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El hombre de la dinamita, la primera novela de Henning Mankell - Zenda
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El hombre de la dinamita, la primera novela de Henning Mankell

El hombre de la dinamita (Tusquets), publicada en 1973, es la primera novela que escribió Henning Mankell. El escritor sueco ya daba una visión social y políticamente comprometida. Este libro completa su imagen como escritor, como hombre hecho a sí mismo y con un profundo sentido moral de la vida. Norrköping, Suecia, 1911. Los periódicos...

El hombre de la dinamita (Tusquets), publicada en 1973, es la primera novela que escribió Henning Mankell. El escritor sueco ya daba una visión social y políticamente comprometida. Este libro completa su imagen como escritor, como hombre hecho a sí mismo y con un profundo sentido moral de la vida.

Norrköping, Suecia, 1911. Los periódicos locales dan en un breve la noticia de que Oskar Johansson, dinamitero de veintitrés años, ha muerto a consecuencia de un trágico accidente producido durante la voladura de un túnel. La nota nunca se desmintió, pero Johansson sobrevivió, aunque quedó gravemente herido y con secuelas atroces; es más, se casó, siguió trabajando hasta su jubilación, y no murió hasta 1969. Narrado a través de distintas voces y originales perspectivas, el relato de la vida de Oskar, con sus sueños y esperanzas, su rutina y sus desalientos, no sólo da cuenta de un destino, sino que también traza una imagen aguda y vibrante de la situación obrera en la primera mitad del siglo XX.

Zenda publica un adelanto de la novela, de la que Mankell dijo lo siguiente: «Al leer el libro de nuevo, después de todo este tiempo, tomo conciencia de que ese cuarto de siglo quizá no haya sido tan largo. Lo que dice el libro sigue en gran medida vigente».

 

La noticia

—¿Por qué demonios no explota?

Norström pateaba furioso con el pie izquierdo. Se le había enredado en un ovillo de hilo de acero que habían dejado descuidadamente entre las piedras de la cantera. Pateaba y el hilo se le iba enroscando a la bota y le iba subiendo por la pierna. Habría podido agacharse fácilmente y, de un tirón, habría podido quitarse aquella maraña de hilo metálico del pie y de la pierna.

Pero Norström no se agachó. Siguió pateando rabioso con el pie. Estaba sudando. La camisa gris de franela empapada en sudor, que llevaba abotonada hasta el último botón y que le cubría la barriga sobrealimentada, desprendía un olor ácido a piel sucia.

Norström era capataz dinamitero. Era una tarde de sábado a mediados de junio y un calor abrasador caía sobre aquel lugar de trabajo a la intemperie. Norström dirigía la operación de abrir túneles para el ferrocarril. Iba a ser una ruta de doble vía, y se requerían para ello tres túneles nuevos. Ahora estaban trabajando en el central, que también debía ser el más largo y complicado. Acababan de empezar con la abertura en la pared rocosa. La punzante y afilada superficie de granito gris ya estaba limpia de la fina capa de tierra. La mole rocosa reflejaba la luz del sol. La mole se elevaba unos treinta metros aproximadamente, casi en vertical, desde el suelo. No era una peña muy grande, unos cientos de metros de perímetro más o menos, y a través de ella trazarían el túnel y la vía.

A Norström no le gustaban las voladuras de túneles. «O vuelas la peña entera o nada. Atravesarla con un barreno es un desastre, tarde o temprano se vendrá abajo.» Eso pensaba él. Hasta el momento, en sus cincuenta años de vida, se había librado de tener que volar túneles, salvo quizás una vez cada cinco años, pero ahora debía vérselas con tres al mismo tiempo.

—¡Que venga alguien y me quite esta mierda!

Norström miró iracundo a varios de los picapedreros que estaban apoyados en las palancas. Disfrutaban llenos de gratitud de la pausa que se había producido. Por un lado, no había estallado la carga de dinamita, por otro, Norström se había enredado el pie en el alambre. Así que estaban todos apoyados en las palancas, aguardando de espaldas al sol.

—Ve a ayudarle.

Oskar Johansson le dio un ligero puntapié al más joven del equipo de dinamiteros. Era un muchacho de catorce años, bajito y flaco. El chico reaccionó enseguida y echó a correr por la explanada de arena hasta donde se encontraba Norström, se agachó raudo y empezó a tironear del alambre.

