparando su comida y comiendo junto a él, aunque no la pruebe, seguiré preparando su ropa, porque mi madre decía que estaba, y yo siempre creo todo lo que dice mi madre.

Al fin y al cabo, creo que siempre hemos sido dos fantasmas, y aquel cariño incorpóreo, aquel espíritu latente, me ha acompañado toda mi vida.

***

2
Flores en mi jardín
Raquel Lozano

A priori, enamorarse de un muerto puede parecer descabellado o propio de alguna filia de carácter psiquiátrico, pero la vida, además de darte sorpresas como a Pedro Navaja, te da palos como a una estera.

Caía el sol ya con desdén una tarde de agosto en la que ni las chicharras se habían atrevido a cantar, ni las lagartijas a reptar por la pared de mi terraza.
Heredé de mis abuelos un coqueto y vetusto piso de un bloque de viviendas en México DF, en la delegación de Cuauhtémoc. Un primer piso con una terraza de 40m2. El resto de vecinos sólo tienen su tendedero, o dicho sea de paso, su vertedero. Recojo las pinzas que caen al suelo ya despedazadas, los calcetines viudos, las colillas del jovencito que fuma a escondidas y de vez en cuando, algún avión de papel de los chiquillos de la calle que juegan a ver si hacen canasta entre mi pasiflora trepadora.
He creado en la terraza un microclima con escaso riesgo de heladas o elevada insolación y luminosidad. Un paraíso para las gerberas, las petunias y la marihuana, que me ayuda a sobrellevar mi falta de empatía y asertividad con el ser humano.
Desde niño tuve dificultades para relacionarme. Ser varón y no ser ágil ni habilidoso con el balón u otros elementos de juego callejero te hace ser carne de frustración y de olvido. Nadie se acuerda de ti para invitarte a su cumpleaños, nadie recuerda tu nombre a la hora de ser elegido para formar equipo en los partidos de fútbol del recreo y si además eres un enclenque tampoco eres aceptado en el sogatira de las fiestas del pueblo.

Mi madre, con ese ánimo sobreprotector inherente a su condición, me decía que no me preocupara, que yo era especial, que eran los demás los que incurrían en el error de no entenderme. A mí, aquella palabra, ESPECIAL, me hacía sentir aún peor. Yo quería ser normal, como todos los chicos de mi barrio, e incluso tampoco me hubiera importado ser subnormal, como llamábamos por aquel entonces a Piluca, la hija del boticario que nació con un trastorno genético pero siempre tuvo el respaldo y la amistad por parte de las féminas de mi edad.

El caso es que crecí envuelto en una crisálida tejida por el proteccionismo de mi madre y mi esfuerzo por no sufrir más de la cuenta, razones éstas que me llevaron en mi juventud a no intentar ningún acercamiento al sexo. Ni al contrario ni al propio. Daba por hecho que el rumor de cualquier revoloteo de mariposas en mi estómago podría acarrearme una grave indigestión.

No obstante, las hormonas y la adolescencia son un cóctel poco digerible y un tanto anárquico, así que comencé a enamorarme. Encontré la fórmula menos dolorosa; hacerlo de los muertos.

Me imaginaba en los brazos de James Dean, en el entrecejo de Frida Kalho o en las caderas de Elvis. En cualquiera de esas premisas me sentía a gusto porque no había posibilidad de réplica. Podía escribirles el más ñoño de los poemas, acariciar su boca en mis ensoñaciones o regañarles por no reponer el papel higiénico en el baño. Todo cuanto hiciera no llevaba aparejado un gesto de repulsa.

Me enamoré de la muerte y quise también estar muerto porque seguro que Dios o el mismísimo Satán serían más benévolos conmigo que cualquier ser vivo al contacto con mi debilucho cuerpo desnudo.

