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Academia de mujeres, de Silvia Pérez Trejo - Zenda
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Academia de mujeres, de Silvia Pérez Trejo

La autora, Silvia Pérez Trejo, es periodista, editora y emprendedora. Vive entre Shanghái, Argentina y Madrid, en donde en 2001 fundó su propia empresa cultural, activa hasta hoy en día, y con la que desarrolló importantes proyectos editoriales nacionales e internacionales y gestionó destacados premios literarios. Actualmente está centrada en su nuevo objetivo: la creación...

Academia de Mujeres (Imagine Ediciones) nace del sufrimiento de una mujer y de su búsqueda. La muerte de la madre de la protagonista, abandonada por unos hijos miserables en condiciones dramáticas, provoca el comienzo de esta escritura, que obliga a la autora a revisar su vida y el largo periplo en busca de su identidad a través de uno de sus caminos más intensos: la sexualidad como indagación. Con tintes autobiográficos, aires de novela y, a ratos, de ensayo, la narradora emplea este texto para desgranar magistralmente el recorrido vital, geográfico y emocional que la llevó a renacer en una segunda identidad, acompañada por los textos de algunas de las teóricas esenciales del feminismo.

La autora, Silvia Pérez Trejo, es periodista, editora y emprendedora. Vive entre Shanghái, Argentina y Madrid, en donde en 2001 fundó su propia empresa cultural, activa hasta hoy en día, y con la que desarrolló importantes proyectos editoriales nacionales e internacionales y gestionó destacados premios literarios. Actualmente está centrada en su nuevo objetivo: la creación y puesta en marcha de una Academia para Mujeres, un espacio de reflexión para mujeres inquietas en busca de su plenitud.

Así arranca esta novela de la que Zenda adelanta las primeras páginas: «Juro por los dioses del cielo que yo no soy la que escribo. Es mi madre muerta. No puede ser de otra manera. No sé dónde se fue. Tal vez a los paraísos. Las veneradas y sufridoras madres no transitan por los infiernos. Su muerte, sí, la de ella, la muerte de mi madre”.

Capítulo 1

Se trata de saber lo que la humanidad

ha hecho con la hembra humana.

Simone de Beauvoir. El segundo sexo

Juro por los dioses del cielo que yo no soy la que escribo. Es mi madre muerta. No puede ser de otra manera. No sé dónde se fue. Tal vez a los paraísos. Las veneradas y sufridoras madres no transitan por los infiernos.

Su muerte, sí, la de ella, la muerte de mi madre.

No voy a contar aquí la nada novedosa sensación de arrasamiento emocional y de dolor extremo que nos acontece a los que perdemos a un progenitor, y yo ya perdí a los dos. Orfandad y desconsuelo. Pero sí quiero explicar el devenir de reflexiones y pensamientos –contradictorios, rabiosos y punzantes– que la muerte de mi madre me trajo. Me obligo a saber lo que me pasa y por qué mi existencia es la que es. No quiero que la vida me atropelle sin enterarme.

En carne viva y abrasada. Certeramente abierta en canal. Hollejos en el alma. Madre, me has dejado muy sola, llévame contigo. Me he quedado sin lágrimas y sin fuerzas para seguir sin ti.

Me diste la vida. Y te empeñaste para que mi vida fuera la tuya, la misma. No te culpo, no sabías hacerlo de otra manera. ¿Quién soy yo para criticarte? Seguramente, mi hija, cuando pasen los años, tendrá muchas cosas que reprocharme. Cruelmente inevitable.

No hay academias para madres de hijas mujeres. No existen academias para mujeres. Mi único método posible para expulsar este infausto dolor es cauterizar las heridas purulentas de la infancia y la adolescencia. Desenmascarar a ese despiadado enemigo íntimo, el inconsciente, que me hizo cumplir, a pie juntillas, los mandatos paternales para, por fin y para lo que me quede, ser la arquitecta de mi propio destino y del que todavía no tengo ni la más impertinente idea de cuál será. La escritura, milagrosa, como lugar y exutorio terapéutico.

El silencio se combate, antes, en la familia. El primer silencio que se combate es el íntimo, el

familiar. Si ese permanece, y con él su cobardía, nada se puede hacer entre los hombres, nada de valor.

Cristina Fallarás. Honrarás a tu padre y a tu madre

Había cumplido hasta el mismo minuto, madre, de tu prematura e injusta muerte, con lo que vosotros, padres míos, me impusisteis por haber nacido mujer. Creí, falsamente, que me había rebelado explícitamente a ellos, pero hoy me doy cuenta de que los cumplí metódicamente, con pulcritud germánica.

Pero un hecho acontecido un día después de tu entierro me convulsionó. De una moralidad deleznable. Pero ocurrió y es la verdad. Cómo te mataron tus otros hijos y lo que hicieron después, con tu mortaja todavía tibia.

Tampoco llegué a tiempo al entierro de mi padre hace quince años. Vivía en Madrid. Pero ahora, cavilando sobre la existencia como un devenir insoslayable, incierto y filosóficamente insospechado, no siento culpa. Había pedido a mi hermano, ese manipulador y psicópata, que no te enterrara, madre, hasta que llegara, para poder, al menos, despedirme de tu cuerpo todavía con candor. Necesitaba más de cuarenta y ocho horas de viaje –entre cuatro aviones, cambios de aeropuertos y angustiosos tiempos de escalas– para llegar a mi destino final, Santa Bárbara. Hong Kong, Shanghái, Dubái, Sau Pablo, Buenos Aires. Era, geográficamente, imposible vivir más lejos del sitio donde nací. Unos metros más y me caía del planisferio.