—No tires así, joder. Desenrédalo.

Norström estaba cada vez más enfadado. Entornó los ojos al sol, giró la cabeza hacia la pared rocosa, echó una ojeada al cuidado que ponía el muchacho en desliar la maraña de acero y luego miró indignado a los dinamiteros, que seguían inmóviles apoyados en las palancas.

—¿Por qué no estalla?

Norström rugió. Oskar Johansson se irguió.

—Voy a ver. En ese momento se soltó el alambre de acero del pie de Norström. Se había terminado la pausa. Había que inspeccionar por qué no se había producido la explosión. Y le correspondía hacerlo a Oskar Johansson, puesto que él la había preparado. Cada carga era personal. La dinamita era la misma, incontrolable y artera, pero cada explosión tenía un dueño, un responsable.

 

La creciente expansión industrial exigía mejores comunicaciones. Había que ampliar el ferrocarril. Se precisaban más vías. Crecían los convoyes, los trenes eran más numerosos y las explosiones resonaban por todo el país.

El verano estaba muy avanzado. El calor que comenzó a finales de mayo había empezado a quemar la tierra. Esta crujía bajo los pies de los dinamiteros mientras caminaban a la sombra de los abedules durante los breves descansos que se tomaban.

 

Oskar Johansson se limpió el sudor de la frente. Se miró el dorso de la mano. Relucía de sudor y se lo secó en la camisa. Oskar tenía veintitrés años. Era el más joven del equipo de dinamiteros, porque el peón no contaba. Llevaba siete años trabajando de dinamitero y le gustaba. Era alto, corpulento, con una cara redonda y abierta que nunca estaba seria. Tenía los ojos de color azul claro y el pelo rubio le caía rizado sobre la frente. Gracias al calor estival, que tan pronto había llegado ese año, se había puesto moreno. Llevaba una camisa gris claro y un pantalón de lino azul oscuro, e iba descalzo.

Entornó los ojos mirando en dirección a la montaña rocosa.

 

—¿Quieres echarle un vistazo?

Norström estaba en jarras intimidando a Oskar con la mirada. A Norström no terminaban de gustar le las explosiones fallidas. En parte, porque nunca se sabía lo que podía pasar, en parte porque retrasaban el trabajo. Él era el responsable de que siguieran el plan, y aquel túnel iba a costar mucho trabajo, lo sabía. Además, tenía resaca. Había cumplido cincuenta y cinco años el día anterior, y lo festejó por la noche. Estuvo bebiendo aguardiente hasta que cayó redondo en la cama hacia las dos de la madrugada. Y estuvo vomitando mucho y durante un buen rato cuando se levantó dos horas después para ir al trabajo. Casi lamentaba no haber aceptado la posibilidad que le concedían de tomarse libre un día por la celebración. La dirección le hacía aquella concesión porque, aunque no de forma continuada, llevaba trabajando en la construcción del ferrocarril desde 1881. Además, era famoso por cumplir los plazos y apremiar el trabajo. Por esa razón, sus dinamiteros le habían asignado el mote de «La honra del trabajo». Nunca lo usaban cuando Norström andaba cerca, únicamente lo llamaban así cuando estaban solos, por la noche, en sus casas o en los descansos, cuando Norström andaba ocupado en otras tareas. La primera vez que Norström se enteró de que le habían puesto un apodo se puso furioso, pero luego empezó a interpretarlo como una señal de que los dinamiteros le tenían miedo, y eso sí lo satisfacía. En la actualidad, él también utilizaba a menudo esa nota para referirse a sí mismo cuando les hablaba del trabajo a sus amigos. Ayer mismo les estuvo contando lo mucho que imponía a los dinamiteros. Se sentó a hablar con su cuñado, que había ido al cumpleaños, y le habló largo y tendido de su oficio.

Eran cerca de las tres y, al cabo de tres horas, darían por finalizado el trabajo de la semana. Luego tendrían el día libre, y Norström podría pasárselo tumbado en la cama matando moscas, mandando callar a los niños, y luego ponerse a planificar el trabajo de la semana siguiente. Según los cálculos de la semana anterior, deberían haber adelantado más. Y nada lo irritaba tanto como que los cálculos no salieran. Eso le arruinaría el domingo, el día de descanso se lo pasaría amargado.