En esa diatriba que mantengo a menudo entre el bien y el mal apareció ella para desbaratarlo todo. Un estruendo, un atronador golpe seco que me estremeció, me dirigió hasta la terraza para encontrarla allí; aplastando mis plantas. La encontré tan inerte, tan blanquecina, tan fría, que no pude por menos que bendecir a Cupido por el flechazo. Apareció sin maquillar, despeinada, vale que la física en la caída pudo ser la culpable de que el cabello se ensortijara, pero no. Esa melena no se había cepillado en todo el día. Me pareció curioso su deplorable estado. Tengo entendido que un suicida cuida mucho la estética y los detalles. La carta de despedida, el escenario donde aparecer, la vestimenta, etc. Ella no. Ella se puso para morir la ropa que se hubiera puesto un domingo de invierno cuando, aparcando la pereza y la calefacción, decides bajar la basura. Eso sí, las uñas de sus manos y de sus pies, lucían una cuidada manicura francesa y su piel, bien hidratada y depilada, decía mucho de ella.
Esperé unos minutos por ver si alguien se asomaba a la ventana. Me parecía increíble que ningún vecino se hubiera percatado del sonoro zambombazo que produjo su cuerpo al caer, pero nada. Ante la ausencia de ningún testigo, la introduje en mi casa. Esperé unas horas la llamada de la policía en mi puerta o la de algún familiar desalentado, y tampoco. Me empapé toda la prensa nacional e internacional durante los primeros días por ver si se hacía eco de su desaparición y ni rastro de noticias al respecto, así que hoy, dos semanas después, aquí seguimos ella y yo, festejando en nuestra cama el AMOR, así, en mayúsculas y como caído del cielo.

