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Nosotros, los de entonces - Zenda
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Nosotros, los de entonces

Donde fuiste feliz alguna vez no debieras volver jamás: el tiempo habrá hecho sus destrozos, levantando su muro fronterizo contra el que la ilusión chocará estupefacta. Cualquier regreso, lo sabemos, es siempre la estéril pretensión de formular un imposible. El pasado es un lugar remoto que sólo encuentra su razón de ser en las geografías...

Lo expresó Félix Grande con unos versos afortunados cuyo trasfondo hizo aún más célebre Joaquín Sabina al reelaborarlos en esa pieza maestra que es «Peces de ciudad»:

Donde fuiste feliz alguna vez
no debieras volver jamás: el tiempo
habrá hecho sus destrozos, levantando
su muro fronterizo
contra el que la ilusión chocará estupefacta.

Cualquier regreso, lo sabemos, es siempre la estéril pretensión de formular un imposible. El pasado es un lugar remoto que sólo encuentra su razón de ser en las geografías de la memoria, y la tentación de revivirlo acaba por desembocar, irremediablemente, en el fracaso. Desde que en junio de 2002 dejé de vivir en Salamanca, las pocas veces que pasé por la ciudad tuve la impresión de encontrarme en medio de un decorado de cartón piedra. No supe explicarme el inesperado desapego hasta que deduje que no había llegado allí buscando unas calles concretas o unos edificios determinados. En realidad, y aunque yo no lo advirtiera ni mucho menos osara reconocérmelo, había vuelto en busca de mí mismo cuando aún era uno más de los miles de estudiantes que curso tras curso cruzan la Plaza Mayor en diagonal y se dejan olvidados sus libros y sus abrigos en cualquiera de los bares de Gran Vía, San Justo o Bordadores. Supongo que, víctima de un arrebato sentimental tan íntimo que ni siquiera yo había acertado a diagnosticármelo, pretendía encontrarme al doblar la esquina con aquel joven que llegó antes de lo debido al primer día de clases y se pasó media hora protegiéndose del frío y de la noche en un portal de la calle Compañía, o tropezarme en el primer piso del Alcaraván con la pandilla con la que puse en marcha una revista literaria cuya portada inaugural miro hoy con una mezcla de rubor y ternura y a la que llamamos Aula 13 en homenaje al espacio donde transcurrió aquel curso en el que, jóvenes e ingenuos, aterrizamos en una ciudad extraña con la sana y nada original intención de comernos el mundo.

Portada del primer número de la revista Aula 13

"Volver a Salamanca era, no hay por qué no reconocerlo, ver cómo el ánimo empezaba a derrapar por las cunetas de la frustración"

Pero no estaba yo ni estaban ellos, porque ninguno de nosotros éramos ya los que habíamos sido entonces y también la ciudad iba siguiendo su propia vida sin tenernos en cuenta ni echarnos de menos. Había otros jóvenes bebiendo en nuestros bares, estudiando en nuestras bibliotecas, recorriendo los caminos que tantas veces hicimos con la convicción de que dejaríamos en ellos la misma huella que ellos dejaban en nosotros. Dormían desconocidos en las que una vez habían sido nuestras camas, bajaban tristonas las aguas del río y no había nadie esperándonos a las doce en punto bajo el reloj del ayuntamiento. Volver a Salamanca era, no hay por qué no reconocerlo, ver cómo el ánimo empezaba a derrapar por las cunetas de la frustración. Y por mucho que lo asumiésemos y nos prometiéramos a nosotros mismos que jamás volveríamos a poner el pie en las márgenes del Tormes, antes o después acabábamos sucumbiendo al peso de nuestras melancolías y la nostalgia nos convertía en esos asesinos que regresan siempre al lugar del crimen.

Entrada al Café Alcaraván.

El pasado sabe tender muy bien sus trampas y Salamanca, como dijo Cervantes, enhechiza la voluntad de volver a ella. El sábado pasado, unos cuantos de los de entonces nos reencontramos en el mismo arco de la Plaza Mayor en el que nos citábamos para iniciar aquellas noches que anhelábamos eternas y que se esfumaron en lo que tarda en diluirse un suspiro. Fueron muchos los titubeos iniciales cuando en Facebook se comenzó a fraguar el propósito de reunir a quienes cruzamos por primera vez las puertas de la Universidad Pontificia en octubre de 1998, por aquello de celebrar el vigésimo aniversario de nuestro debut en la carrera, y también las dudas que surgieron en unos y otros a medida que se acercaba la fecha acordada y no teníamos claro que el afán mereciera la pena. El tiempo, en efecto, había hecho sus destrozos, la mayoría llevábamos varios lustros sin dirigirnos la palabra, en muchos casos mediaba un océano entre nuestras antiguas expectativas y la realidad cruda del presente, y entregarse a un aquelarre recordatorio podía conducirnos a un terreno pantanoso anclado a medio camino entre el desconsuelo del tempus fugit y la vacuidad de un extemporáneo carpe diem. Tampoco la ciudad iba a ponérnoslo fácil: ya no existe el teatro Bretón, han desaparecido la Rayuela o el Benny’s, hace años que se clausuró la librería Cervantes (a la que tanto debemos, literal y metafóricamente) y tampoco se llama igual La Reina, el templo en el que consagramos tantos buenos desmadres. Ni siquiera aquella Aula 13 que tanta leyenda cobró en nuestro imaginario ha sobrevivido a la debacle. En el espacio que ocupó está ahora la nueva cafetería de la Ponti. Cuando lo descubrí, me pareció un desacato; ahora pienso que no deja de ser un acto de justicia poética.

"Tampoco pasó nada por hacernos los tontos cuando dentro de un bar sonó el Un buen día de Los Planetas y nos quisimos creer que acabábamos de cumplir los dieciocho"

Pero ocurre que las carencias, cuando se comparten, duelen menos. Aunque en esta ocasión seguíamos siendo huérfanos de un lugar y de una época, por lo menos nos teníamos a nosotros. Bien poco teníamos que ver con aquel grupo de chavales que se fotografiaron en un recodo del Campo de San Francisco cuando llegaron las navidades del primer curso y hubo que volver a casa para visitar a la familia, pero al reagruparnos en plena edad madura tampoco nos encontramos tan mal ni tan viejos. Y aunque los bocadillos de El Yunque no supiesen tan bien como antes ni los hígados encajaran de buen grado determinadas mezclas explosivas, las goteras y las cicatrices quedaban compensadas al reconocer de nuevo rostros que habían sido muy queridos y que estaban relegados en los cajones del olvido, al escuchar otra vez risas que seguían siendo hoy tan contagiosas como fueron, al constatar que estábamos vivos y andábamos más o menos bien y aún conservábamos cierta capacidad de hacer el cabra ahora que habían cambiado las tornas y probablemente nos hubiésemos convertido en todo lo que odiábamos a nuestros veinte años. «Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos», escribió Pablo Neruda en el poema que antecede a su canción desesperada, y por mucho que fuese verdad tampoco pasó nada por hacernos los tontos cuando dentro de un bar sonó el Un buen día de Los Planetas y nos quisimos creer que acabábamos de cumplir los dieciocho, que éramos nuevos en la ciudad, que el periodismo sería un cuento con final feliz, que aún teníamos vida y media por delante y que Salamanca, ay, no se iba a acabar nunca.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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