No pude darte ese último beso. Había que cumplir con los tiempos de la empresa funeraria o, tal vez, acatar las directivas locales de salubridad. Qué importaba si una hija desconsolada, deseaba y añoraba acariciar el rostro de su madre; antes de ir a parar a un lúgubre nicho de aquel cementerio decrépito. Eso no contaba, no había tiempo. No se daban cuenta de que el dolor, ese que se te agarrota en el alma y en las vísceras, no tiene horarios. Anhelé un velatorio exclusivo, privado e íntimo entre tú y yo. Velar mi suplicio juntas.

Aunque un lugar se considere ciudad, con una pretensión de parámetros establecidos por un cierto número de habitantes, no deja de ser un pueblo si la mentalidad, en general, está arraigada en conceptos atávicos y enfermizamente costumbristas. Los velatorios en mi pueblo son prueba de ello. Aunque existimos en la era de Internet, en Santa Bárbara se siguen comprando los periódicos en papel, en considerables cantidades; una tradición local que se conserva muy bien. Observé que todos, antes de leer cualquier otra noticia de relevancia, acudían veloces a las páginas de obituarios, bodas y nuevos licenciados. Toda la sociedad está informada al detalle de los acontecimientos de cada familia. Un velatorio, que tendría que ser un acto íntimo y solemne con la muerte, se convierte en multitudinario.

No puedo menos que pensar sobre lo sádico de este costumbrismo. Voyeurs en busca de estimulantes. Desconocidos, o falsos conocidos que asisten al evento de las defunciones, como una mismísima intromisión en el acto sexual. Falsos y estúpidos pésames. Me negué, puse mucho empeño en impedir que nadie intentara dármelo, sin haberlo pedido.

La vecina del frente, a la que nunca habíamos tenido especial simpatía –es más, cuando la veíamos por el barrio, mi madre y yo nos hacíamos las longuis para no saludar, una celebridad por avara y cotilla– pidió mi móvil. Esta mujer tenía una ventana estratégica, un visillo transparente para observar lo que sucedía en el vecindario. Pretendía llamarme –como no me encontró en el velatorio– con el empeño de hacerme recordar quién había muerto. Alguien con quien no tenía ningún tipo de vínculo, ni había expresado nunca el más mínimo cariño o detalle con mi madre, se arrogaba el impertinente derecho a inmiscuirse en mi vida y en mi dolor.

Me temí lo peor, una avalancha de pésames. Cambié de número de teléfono, me oculté de todos y me daba igual lo demás. A partir de ese momento, decidí que nadie me encontraría en ningún sitio, fuese virtual o físico. Iba a seleccionar las personas con las que me apeteciera hablar. No iba a permitir que me lo recordaran una vez más porque es lo que toca y es lo que se estipula en no sé qué convención social.

Otra tortura folclórica es la misa de los nueve días. No tenía noción de que existiera tal cosa. El día que me fui a vivir con un hombre divorciado, dejé de ser católica para siempre. Cada día, durante nueve jornadas, los dolientes deben asistir a la iglesia para la resurrección de sus muertos o lo que sea, no tengo idea de qué se trata el calvario. Si alguien no había podido pasar por el funeral o el entierro, aquí tiene nueve oportunidades más para regocijarse en el martirio ajeno. Se daba el caso de que mi hermana vivía en otra ciudad, y mi hermano es alguien con el que nadie cuenta en la familia, quedaba solo yo para cumplir con las obligaciones cristianas que alguien se encargó de organizar, sin que ninguno de los hijos lo pidiera. Importa un escuálido pimiento si los deudos están de acuerdo o no.

Una prima me llamó informándome dónde era la misa del segundo día. Se le había olvidado anoticiarme de la primera. Me imagino que se habría notado demasiado la ausencia de algún dolorido de verdad.

Tenía tal caos en mi cabeza por el sopor del dolor, el mareo del jet lag y la tremenda impresión del suceso del día después del entierro, que estaba dispuesta a asistir a la liturgia pública del sufrimiento hasta que, de pronto, me volví a caer del guindo. Mi madre no fue nunca católica practicante, ni creyente, ni yo necesitaba asistir a ninguna misa para contentar a nadie. Demasiada era la congoja que sufría al entrar a su casa, cada recuerdo suyo era un latigazo de hiel. Todavía estaba su olor, su cocina, su ropa, su bisutería, sus cremas, sus perfumes y sus desgraciados e inútiles medicamentos con los que no se pudo impedir el designio final.

No terminó allí el tormento. Pasó, tal vez, una semana –no de las nueves misas sino de su muerte–, no puedo recordarlo con exactitud, cuando recibí otra llamada, importunando mi derecho al silencio.

–Escribe un texto para publicar en el diario por lo tu mami –me pidió esa misma prima.

Me quedé pasmada durante unos minutos, hasta que reaccioné a la urgencia del texto y a su estrés.

–Poned lo que os venga en gana. Mi madre no necesita que le escriba en los periódicos. Ella sabe que la amo y cuánto la echo de menos, joder. Que los muertos no van a misa ni saben leer.

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Autora: Silvia Pérez Trejo. Título: Academia de mujeres. Editorial: Imagine Libros. Venta: Amazon.

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