***

3
21118
Óscar R. Valladares

… lindo y querido, si muero lejos de ti…, escuché nada más me abrió la puerta. Se llamaba Rosita y aquello era su casa, un lugar infecto a las afueras. Pero me habían asegurado que podía hacerlo. Apagó el tocadiscos y me hizo sentar en una silla vieja y desencolada. Por allí picaba una gallina desplumada y tísica recién llegada a la que había atropellado una troca en Jalisco, me contó. Rosita llevaba allí toda la vida, desde pequeña, cuando se quedó huérfana y sola. Era ya una mujerona abultada, con un aire de ama de cría, como de otro tiempo. Buena, decían, era. Ayudaba a los que andábamos perdidos, vagando nomás. Me había dado razón de ella aquel austriaco espigado y serio, el que menos me podía imaginar. Una noche le conté lo de Isabella y, «ve a ver a Rosita», me dijo.
Aquí no nos andamos con chiquitas: si queremos algo, bajamos a buscarlo; es la costumbre.
No hay nada que perder ya. Rosita me ayudaría a traer a Isabella, así de simple. Y yo la pagaría por ello.
Rosita apartó la gallina de un par de patadas que no llegaron a alcanzarla y ordenó todo para la ceremonia. Comenzó con todas esas preguntas, todo eso que aquí ya nos importa bien poco.
Yo sólo tenía que quedarme quieto, cerrar los ojos y esperar, me dijo.
Desperté. Debí quedarme dormido. Rosita ya no estaba. La silla sobre la que estaba sentado era ahora un largo banco de la sala de espera de llegadas internacionales del aeropuerto. En uno de los paneles enumeraban los vuelos. Rosita me había asegurado que Isabella aterrizaría en el vuelo 21118 procedente de México.
Nos separamos hace años. Luego me fui, lejos. Pero nunca me acostumbré a estar sin Isabella. Me preguntaba si lograría reconocerla entre tantos pasajeros. Podía haber cambiado de peinado, lo hacía a menudo cuando estábamos juntos.
El vuelo traía retraso, informaron.
Debo ser invisible, pensé mientras deambulaba haciendo tiempo. Recibía golpes y codazos de gente apresurada, me atropellaban con esas maletas que corrían sobre ruedas. Busqué un restaurante.
Comí algo. Había olvidado ya el sabor de la cerveza y los callos. Luego me senté a esperar, a mirar la gente pasar.
Llamaron por megafonía para algo urgente relacionado con el vuelo. Me acerqué al punto que indicaron. Un grupo de gente se arremolinaba frente a un mostrador. Gritaban, lloraban; un par de mujeres y un hombre de chaqueta pedían calma. Había periodistas con cámaras y micrófonos. Una chica se desmayó delante de mí y tuve que sostenerla. El vuelo 21118 se había estrellado cuando hacía la aproximación.
Llegaron policías y despejaron el lugar de curiosos. Nos hicieron pasar a una gran sala. Nos sentaron y nos dieron agua y calmantes. Un chico de la aerolínea me preguntó cómo me encontraba y a quién esperaba. Le dije que muy bien y que a Isabella. Me miró extrañado, repasó unos folios e hizo una marca en un nombre, el nombre de Isabella. Luego nos hablaron, nos dijeron muchas cosas: que lo sentían, que teníamos todo su apoyo y colaboración, que nos alojarían en un hotel cercano hasta estar en disposición de darnos una información más detallada, que estaban confeccionando una lista definitiva del pasaje. Y que todos estaban muertos. Me alegré por Isabella. Era una habitación amplia, con dos camas y un escritorio. Por la ventana podían verse las luces del aeropuerto. Sonaban muchos helicópteros, y aún pasaban camiones de bomberos a toda velocidad con las sirenas encendidas. Más allá, pude distinguir restos de una gran humareda. Puse la televisión, daban la noticia en todas las cadenas. Había sido algo en los motores, decían. Vi boxeo hasta que me venció el sueño. Me despertó el teléfono bien temprano. Es el día de los muertos, pensé. Debía bajar al vestíbulo del hotel en media hora. Un autobús nos llevaría hasta las afueras para reconocer a las víctimas.
Alguien tuvo que indicarle al chófer que desconectara la radio. Luego se escucharon sollozos, lamentos y palabras de consuelo entre lágrimas durante todo el viaje. Un señor a mi lado consultaba un periódico. En la portada había una gran foto, de reojo pude distinguir la cola de avión intacta y restos del fuselaje entre llamas y un humo negro que parecía espeso. El trayecto fue bastante largo. Al fin entramos en el aparcamiento de un polideportivo. Hombres con batas blancas fumaban en la puerta. Los periodistas esperaban por fuera de la valla.
Habían ordenado los muertos por sus iniciales seguidas de un número. Dijeron que iríamos pasando al oír nuestro número. Cuando salieron los primeros, hubo quien tuvo que ser atendido por los psicólogos. Se abrazaban en grupos. Lloraban, se desmayaban. Yo esperaba. Dijeron mi número y las iniciales de Isabella.
Me pusieron una mascarilla. Me acompañarían dos hombres, me explicaron, me guiarían hasta el cuerpo de Isabella. Yo debería reconocerla, asegurar que era ella. Me preguntaron por alguna marca o pertenencia característica. Les dije que Isabella llevaba un tatuaje en su hombro derecho: una calavera, la Santa Muerte, y mi nombre. Sobre la cancha se habían ordenado en cuadrícula las camillas con todos los cadáveres. Mientras caminábamos por el lateral conté ciento cincuenta y seis: doce filas por trece.
Llegamos. Colgaba una etiqueta del pulgar de su pie derecho. Número 85, ponía, y las iniciales de Isabella. Había una caja bajo la camilla con sus pertenencias.
La descubrieron. Enseguida reconocí a Isabella. Sí, era ella. Señalé su hombro derecho y apuntaron algo en unos impresos. El más alto firmó y se largó. El otro se apartó unos metros y me dejó a solas con ella.
—Rosita me dijo que llegabas ayer —dije.
Isabella abrió los ojos y sonrió. Me besó como sólo ella sabe. Se levantó y se acomodó el pelo. Buscó un espejito en su caja y se repasó los labios. Coqueta que fue siempre. Señalé una puerta pequeña al fondo por donde podíamos salir de allí.
Y juntos, caminamos entre los muertos.