—¿Habéis soltado la mecha?

Algunos de los dinamiteros respondieron que no con un leve murmullo.

—¿Estáis locos? ¿Por qué no?

Norström no salía de su asombro al ver que no habían llevado a cabo aquella operación tan obvia. No comprendía por qué los trabajadores se habían tomado aquel descanso con ese calor. —¡Pues ya puedes echarte a correr y arrancar el cable! Norström le dio una patada al peón. El chico salió pitando hacia la caja de madera, que se encontraba a unos metros de ellos, y sacó un cable que se había atascado en una de las pinzas de acero de la parte de atrás.

Oskar se irguió, dejó la palanca apoyada contra una piedra y empezó a andar despacio camino de la gran pared rocosa. Caminaba muy lento, como si no quisiera despertar a la vida a la dinamita. Entornó los ojos en medio de aquel calor y se secó el sudor salado de los párpados. Cuando una carga no explosionaba, se extendía cierto malestar entre todo el equipo. La dinamita era peligrosa, uno nunca sabía qué podía ocurrir. Pero alguien tenía que acercarse a comprobar lo que pasaba, y no existía más protección que la cautela.

Oskar se detuvo a tres metros de la roca. Se mordió el labio, miró bien el barreno que había en la montaña, por el que se introducía ensortijada la larga mecha. Se volvió y preguntó en voz baja a los que seguían esperando apoyados en las palancas: —¿Está suelta la mecha? El propio Norström se acercó en contra de su costumbre unos pasos hacia la caja de madera, echó un vistazo y aseguró en voz alta: —Está suelta. Puedes seguir.

Oskar asintió, más para sí mismo que para Norström. Asintió para sí mismo, para convencerse de que todo estaba listo.

 

Luego se vuelve, enfila con la mirada el taladro abierto en la peña y echa a andar a pasitos lentos hacia la pared de roca. No aparta la mirada del barreno. Se muerde el labio, le corre el sudor desde el cuero cabelludo hasta la cara, parpadea para ver mejor y, cuando se encuentra a medio metro de la roca, se detiene y se inclina cauteloso. Sin disminuir la concentración, alarga despacio el brazo derecho hasta que la mano descansa justo encima del barreno. Se concentra, toma impulso y empieza a sacar la mecha del barreno. Evoca vagamente el sonido metálico de una palanca al dar contra la piedra; con las yemas de los dedos rodea la mecha.

 

Un segundo después explota la montaña, y el jefe Norström contará durante muchos años que, mientras su equipo de dinamiteros trabajaba en el túnel central de los tres que tenían que abrir para el ferrocarril, se produjo lo increíble: uno de ellos sobrevivió a una explosión que le estalló al lado. El dinamitero se llamaba Oskar Johansson, y el peón, un muchacho de tan solo catorce años, se desmayó cuando encontraron la mano derecha de Oskar en un arbusto a setenta metros de allí. La encontraron gracias a las moscas que se reunieron alrededor de la mano putrefacta. Estaba entre los dientes de león con los dedos extendidos.

Y Norström contaba que Oskar Johansson no solo sobrevivió a la explosión, sino que además siguió trabajando como dinamitero cuando se recuperó.

Aquella tarde de un sábado de junio de 1911, Oskar Johansson perdió todo el pelo. El ojo izquierdo salió disparado de la cuenca por la presión de la dinamita. La mano derecha la cortó una lasca de roca a la altura del puño. Casi con precisión quirúrgica, le cortó la mano. Otra lasca salió como una flecha ardiente hacia el bajo vientre, le cortó a Oskar la mitad del miembro viril y le pasó por la ingle atravesándole el riñón y la vejiga.

Pero Oskar Johansson sobrevivió y siguió trabajando de dinamitero hasta la jubilación, y no murió hasta el 9 de abril de 1969.

El lunes decían los periódicos locales que un joven dinamitero había fallecido en un accidente trágico y atroz. Nadie pudo evitar el horrendo final. Todo había que atribuirlo a la dinamita, esa sustancia tan peligrosa. Una suerte en la desgracia fue que nadie más salió perjudicado, que el fallecido no tenía familia que quedara en desamparo.

Aquella noticia nunca llegó a desmentirse.

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Autor: Henning Mankell. Título: El hombre de la dinamita. Editorial: Tusquets. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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