***

4
En tu ausencia
Erminda Pérez Gil

¡Ay, José Braulio! Esta casa ya no es la misma sin ti. Desde que te marchaste hay un hueco enorme en tu lado de la cama y en mi corazón. Por las noches me despierta el silencio; me provoca desasosiego que no resuenen junto a mí tus ronquidos de macho bravo. Echo la mano a un lado, no te encuentro y me da un no sé qué.
Por las mañanas ya no te veo levantarte con el calzón descolgado bajo la panza y los ojos hinchados. Ya no mascullas maldiciones en el desayuno ni te vas a chambear dando un portazo de despedida. Y en la noche, no llegas encabronado y hasta la madre de tragos ni la emprendes a golpes contra mí por los agravios del día, ni me chingas a la fuerza cuando estás urgido nomás.
Yo le rezaba a mis santitos, pero parecía que esto no iba a cambiar ni yendo a bailar a Chalma. Hasta que un día se me ocurrió y mira, me salió chingón. Me afané en prepararte los tamales que tanto te gustaba comer con una chela fresquita, y me quedaron padrísimo. ¡Te lamiste hasta los dedos de gusto! Luego fuiste a echarte un coyotito y de ahí ya no te levantaste más nunca.
¡Ay, José Braulio! Tu muerte daría el gatazo si no merodearan tantos ratones el galpón. A poco todo México va a saber cómo rellené los tamales. Yo, mientras, preparo un altarcito chido y te lloro delante de las comadres: “¡Qué pena que ya no estés, esposo mío!”.

***

5
Escarnio Post Mortem
Manuel Pérez Recio

“Acuérdate de lanzar mis cenizas al mar”, bromeabas hace solo unas semanas. Y yo te prometía morir primero… Sin embargo, aquí estamos de nuevo, en esa playa México que tanto te gustaba, a once mil kilómetros de casa; rodeado de bañistas cabreados, con una urna vacía entre las manos y el polvo de tus huesos esparcido por la arena, las toallas, las sombrillas… ¿Quién iba a decirme que justo en ese momento cambiaría el viento?
Tenías que morir en agosto.

***

6
A la derecha del padre
Ricardo Juidiaz

Le había visto afeitarse mil veces y todavía me fascinaba. Siempre llenaba a rebosar el lavabo con  agua humeante haciendo que la parte inferior del espejo se empañase, y después sumergía un par de veces la cabeza;  se frotaba impetuosamente la cara con la pastilla de jabón hasta que un velo blanco le cubría las mejillas; cogía la navaja con la maestría que otorgan los años, dejando reposar el mango entre el meñique y el anular; y silbando comenzaba a retirar la espuma con una serie de movimientos tan rutinarios como elegantes. Yo le solía mirar embobado desde el quicio de la puerta, recuerdo el día en que me sorprendió espiándole.

            —Venga acá mijito— dijo meneando la espumosa barba blanca.

            Me acerqué temeroso, en más de una ocasión me habían regañado por espiar a los demás. En vez de eso, se desprendió del sobrante de crema que le cubría el rostro y embadurnó el mío. Agarró una maquinilla de su neceser, extrajo la cuchilla y me la ofreció con una sonrisa benevolente. La agarré con decisión y procedí a imitar cada uno de los movimientos que realizaba la figura que se reflejaba a mi espalda en el espejo. Me había sentido un tanto ridículo al comprobar que, a diferencia de él, cada vez que limpiaba la espuma de la hoja no se vislumbraba ni el más nimio resto de pelo. Desde entonces siempre procuraba ser más cuidadoso a la hora de observarlo a escondidas, ya llegaría mi momento y para entonces estaría preparado.

            Cuando ya solo le quedaban ligeros rastros de espuma procedía a darse pequeños toques con una toalla húmeda, después recogía la camisa que colgaba en el gancho del baño y terminaba de atusarse, aquel día no fue diferente. Como de costumbre me escabullí a mi habitación antes de que terminara, pero para cuando recogía las llaves del cuenquito de la entrada yo ya llevaba un rato esperándole.

            Andamos un par de cuadras antes de llegar al local que había rentado cuando mamá nos abandonó. Desde entonces era un hombre diferente, su mirada parecía perdida la mayor parte del tiempo y sus silencios se prolongaban tanto que muchas veces me preguntaba si seguía allí. Para mí no había sido una decisión fácil el quedarme con él, pero fue mamá la que había decidido regresar con sus padres, a papá sin embargo no le quedaba nadie. No podía abandonarle yo también.

            La pequeña tienda olía a serrín y barniz, a pegamento y pintura, a sueños e infancia. Había intentado resetear su vida cambiando el mecanizado mundo de los negocios por la vieja juguetería y, en cierto modo, aquello había conseguido apaciguar su alma. Se colocaba tras  una robusta mesa de trabajo y comenzaba a tallar la madera con una paciencia infinita, solo entonces sus músculos se relajaban y se entregaba por completo a escuchar lo que tenía que decir la pieza que sujetaba.

                Me encantaba revisar cada uno de los estantes de la pequeña galería. Las formas y colores de los juguetes y el continuo raspar de la madera abrían las puertas de mi imaginación y hacían que las horas en el taller pasaran volando. Nahuales con mil y una formas, viejas brujas encaramadas a lo alto de un palo, pequeñas calaveras que al darles cuerda castañeaban los dientes con frenesí… Las posibilidades eran infinitas y para un niño no podía existir lugar mejor.

          Un día sí y otro no cerrábamos la tiendecita antes de lo normal. Cruzábamos Ciudad de México uno al lado del otro y nos encaminábamos hacia San Fernando. A la media hora de camino, y con la exactitud de un reloj suizo, papá empezaba a cojear ostensiblemente. Las secuelas del accidente le devolvían al taciturno ánimo que el trabajo manual había mitigado, y pese a todo siempre se había negado a montar en auto desde aquel día, el recuerdo del carro volcado y arrugado como un acordeón todavía le atormentaba. La fea cicatriz que recorría su muslo solo era un amargo recordatorio de ese funesto día. Muchas noches escucho sus alaridos cuando su subconsciente le retrotrae a ese momento, después le oigo correr hasta el baño mientras divaga de cómo la puerta del acompañante se contrae de forma antinatural hasta llegar al asiento del conductor. En esos momentos prefiero cerrar los ojos con fuerza y fingir que sigo durmiendo.

            Al llegar a la entrada compramos un modesto ramo de flores y con respeto sepulcral entramos al recinto. Nunca me ha gustado demasiado visitar el panteón, pero hoy  es  uno de Noviembre y el ambiente es todavía más extraño. La afluencia se triplica y los extraños vagabundean entre las lápidas como si se les hubiera perdido algo y no recordaran el qué, sus miradas me atraviesan como un cuchillo helado provocándome un profundo escalofrío. Me arrimo aún más a papá y procuro mirar al suelo para que mi mirada no se cruce con las suyas.

                     Por fin nos detenemos y papá se arrodilla ante una lápida, retira el ramo que colocamos anteayer y lo sustituye por el que acabamos de comprar. Una lágrima cruza su rasurada mejilla mientras sigue con un dedo el contorno de las letras grabadas  en la piedra. Dos nombres, dos retratos y una fecha. La cara de mi madre me sonríe con dulzura desde una de las imágenes, una pequeña punzada de desazón me embarga cuando veo el rostro infantil inmortalizado al otro lado de la tumba. Sus facciones me resultan familiares y sin embargo no consigo ubicarlo. Sé que es importante y por eso me quedo largo rato mirándolo fijamente hasta que por fin lo reconozco… Cada día me cuesta más recordar mi propio aspecto.

***

7
¿Juan Preciado?
Cristina Rentería Garita

-¿Juan Preciado? –preguntó Fulgor Sedano- Tengo algo para usted.
Juan Preciado lo miró como si no existiera, sin mostrar respeto por las autoridades de la tierra. Fulgor Sedano puso su cuerpo frente a él y procedió a la lectura del telegrama.

Juzgado No, 401. Comala, 26 de enero.
Por disposición Numeral 32 Fracción 6, Ley México del 14 de febrero de 1915, habitantes de Comala solicitan cese acoso sobre ella y su silencio. Vecinos muy afectados, sin intimidad ni sosiego por visitas intempestivas del Señor Preciado. Impunidad de almas olvidadas vagando por las calles. Dispóngase así, orden de alejamiento de Comala en contra de Juan Preciado so pena de artes, desaventuras y hechicerías negras.

Fulgor Sedano terminó la lectura, enderezó el espinazo y dijo:
-Está usted enterado.
Juan Preciado lo miró a los ojos y, tranquilo, respondió:
-Si alejarme quiero, lo que no hallo es la salida.

***

8
Ha llegado a su destino
Rafael Camarasa

El GPS del automóvil dijo: “Dentro de cincuenta metros entrará en la rotonda de la Avenida México. Allí un coche lo embestirá y usted morirá en el acto”. El conductor apartó la vista de la carretera y miró sorprendido el aparato. Al devolver la mirada al frente, apenas alcanzó a ver el coche que se abalanzaba sobre él. Aun así, tuvo tiempo para escuchar la monótona voz que le decía: “Por favor, cierre sus ojos”.

***

9
Recuerdos
Roberto Rayo

El ardor del tequila al derramarse por su vieja garganta le trae recuerdos que creía olvidados. Recuerdos de una noche como esta, en la que el viento arrastraba perezosamente el incienso, las risas y las notas de antiguas tonadas, alegres y fúnebres a un tiempo. Recuerdos de este mismo camposanto, inundado de vapores de copal, de cirios y de ofrendas. Recuerdos del sabor del pan de muerto y de las calaveritas de alfeñique, y del aroma de las flores de cempasúchil. Del ligero dolor de pies después de bailar durante horas entre las tumbas. Recuerdos de un tiempo en el que tanto él como México eran aún jóvenes.

No hay mejor noche para estar vivo.

Da otro trago al licor, largo y paciente. Hacía mucho que no probaba un tequila como aquel, y eso le hace recordar de nuevo. Otra noche de muertos, y otra botella. El frío beso del vidrio, la tos, el desagradable sabor de aquel elixir barato. Recuerda la playa. Y recuerda otro beso, el primero. Un rostro, burdamente transformado en calavera con unas descuidadas manos de pintura, que se le antojaba el más hermoso del mundo conocido (cuyos límites, para él, no sobrepasaban Zacatecas). En sus recuerdos, en sus sueños, ella era Catrina, ya que nunca supo su nombre. Lo que jamás ha podido olvidar es su cuerpo, sus labios, sus manos. Sus ojos. Aún los siente, como dos puñales de ámbar, clavándose en un alma que hace mucho tiempo que dejó de ser suya. Y de nuevo regresa a aquella noche. A otro beso, el último. Húmedo. Frío. Salado. Y el más dulce de todos. De nuevo siente el agua inundando sus pulmones, anegándolo todo y desbordando oscuridad.

No hay mejor noche para morir.

Apura lo que queda en la botella y sonríe, aunque ya no tiene labios. Hasta él llega de nuevo la misma música, la misma luz, los mismos aromas que le traen los recuerdos de su infancia. Y, como cada año desde que tiene memoria, sus viejos huesos bailan. Bailan. Bailan. Hasta que nazca el sol.

No hay mejor noche para estar muerto.

***

10
El bastardo
Antonio Sancho Villar

Es uno de esos recuerdos infantiles emborronados por el tiempo y la continua reescritura a que los somete la memoria. A veces me pregunto cuánto ocurrió realmente y cuánto es un añadido de mi imaginación pero, al fin y al cabo, ¿qué diferencia hay? Nuestras vidas enteras las soñamos más que las vivimos. En aquella época, antes del viaje a México, íbamos mucho al pueblo de los abuelos. Yo tendría nueve años, mi prima Clara unos diez. Solo nos veíamos en verano, cuando se juntaba la familia. Luego nos dispersábamos todos de vuelta a la ciudad y en el pueblo quedaban solo los viejos.

Aquel día habíamos salido a pasear con el abuelo. Cuando las casas ya quedaban lejos, Clara me dijo algo, no se el qué, y yo la perseguí. Salimos del camino hasta un campo de hierbas altas que casi nos cubrían enteros. El abuelo nos llamaba con fingida preocupación. Entonces escuché el grito de Clara por detrás de los tallos. La encontré al borde de una acequia que partía la hierba. Tenía entre las manos una especie de sábana transparente y quebradiza: era una muda de serpiente, pero tan grande que nos podríamos haber envuelto con ella los dos. Ya habíamos visto antes muchas mudas y hasta culebras vivas, todas pequeñas e inofensivas, pero aquella piel monstruosa quebraba nuestra seguridad de niños. Unas lágrimas ácidas de terror y madurez nos quemaron las mejillas.

Cuando el abuelo apareció por fin junto a la acequia se quedó mirando la muda áspera, apretó las manos en torno a su cachava llena de nudos. “Vaya hombre, eso es cosa del Bastardo”. Le miramos, pidiéndole la historia completa. Él se giró, observando la hierba que no dejaba ver un palmo del suelo y se mecía a un lado y a otro, como tratando de significar algo. Nos hizo volver al camino, entonces empezó:

“Hará ya cincuenta años de esto. Nos mandaron un cura nuevo a la parroquia, en sustitución de aquel pobre don Marcial que había muerto de una gripe el invierno anterior. Era un muchacho recién salido del seminario, y eso de los curas jóvenes es cosa mala, siempre trae problemas. Deberían ordenarlos solo cuando ya hayan vivido lo suyo. Se llamaba Javier, me parece. En fin, el caso es que el padre Javier era simpático, y por su juventud se hizo enseguida de admirar entre las mujeres que abarrotaban la iglesia los domingos. En particular hizo amistad con Laurita Delgado, recién casada con Eladio, el dueño de la vaquería. Se les veía charlar mucho a la salida de la iglesia y ya estaba todo el pueblo comentándolo, desaprobándolo. Alguien juró haber visto a Laurita entrar en la sacristía después de una misa, y escuchado el sonido del cerrojo cayendo detrás de ella. Otro, que el padre había rondado la casa de Eladio durante la feria de ganado en Oñaque, sabiendo que estaría ausente. Cuando Laurita quedó embarazada, se hacían apuestas en el bar sobre a quién se parecería el niño, si a Eladio o al cura”.

“El día del parto la cosa estaba tensa. Se había reunido una muchedumbre de curiosos a la puerta de la casa, mientras crecían los gritos de Laurita en el piso de arriba. Había mucho trajín de mujeres que entraban con paños limpios y los sacaban afuera empapados de sangre. Cuando por fin se acallaron los chillidos nos quedamos todos esperando el llanto del niño, que no llegaba. El padre Javier daba vueltas en torno a la casa como un perro encelado. Finalmente salió Eladio, muy pálido. Se apoyó en los hombros de un amigo, dijo: ‘que alguien suba a ver y me diga qué es eso’. Yo fui de los primeros que subieron, maldita la hora. Al entrar lo vimos sobre la cama. Era largo y terminaba en punta, con las piernas y los brazos fundidos al cuerpo, los ojos rojos como dos coágulos. No tenía piel sino escamas. Laurita estaba muerta, tan niña que era, y el Bastardo se agitaba entre sus muslos con los espasmos de una culebra. Pareciera que nos miraba”.

“Fue un escándalo: ‘el niño es hijo del pecado y tiene la forma del pecado’, murmuraron las beatas. A Eladio tuvieron que llevárselo a Oñaque con una crisis nerviosa. El padre Javier ofició el entierro de la pobre Laurita, al que no fue nadie. A la semana lo encontraron muerto en un prado cerca de la vaquería, con un tiro en las tripas”.

El abuelo se quedó callado, ensimismado, pero nosotros nos lanzamos sobre él:

—¿Y el Bastardo, qué pasó con el Bastardo?

—Lo tiramos al campo pensando que se moriría —respondió—, pero por aquí sigue desde entonces, y de cuando en cuando se nos lleva alguna oveja.

Ahora dudaría de toda la historia, daría por hecho que el abuelo se la había inventado. Pero entonces, para mí, la verdad era una cosa mucho más amplia.

Clara y yo pasamos el resto del verano buscando al Bastardo entre las hierbas altas, sin resultado. Hasta la última noche, cuando ocurrió esto que todavía me obsesiona. Salimos a despedirnos de las cosas del pueblo. Atardecía. Caminamos hasta el prado en el que habíamos encontrado la muda; corría un viento frío y todo tenía el color naranja del sol. Nos sentamos al borde del camino, cogidos de la mano. El tacto suave y tembloroso de la mano de Clara. Me pareció que había una sombra que no cambiaba con el movimiento de la luz, que permanecía quieta entre las hierbas. Clara me apretó los dedos: no era una sombra sino una silueta grande, inmóvil. Cuando por fin se terminó de ir el día, se abrieron dos pelotas rojas en ella, como goterones de sangre. Recuerdo, pero ya le he dicho que no sé si me lo imaginé luego, que sonó un llanto que era como un silbido largo y angustiado. Luego el Bastardo desapareció reptando entre los tallos.

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